martes, 30 de noviembre de 2010

Derechos de autor y derechos de traducción en la Argentina


El 2 de noviembre pasado, en el marco del Simposio de Traducción organizado  por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y el Centro Cultural de España en Buenos Aires, hubo una mesa dedicada a la problemática de los derechos de autor y de traducción, en la que participaron Ana Alcaina y Mario Sepúlveda, por España, y Mónica Herrero (en la foto de Guido BonFiglio, haciendo uso de la palabra), por la Argentina.
En días subsiguientes, fueron numerosas las consultas a propósito de la situación de los derechos de traducción en nuestro país. Y a pesar de haber establecido el correspondiente link con la grabación efectuada esa noche, nos pareció útil que los lectores de este blog conocieran cuáles son las leyes que tratan sobre el tema y qué derechos los amparan. De ahí que ahora reproduzcamos, en versión ampliada, lo dicho aquella noche por Mónica Herrero.
Cuestiones de derechos
La mesa a la que me han convocado lleva por título “Cuestión de derechos” así que me pareció que vendría bien presentar una panorama de cómo la ley argentina protege la propiedad literaria, científica y artística.
He tenido la oportunidad de asistir a varias mesas dentro del marco de estos encuentros organizados por el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y, en muchas de ellas, he escuchado los reclamos de los colegas profesionales de la traducción respecto de sus derechos y de lo que ganan. Creo que es importante instalar esta discusión, pero también me parece que, para reclamar derechos, hay que saber qué es lo que hoy ya está tutelado por nuestra ley y cómo podemos aprovechar lo existente.
Me voy a referir al caso de Argentina, que es lo que conozco. Comenzaré haciendo un repaso de lo que ya tenemos. En principio, está la Constitución Nacional, cuyo artículo 17º (Primera parte, Capítulo primero, Declaraciones, derechos y garantías) trata sobre el derecho a la propiedad privada:
Art. 17.- La propiedad es inviolable, y ningún habitante de la Nación puede ser privado de ella, sino en virtud de sentencia fundada en ley. La expropiación por causa de utilidad pública, debe ser calificada por ley y previamente indemnizada. Sólo el Congreso impone las contribuciones que se expresan en el artículo 4º. Ningún servicio personal es exigible, sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley. Todo autor o inventor es propietario exclusivo de su obra, invento o descubrimiento, por el término que le acuerde la ley. La confiscación de bienes queda borrada para siempre del Código Penal argentino. Ningún cuerpo armado puede hacer requisiciones, ni exigir auxilios de ninguna especie.
 Podemos apreciar en lo que destaqué en negritas que el derecho de propiedad intelectual (PI) está reconocido ya en nuestra ley suprema. Este es el punto de partida sobre el que más tarde se elaborarán las leyes que lo regulen. A su vez, a partir de la Reforma Constitucional de 1994, en el artículo 75º, inc. 22, se dotó de jerarquía constitucional a las Declaraciones y Tratados sobre los Derechos Humanos que reconocen como tal  al derecho de autor, lo cual reafirma la vocación de tutelar las creaciones artísticas, científicas y literarias del intelecto humano.
Pasemos ahora a la ley específica, nuestra Ley 11.723 sobre el régimen legal de la PI. Esta ley data de 1933, año en que reemplazó a la Ley 7.092 de 1910, motivada por un apremio político surgido con la visita de Georges Clemenceau, cuya obra El velo de la felicidad se estaba representando en Buenos Aires, pero nadie había solicitado la debida autorización para esa puesta. Según algunos estudiosos, esta primera ley, promulgada entre gallos y medianoche, resultó inocua porque carecía de sanciones penales. Aunque sufrió una reforma parcial introducida por la Ley 9.510, la situación no cambió mucho más hasta 1933, año en que se sancionó la actual Ley de propiedad literaria, científica y artística.
Contamos, entonces,  con una ley que tiene casi 80 años, pero que ha ido sufriendo algunas modificaciones. Sin embargo, a pesar de sus años, yo creo que sigue resultando útil. Hay que tener presente que uno de los mayores problemas que supone legislar sobre la PI tiene que ver con el desafío de encontrar un equilibrio lo más justo posible entre los derechos de los creadores/inventores de gozar de los frutos de su esfuerzo y el derecho de toda la sociedad de acceder a la cultura y a la educación, y de disfrutar de los bienes intelectuales. La manera que la ley vio de negociar esta cuestión fue darle al creador un derecho limitado en el tiempo, de modo que a la larga ese bien pueda pasar a ser parte del acervo común de la sociedad y cualquier miembro pueda disfrutar de él sin más. Ese derecho limitado que tiene el creador o inventor es un derecho de exclusión, es decir, puede excluir a terceros de la explotación en cualquier forma de su creación o invención.
Ahora bien, además hay otra cuestión que atañe a las características propias de los bienes intelectuales, algo que nuestra legislación contempla, pero no se da así en todos los países del mundo. Nuestro derecho sigue, por lo menos en estas cuestiones, la tradición continental y ha tomado al derecho francés como modelo. Esto se refleja en que reconoce no sólo el aspecto patrimonial que supone el disponer de la obra, sino que también reconoce un derecho que, aunque no se menciona explícitamente así en la ley, se lo suele denominar moral e incluye el derecho a la paternidad de la obra, el derecho a la integridad de la obra y el derecho al inédito. Creo que los reclamos que he escuchado muchas veces en las reuniones del Club de Traductores Literarios están enraizados tanto en el aspecto patrimonial como en el moral del bien intelectual que es la traducción.
Pasemos ahora a analizar cómo se concibe la traducción en nuestra ley. En este punto, me parece interesante rastrear en qué artículos se menciona la traducción y cómo se lo hace.
En principio, en el artículo 1º, que enumera las obras tuteladas por esta ley, no aparece explicitada la traducción como tal. De todas formas, la enumeración que se hace no es exhaustiva, sino que se hace a título enunciativo. De todas formas, la traducción no aparece explicitada y este dato, me parece, refleja en alguna medida el estatus, para algunos dudoso, que la traducción tiene dentro de los bienes intelectuales.
Artículo 1°. — A los efectos de la presente Ley, las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión, entre ellos los programas de computación fuente y objeto; las compilaciones de datos o de otros materiales; las obras dramáticas, composiciones musicales, dramático-musicales; las cinematográficas, coreográficas y pantomímicas; las obras de dibujo, pintura, escultura, arquitectura; modelos y obras de arte o ciencia aplicadas al comercio o a la industria; los impresos, planos y mapas; los plásticos, fotografías, grabados y fonogramas, en fin, toda producción científica, literaria, artística o didáctica sea cual fuere el procedimiento de reproducción. La protección del derecho de autor abarcará la expresión de ideas,  procedimientos, métodos de operación y conceptos matemáticos pero no esas ideas, procedimientos, métodos y conceptos en sí. (Artículo sustituido por art. 1° de la Ley N° 25.036 B.O. 11/11/1998)
De todas formas, en el artículo 2º ya aparece la traducción como una de las facultades del autor, que puede traducir la obra o hacerla traducir. Otro tanto sucede con el artículo 38º, en que nuevamente se hace mención a la facultad del autor de traducir su obra[1].
Art. 2°. — El derecho de propiedad de una obra científica, literaria o artística, comprende para su autor la facultad de disponer de ella, de publicarla, de ejecutarla, de representarla, y exponerla en público, de enajenarla, de traducirla, de adaptarla o de autorizar su traducción y de reproducirla en cualquier forma.
Es decir que aquí la traducción parece estar ligada indefectiblemente al autor, en tanto titular de una obra, y a su arbitrio, en el sentido de que de él parecería depender la posibilidad de la existencia de una traducción, ya sea porque el propio titular acomete la tarea o porque la encarga a un tercero.
Sin embargo,  es en el artículo 4º, cuando se listan quiénes pueden ser  titulares de la propiedad intelectual, aparecen los traductores mencionados como sujetos de derechos de autor. Es así que, en el inciso c) se dice que es titular del derecho de PI “el traductor, aunque debe contar con el permiso del autor”. De aquí nace una cuestión que es la siguiente, la obra traducida es una obra derivada, es decir, está siempre ligada a otra obra de la que es una adaptación y, por lo tanto, mientras la obra original esté en dominio privado, la posibilidad de ejercer el derecho de traducción estará subordinada al permiso del autor de la obra original, algo con lo que el traductor debe contar.
Art. 4°. — Son titulares del derecho de propiedad intelectual: a) El autor de la obra; b) Sus herederos o derechohabientes; c) Los que con permiso del autor la traducen, refunden, adaptan, modifican o transportan sobre la nueva obra intelectual resultante; d) Las personas físicas o jurídicas cuyos dependientes contratados para elaborar un programa de computación hubiesen producido un programa de computación en el desempeño de sus funciones laborales, salvo estipulación en contrario. (Inciso d) incorporado por art. 2° de la Ley N° 25.036 B.O. 11/11/1998)
Tenemos entonces que la traducción tiene un estatus difícil de catalogar incluso dentro de la ley porque se la reconoce como tutelable por de DPI, pero no se la incluye explícitamente entre lo tutelable. Además, aparece el concepto de obra derivada. Quiero aclarar que el concepto de obra derivada no quita mérito ni es despectivo respecto de la actividad del traductor. También hago hincapié en estos aspectos porque ayudan a entender cómo es posible que otros actores sociales no piensen en la traducción como una obra susceptible de ser tutelada por la LPI (hay varios que lo ven así) y vean más bien a los traductores como prestadores de servicios cuyos derechos terminan en el momento de recibir su pago a cambio de la traducción entregada.
A pesar de estas cuestiones que he señalado, los artículos 23 y 24 de la LPI se ocupan específicamente de la traducción. Es decir que, luego de un comienzo titubeante, se le dedican a la traducción  dos artículos completos. No obstante, siempre debemos recordar que, si la obra está en dominio privado, el traductor debe respetar la voluntad del autor o sus derechohabientes.  Veamos los artículos[2]:
Art. 23. — El titular de un derecho de traducción tiene sobre ella el derecho de propiedad en las condiciones convenidas con el autor, siempre que los contratos de traducción se inscriban en el Registro Nacional de Propiedad Intelectual dentro del año de la publicación de la obra traducida. La falta de inscripción del contrato de traducción trae como consecuencia la suspensión del derecho del autor o sus derechohabientes hasta el momento en que la efectúe, recuperándose dichos derechos en el acto mismo de la inscripción, por el término y condiciones que correspondan, sin perjuicio de la validez de las traducciones hechas durante el tiempo en que el contrato no estuvo inscripto.
Art. 24. — El traductor de una obra que no pertenece al dominio privado sólo tiene propiedad sobre su versión y no podrá oponerse a que otros la traduzcan de nuevo.
Por último, me interesa hacer hincapié en el artículo 66º, que reza que los contratos, entre ellos el de traducción, deben inscribirse en el Registro de la PI a la vez que, en el artículo 23º, se advierte acerca de que la falta de inscripción traer aparejada la suspensión del derecho de autor.
Independientemente de lo discutible que es que este derecho del traductor esté supeditado a una formalidad que le corresponde cumplir al editor, el registro del contrato,  es importante entender que la ley supone la existencia de un contrato de traducción. Según nuestro Código Civil, en su art. 1137: “Hay contrato cuando varias personas se ponen de acuerdo sobre una declaración de voluntad común, destinada a reglar sus derechos”. El contrato de traducción es un contrato entre por lo menos dos partes, está contemplado en la ley, pero no hay un modelo formal a seguir, sin cuya aplicación al pie de la letra el acuerdo pierde legitimidad. Esto nos deja en un campo poco explorado, pero que todo profesional del área debe tener en mente a la hora de comenzar un trabajo. Para nuestro ordenamiento jurídico, existe la libertad contractual, lo cual implica que podemos acordar lo que queramos siempre que no vayamos en contra de lo estipulado por la Constitución y las leyes. Incluso, no hay obligación de un contrato por escrito, pero los contratos orales son más difíciles de probar y de oponer en caso de conflicto. Además,  nuestra ley exige que se inscriban en el registro, con lo cual el contrato debe estar en algún soporte que sea susceptible de inscribirse, lo cual es por lo general una copia impresa.
Ahora bien, el contrato es el documento al que se recurre cuando surge el conflicto; por lo tanto, debe reflejar claramente los términos del acuerdo. En este punto, me permito hacer un comentario a alguna cuestión que escuché en las reuniones del Club de Traductores Literarios acerca de que hay que cambiar la ley y que la ley debe estipular  las regalías que los traductores deben cobrar. Creo que eso es un arma de doble filo porque limitaría los beneficios que cada una pueda conseguir. El contrato refleja el negocio que se hace, por lo que siempre se puede conseguir algo mejor. Eso dependerá de la posición negocial y de la habilidad de quien hace el acuerdo. Si lo limitamos por ley, corremos el riesgo de perjudicarnos en algo que corresponde al dominio de lo negocial. Si nos fijamos en lo que lo que la ley dice para el contrato de edición veremos que no estipula cuánto debe ganar el autor. Es más, lo poco que dice la ley, puede servir también de orientación para el contrato de edición.
Los artículos 37 a 44 regulan el contrato de edición dentro de la LPI. El artículo 37º puede aplicarse por analogía al caso de la traducción sin mayores inconvenientes, aclarando siempre que, si la obra traducida está en dominio privado, se debe contar con la autorización del autor.
Art. 37. — Habrá contrato de edición cuando el titular del derecho de propiedad sobre una obra intelectual, se obliga a entregarla a un editor y éste a reproducirla, difundirla y venderla. Este contrato se aplica cualquiera sea la forma o sistema de reproducción o publicación.
Del artículo 38º, podemos rescatar el derecho moral de la paternidad de la obra, es decir, el titular de una obra artística, literaria o científica debe ser asociado a su creación.
Art. 38. — El titular conserva su derecho de propiedad intelectual, salvo que lo renunciare por el contrato de edición. Puede traducir, transformar, refundir, etcétera, su obra y defenderla contra los defraudadores de su propiedad, aun contra el mismo editor.
El artículo 39º se refiere al derecho moral a la integridad de la obra, lo cual también es aplicable a la traducción. Nadie puede alterar la traducción sin contar con la autorización de su titular.
Art. 39. — El editor sólo tiene los derechos vinculados a la impresión, difusión y venta, sin poder alterar el texto y sólo podrá efectuar las correcciones de imprenta, si el autor se negare o no pudiere hacerlo.
Del artículo 40º, surge que estamos frente a un contrato oneroso, es decir, se supone que hay dinero de por medio, pero no se dice cuánto, porque eso queda a criterio de los contratantes. Insito con este aspecto, porque con concebirlo como onerosos basta. No necesitamos que la ley nos diga cuánto se paga una traducción, eso pertenece al dominio del poder de negociación existente en cada momento. Para tener mayora posibilidad de conseguir mejores condiciones, es fundamental que los traductores se agrupen y como gremio pidan las reivindicaciones que consideren justas. También en este artículo se menciona que el contrato debe hacer constar el número de ediciones y la cantidad de ejemplares. En la práctica cotidiana, se pueden hacer contratos que estipulen la cantidad de ediciones y los ejemplares, pero por lo general es más frecuente dejar que el editor explote la obra y la mantenga en el mercado. Para ello, se establecen distintos mecanismos que regulan los pagos de derechos
Art. 40. — En el contrato deberá constar el número de ediciones y el de ejemplares de cada una de ellas, como también la retribución pecuniaria del autor o sus derechohabientes; considerándose siempre oneroso el contrato, salvo prueba en contrario. Si las anteriores condiciones no constaran se estará a los usos y costumbres del lugar del contrato.
El artículo 41° trata sobre cuestiones que hoy se suelen resolver incluyendo en los contratos la fecha de entrega de la obra contratada y los plazos que el editor tiene para ponerla en el mercado. Si esto no se cumple, el contrato suele darse por  terminado sin mayores discusiones.  En cuanto al artículo 42°, son situaciones que salvo la falta de experiencia, se resuelven haciendo constar los plazos ya mencionados.
Art. 41. — Si la obra pereciera en poder del editor antes de ser editada, éste deberá al autor o a sus derechohabientes como indemnización la regalía o participación que les hubiera correspondido en caso de edición. Si la obra pereciera en poder del autor o sus derechohabientes, éstos deberán la suma que hubieran percibido a cuenta de regalía y la indemnización de los daños y perjuicios causados.
Art. 42. — No habiendo plazo fijado para la entrega de la obra por el autor o sus derechohabientes o para su publicación por el editor, el tribunal lo fijará equitativamente en juicio sumario y bajo apercibimiento de la indemnización correspondiente.
            El artículo 43° también se ha incorporado a los contratos y muchas editoriales lo han reformulado para que les sirva en sus políticas de saldo o destrucción parcial o total de stock
Art. 43. — Si el contrato de edición tuviere plazo y al expirar éste el editor conservase ejemplares de la obra no vendidos, el titular podrá comprarlos a precios de costo, más un 10 % de bonificación. Si no hace el titular uso de este derecho, el editor podrá continuar la venta de dichos ejemplares en las condiciones del contrato fenecido.           
El artículo 44° es quizá el que refleja mejor el espíritu de la ley, ya que lo que se busca es promover la circulación de los bienes culturales y la actividad económica. Si algo deja de circular en el mercado, como sucede cuando las ediciones se agotan y el editor no vuelve a reimprimir,  la ley permite al titular de la obra recuperar sus derechos para poder buscar nuevas opciones.
Art. 44. — El contrato terminará cualquiera sea el plazo estipulado si las ediciones convenidas se agotaran.
Tal como hicimos para los artículos sobre los derechos morales, también los artículos 42º y 43º pueden aplicarse por analogía a la traducción. Hay que fijar un plazo de entrega de la obra o, si no hay acuerdo, recurrir a un tercero para que lo determine. Si el contrato se extingue, el editor puede seguir comercializando los ejemplares ya impresos que tenga. Y, por último, el artículo 44º se asegura de que la actividad editorial cumple con su función de tener a disposición del público la obra. De lo contrario, los derechos licenciados o cedidos en el contrato revertirán al propietario.
           
Hemos visto que la ley no se mete con la redacción específica de los contratos. Por ello, hay libertad para buscar la manera de expresar de la mejor forma posible cómo es el negocio que se quiere hacer, incluso en el caso de la traducción. Sin embargo, además de la libertad negocial que la ley permite, hay que comprender la lógica de la industria en cuyo campo se hace el contrato. Esto es fundamental porque, más allá de todas las reivindicaciones legítimas de cada sector, como en el caso de los traductores que trabajan dentro de la industria de la edición, existe todo un circuito de compromisos y obligaciones de pago en la cadena de la producción editorial que es el que determina cuánto se le puede ofrecer a un traductor en cada situación concreta. Aquí recomiendo, si se llegó a incluir en el blog del CTLBA, el resumen de la charla que dio el editor Miguel Balaguer de Bajo la Luna,  en la que explicó lo que es un escandallo, cuál es la participación de la traducción en el costo del libro y cuál sería el número ideal de ejemplares a producir y vender que permitiría pagar mucho mejor una traducción. Esa charla fue reveladora para todos los asistentes que la escuchamos y permite entender mejor el fenómeno

Por último, comparto con ustedes un par de conceptos que tomé de la página web de la ACTI (Asociación Colombiana de Traductores e Intérpretes, www.traductorescolombia.com/) que me parecen muy orientadores para esta discusión. En su código de ética defienden el Principio de solidaridad, que consiste en observar buenas relaciones de confraternidad y solidaridad profesionales, evitar la competencia desleal y prestar ayuda en caso de dificultad profesional. Ahora bien, para el desarrollo estos principios, el Consejo Directivo propone de la ACTI propone,  entre otros, “preparar un contrato tipo entre usuario y traductor, en el cual se incluyan, por lo menos, los siguientes términos:  a) Nombre de los contratantes, b)  Lenguas de trabajo, c)  Plazo de entrega, d) Tarifas, e)  Plazos y forma de pago, f) Presentación, g)  Los derechos del traductor sobre la obra traducida y h) Mención de la instancia de arbitraje a la que recurrirían en caso de conflicto entre las partes”.[3]  De todos estos puntos tan importantes que no deben faltar en un contrato, me parece que el punto sobre los derechos del traductor sobre la obra traducida es el más espinoso y el que lleva más tiempo definir en cada contrato, ya que hay muchas cuestiones que deben tenerse en cuenta. Pero eso ya sería el objeto de otra charla.

Notas:
[1] Art. 38. — El titular conserva su derecho de propiedad intelectual, salvo que lo renunciare por el contrato de edición. Puede traducir, transformar, refundir, etcétera, su obra y defenderla contra los defraudadores de su propiedad, aun contra el mismo editor.

[2] Estos artículos se relacionan con el artículo 66º: El Registro inscribirá todo contrato de edición, traducción, compraventa, cesión, participación, y cualquier otro vinculado con el derecho de propiedad intelectual, siempre que se hayan publicado las obras a que se refieren y no sea contrario a las disposiciones de esta Ley.
[3] Visita a la página http://www.traductorescolombia.com/miembros_codigo.html hecha el 1° de noviembre de 2010.

4 comentarios:

  1. Estimados integrantes del Club de Traductores:
    Envío este mensaje para preguntarles sobre una traducción de deseo hacer.
    Encontré la grabación de la voz de Virginia Woolf para una
    presentación que hizo en la BBC en el año 1937.
    http://www.newyorker.com/online/blogs/books/2009/08/virginia-woolf-words-fail-me.html
    Deseo hacer la traducción y publicarla en una revista de la que formo
    parte, ¿cómo hago para saber si estoy autorizada por el autor, los
    herededos o quien fuera? ¿Acaso no han prescrito los derechos de autor
    para esta obra?
    Gracias.
    Cordiales saludos.
    Mercedes Ávila

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  2. Estimada Mercedes:
    Los derechos se extienden hasta 70 años después de la muerte del autor. Virginia Woolf murió el 28 de marzo de 1941, por lo cual sus derechos están disponibles para el dominio común. Con todo, y por prudencia, no estaría mal que esperase, como suele hacerse, hasta el año próximo ya que hay quien discute sobre si los derechos caducan en el año 70 o si están libres a partir del año 71. En su lugar, no consultaría con la BBC ni con ninguna otra institución que vea la posibilidad de sacar plata de su catálogo aun cuando éste ya haya vencido.
    Cordialmente.

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  3. Muchísimas gracias por la respuesta.
    Cordiales saludos.
    Mercedes Ávila

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  4. Buenas tardes! Así como existe el derecho de autor que se extiende hasta 70 años luego de fallecido, existe para el traductor este mismo derecho? cuando traduce una obra? o el traductor no goza de este derecho? Muchas gracias. MAriana Stylo

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