Sobre libros y librerías
En la Vuelta de Martín Fierro , hay un talismán: “No se ha de llover el rancho/ en donde este libro esté”. Los versos se escribieron en 1879. Desde entonces y durante casi cien años, a los libros se les atribuyó siempre esa potencia incalculable. La predicción de Hernández debe extenderse generosamente a los libros estibados en las casas de las ciudades.
La última dictadura militar ordenó quemar, en un baldío porteño, una cantidad insólita de libros del Centro Editor de América Latina. La foto, tomada por Ricardo Figueiras, muestra a policías con soplete, en una remake barrial de Fahrenheit. Los libros empaquetados eran difíciles de quemar. Compactos y húmedos, oponían una resistencia fácilmente abierta al símbolo.
En esa misma época, encontré en Parque Lezama un lote de libros que reconocí de inmediato por los subrayados un poco locos que cubrían la página: habían pertenecido a David Viñas. También en esos años, un camión militar vació de libros la oficina, sobre la calle Tucumán a la altura de Uruguay, de una revista cuyo nombre era precisamente Los Libros, fundada por Héctor Schmucler en 1968. Por casualidad yo no estaba en esa oficina, a la que iba todos los días. Me cuidó Manuel Gestal, un librero de Galerna que esperó mi llegada para contarme lo que había pasado. A diferencia de lo que había predicho José Hernández, el libro no impedía que se llovieran los ranchos; más bien, todo lo contrario. Cuantos más libros, más se llovían.
En Berlín o en París, el transporte público parece una sala de lectura; en los subterráneos de Buenos Aires hoy casi nadie viaja leyendo libros. Se leen mensajes de texto y diarios gratuitos. Los expertos en comunicación y cultura nos informan, con puntualidad benevolente, que hoy se lee de muchas maneras, en los diversos tipos de pantalla.
Pero en los vagones porteños debo de haber visto no más que un par de ipads.
Cuando sube al subterráneo el muchacho con su librito de poemas fotocopiado y abrochado, nadie le presta atención. Lo reparte entre los pasajeros. La mayoría ni lo hojea, como si le acabaran de entregar un paquete de obleas que debe devolver sin uso.
Convengamos que resistirse a hojear ese librito no es una ofensa dirigida solo a quien lo reparte. La mayoría tampoco hojea Hecho en Buenos Aires, cuando algún vendedor hace su trabajo. Me quedo pensando cómo es posible no sucumbir a la que para muchos fue siempre una tentación fatal: hojear el libro que se tuviera a mano.
No sucede esto, por cierto, con quienes van a leer a las librerías que, siguiendo la estrategia de ventas inaugurada en Estados Unidos, disponen de salones de lectura entre los estantes. Allí se amontona la reserva genética de los últimos lectores de libros y también allí ha perecido el gen de los ladrones de libros, una especie que la seguridad magnetizada ha condenado a la extinción o a los desafíos excepcionales. Hace treinta años, algunos intelectuales eran expertos en este arte; los libreros del centro de Buenos Aires los conocían porque, cuando venía la buena, también eran excelentes clientes.
Memorable es el caso de quien había inventado una bolsa de tela, que llevaba colgada del cuello debajo de un elegante impermeable a lo Bogart. Allí fueron a parar, de uno en uno, todos los tomos de la obra completa de Herder. Una verdadera maravilla del arrojo y el método.
Por Corrientes, por Florida, hay libros tirados en la vereda, junto a los collarcitos y los cinturones “artesanales”. Imposible dejar de mirarlos con la ilusión de que allí se encontrará algo verdaderamente valioso que se nos pasó por alto o, mejor aún, ese incunable de la actualidad: el libro publicado el año anterior sin éxito. Esa es la pieza verdaderamente difícil.
Hace treinta años, las grandes librerías de Buenos Aires, y muchas de las pequeñas, todas dirigidas por sus dueños que ignoraban la idea misma de la “cadena”, tenían paredes y sótanos con ediciones de los últimos años. Era legendario el stock acumulado por Carlos Damián Hernández, dueño de la librería que, transformada, hoy sigue llevando su apellido. Lo custodiaba Yolanda, una mujer hirsuta y conocedora.
Hoy los libros son sometidos a una rotación vertiginosa: servicio de novedades, exposición de dos o tres semanas, obsolescencia y, después de un año, librería de saldos. Las editoriales rematan los libros que meses atrás pensaron que podían ser un batacazo. Juegan a que un solo título las salve de veinte o treinta libros que después no quieren ni ver.
Los libreros exponen lo que reciben; agobiados, a veces ni abren los paquetes. Se les corta la cabeza a los libros del primer trimestre en el segundo.
Dos libreros jóvenes de la ciudad de Santa Fe (la librería es Palabras Andantes y queda en la zona saeriana de la ciudad), me dijeron para presentarse: “Tenemos una librería de verdad, sin best-séllers”. No quise creerles y viajé para comprobarlo. Era cierto.
En Santa Fe habían levantado una línea de frontera y sostenían un desafiante “No pasarán”. Fue también una sorpresa, hace dos años, encontrar en el pasaje Russell de Palermo, una librería de viejo que, en vidriera, tenía la primera edición de Lolita , la de la editorial Sur. Y adentro exactamente lo que yo estaba buscando: unos libros de la colección “La pajarita de papel”.
Pero, salvo algunas pocas librerías refinadas, las de Buenos Aires se parecen todas. La queja es, sin embargo, de privilegiados. Hay ciudades argentinas donde ya no queda ni una librería. Se ha destruido una escena que dio grandes textos.
El primero de Roberto Arlt lo presenta como empleado de una librería, un adolescente alucinado por los libros de ocultismo. El catálogo de los libros que Borges legó a la Biblioteca Nacional, publicado hace muy poco, permite comprobar el circuito de las librerías borgeanas: Mitchell’s, Mackern’s, donde podían encontrarse libros ingleses, las cuatro librerías alemanas. Yo misma recuerdo Leonardo, la librería italiana sobre la bajada de la calle Córdoba: su sótano estaba repleto de tesoros. Y Galatea, sobre Viamonte entre Florida y San Martín, donde no era preciso tener una tarjeta de crédito internacional para comprar todos los libros franceses que hoy flotan en Internet.
O ni siquiera comprarlos, leerlos allí y espiar el desfile de celebridades intelectuales, como hoy sucede en Eterna Cadencia o La Boutique del Libro, donde los escritores se materializan tomando café frente a su público.
La “zona libro” se trasladó de Corrientes a Palermo, con un puente apoyado en ambos extremos del mapa: Prometeo.
Estos cambios quizá contribuyan a explicar el auge de nuestra Feria del Libro (más popular, pero mucho más popular, que otras ferias en otras ciudades donde se venden más libros). Se la visita una vez por año, como quien se hace un indispensable chequeo médico.
La última dictadura militar ordenó quemar, en un baldío porteño, una cantidad insólita de libros del Centro Editor de América Latina. La foto, tomada por Ricardo Figueiras, muestra a policías con soplete, en una remake barrial de Fahrenheit. Los libros empaquetados eran difíciles de quemar. Compactos y húmedos, oponían una resistencia fácilmente abierta al símbolo.
En esa misma época, encontré en Parque Lezama un lote de libros que reconocí de inmediato por los subrayados un poco locos que cubrían la página: habían pertenecido a David Viñas. También en esos años, un camión militar vació de libros la oficina, sobre la calle Tucumán a la altura de Uruguay, de una revista cuyo nombre era precisamente Los Libros, fundada por Héctor Schmucler en 1968. Por casualidad yo no estaba en esa oficina, a la que iba todos los días. Me cuidó Manuel Gestal, un librero de Galerna que esperó mi llegada para contarme lo que había pasado. A diferencia de lo que había predicho José Hernández, el libro no impedía que se llovieran los ranchos; más bien, todo lo contrario. Cuantos más libros, más se llovían.
En Berlín o en París, el transporte público parece una sala de lectura; en los subterráneos de Buenos Aires hoy casi nadie viaja leyendo libros. Se leen mensajes de texto y diarios gratuitos. Los expertos en comunicación y cultura nos informan, con puntualidad benevolente, que hoy se lee de muchas maneras, en los diversos tipos de pantalla.
Pero en los vagones porteños debo de haber visto no más que un par de ipads.
Cuando sube al subterráneo el muchacho con su librito de poemas fotocopiado y abrochado, nadie le presta atención. Lo reparte entre los pasajeros. La mayoría ni lo hojea, como si le acabaran de entregar un paquete de obleas que debe devolver sin uso.
Convengamos que resistirse a hojear ese librito no es una ofensa dirigida solo a quien lo reparte. La mayoría tampoco hojea Hecho en Buenos Aires, cuando algún vendedor hace su trabajo. Me quedo pensando cómo es posible no sucumbir a la que para muchos fue siempre una tentación fatal: hojear el libro que se tuviera a mano.
No sucede esto, por cierto, con quienes van a leer a las librerías que, siguiendo la estrategia de ventas inaugurada en Estados Unidos, disponen de salones de lectura entre los estantes. Allí se amontona la reserva genética de los últimos lectores de libros y también allí ha perecido el gen de los ladrones de libros, una especie que la seguridad magnetizada ha condenado a la extinción o a los desafíos excepcionales. Hace treinta años, algunos intelectuales eran expertos en este arte; los libreros del centro de Buenos Aires los conocían porque, cuando venía la buena, también eran excelentes clientes.
Memorable es el caso de quien había inventado una bolsa de tela, que llevaba colgada del cuello debajo de un elegante impermeable a lo Bogart. Allí fueron a parar, de uno en uno, todos los tomos de la obra completa de Herder. Una verdadera maravilla del arrojo y el método.
Por Corrientes, por Florida, hay libros tirados en la vereda, junto a los collarcitos y los cinturones “artesanales”. Imposible dejar de mirarlos con la ilusión de que allí se encontrará algo verdaderamente valioso que se nos pasó por alto o, mejor aún, ese incunable de la actualidad: el libro publicado el año anterior sin éxito. Esa es la pieza verdaderamente difícil.
Hace treinta años, las grandes librerías de Buenos Aires, y muchas de las pequeñas, todas dirigidas por sus dueños que ignoraban la idea misma de la “cadena”, tenían paredes y sótanos con ediciones de los últimos años. Era legendario el stock acumulado por Carlos Damián Hernández, dueño de la librería que, transformada, hoy sigue llevando su apellido. Lo custodiaba Yolanda, una mujer hirsuta y conocedora.
Hoy los libros son sometidos a una rotación vertiginosa: servicio de novedades, exposición de dos o tres semanas, obsolescencia y, después de un año, librería de saldos. Las editoriales rematan los libros que meses atrás pensaron que podían ser un batacazo. Juegan a que un solo título las salve de veinte o treinta libros que después no quieren ni ver.
Los libreros exponen lo que reciben; agobiados, a veces ni abren los paquetes. Se les corta la cabeza a los libros del primer trimestre en el segundo.
Dos libreros jóvenes de la ciudad de Santa Fe (la librería es Palabras Andantes y queda en la zona saeriana de la ciudad), me dijeron para presentarse: “Tenemos una librería de verdad, sin best-séllers”. No quise creerles y viajé para comprobarlo. Era cierto.
En Santa Fe habían levantado una línea de frontera y sostenían un desafiante “No pasarán”. Fue también una sorpresa, hace dos años, encontrar en el pasaje Russell de Palermo, una librería de viejo que, en vidriera, tenía la primera edición de Lolita , la de la editorial Sur. Y adentro exactamente lo que yo estaba buscando: unos libros de la colección “La pajarita de papel”.
Pero, salvo algunas pocas librerías refinadas, las de Buenos Aires se parecen todas. La queja es, sin embargo, de privilegiados. Hay ciudades argentinas donde ya no queda ni una librería. Se ha destruido una escena que dio grandes textos.
El primero de Roberto Arlt lo presenta como empleado de una librería, un adolescente alucinado por los libros de ocultismo. El catálogo de los libros que Borges legó a la Biblioteca Nacional, publicado hace muy poco, permite comprobar el circuito de las librerías borgeanas: Mitchell’s, Mackern’s, donde podían encontrarse libros ingleses, las cuatro librerías alemanas. Yo misma recuerdo Leonardo, la librería italiana sobre la bajada de la calle Córdoba: su sótano estaba repleto de tesoros. Y Galatea, sobre Viamonte entre Florida y San Martín, donde no era preciso tener una tarjeta de crédito internacional para comprar todos los libros franceses que hoy flotan en Internet.
O ni siquiera comprarlos, leerlos allí y espiar el desfile de celebridades intelectuales, como hoy sucede en Eterna Cadencia o La Boutique del Libro, donde los escritores se materializan tomando café frente a su público.
La “zona libro” se trasladó de Corrientes a Palermo, con un puente apoyado en ambos extremos del mapa: Prometeo.
Estos cambios quizá contribuyan a explicar el auge de nuestra Feria del Libro (más popular, pero mucho más popular, que otras ferias en otras ciudades donde se venden más libros). Se la visita una vez por año, como quien se hace un indispensable chequeo médico.
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