miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los ataques a la galiparla para borrar el nombre "traducción"

En estos momentos en que ese cura alemán –en la foto, con el simpático tricornio de la Guardia Civil– acabó de pasearse por España, denostando a la sociedad contemporánea con ideas medievales y haciendo del gobierno socialista su chivo expiatorio –sin olvidar, claro, su llamado a que el país vuelva a ser lo que fuera en otras épocas, como la de Franco, por ejemplo–, tal vez resulte oportuno rescatar la columna que el martes 19 de octubre pasado Marietta Gargatagli publicó en El Trujamán a propósito de otros excesos históricos igualmente ridículos, esta vez del nacionalismo español, respecto del idioma y la cultura de Francia, que tienen como blanco a esos desagradables personajes a los que se llama "traductores".

"¡Odio al francés!, ¡echémoslo de España a puntapiés!

El 15 de agosto de 1846, la revista satírica El fandango1 (1844-1846) publicó una Parodia dedicada a los traductores del teatro francés o corruptores del idioma, que firmaba Francisco Cea o Zea2. El poema imitaba la antigua tradición de crítica social que había tenido como protagonistas a Isabel y Fernando (Quexas de Castilla), a todos los otros reyes y a la mayor parte de los nobles que se destacaron –y no para bien– en diferentes momentos de la historia de España. Se sabe incluso que las protestas contra el despotismo (en forma de precoces graffiti) ilustraron las paredes del palacio de Hernán Cortés en México; es decir, llegaron muy lejos. Que los traductores formaran parte de esa majestuosa serie de personajes les da una visibilidad equívoca, porque esa presencia, equívoca, es sólo aparente.

Las generalizaciones suelen ser apresuradas, pero casi siempre son despectivas. Hablar de «los traductores» no supone hablar de nadie y esa eliminación de lo personal es lo que convierte a la Parodia en un texto triste y, según mi percepción, un ejemplo más de «matemos al mensajero».

Francisco Cea se queja aquí de varias realidades que ve como simultáneas: el nulo interés por el teatro clásico español, la fascinación de los espectadores por los dramaturgos franceses, la pérdida de identidad de la lengua castellana y las impertinencias de los protagonistas: no los de la escena sino los innombrables traductores.

Reírse de uno mismo, como persona o como sociedad, supone un desdoblamiento que incluye al autor de la burla. Satirizar lo ajeno tiene una complejidad mayor porque el discurso irónico debe atrapar con eficacia estética lo satirizado y convertirlo en universal. El autor de las coplas queda fuera de la paradoja que plantea: que el enorme furor por el teatro, que venía del siglo XVIII, excluyera precisamente al teatro español. Tampoco convierte en universal el sentimiento antifrancés porque resulta bastante extravagante sumarse al rechazo de aquella modernidad que puso fin al Ancien Régime. Todo queda en un pataleo convertido en octavas que despierta curiosidad por lo insólito.

No porque se desconozcan numerosos argumentos parecidos: desde Ramón Mesonero Romanos hasta Menéndez Pelayo pasando por el prólogo de Juan Eugenio Hartzenbusch (a quien se menciona en la Parodia) al Diccionario de galicismos de Rafael María Baralt (1855), los ataques a la galiparla casi constituyen un género periodístico. Lo insólito es que alguien dedicara este libelo a una idea tan peregrina: alzar el hispano pabellón para borrar el nombre traducción.

Notas:

(1) El Fandango. Periódico nacional. Papelito nuevo, alegre como unas castañuelas, puramente español, satírico, burlesco en grado superlativo contra todo bicho extranjero, escrito en prosa y en verso por los fundadores de La Risa, inundado de caricaturas todas nuevas. Puede consultarse on line en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional. volver     
(2) Francisco Zea (1825-1857) fue un poeta y escritor madrileño (donde una calle lleva su nombre) de vida tan triste que casi me obliga a retirar todo lo dicho. Copio un fragmento de la biografía en la prosa conmovedora de la Espasa: «Desde 1852 hasta 1854 estuvo empleado con un cortísimo sueldo en el ministerio de la Gobernación, debido al ministro de aquel departamento, Egaña, que sin conocerle más que por haber leído alguna de sus poesías y tener noticia de su desdichada vida, quiso protegerle. Al ocupar aquel ministerio Ríos Rosas, gran amigo y favorecedor de escritores y de artistas, fue ascendido con el haber de 12.000 reales, que le permitió algún desahogo, pero le duró poco, porque su salud, quebrantada por la miseria y las desgracias, le acarrearon la muerte en la flor de la edad, cuando de su talento e inspiración se podían esperar obras sólidas y definitivas. Sin la caridad de algunos compañeros y camaradas su cadáver hubiera sido arrojado a la fosa común, pero gracias a esto fue enterrado en la Sacramental de San Martín, donde permanecieron sus restos hasta hace algunos años, que fueron trasladados al cementerio de la Almudena. Sus obras completas, formadas por poesías líricas y dramáticas y artículos literarios y de costumbres, fueron impresos por cuenta del Estado a beneficio de la viuda y de la madre del desdichado ingenio». volver


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