Publicado en la revista Sud, nº 69-70, de junio de 1987, el siguiente artículo de Laure Bataillon presenta una perspectiva excepcional de lo que fue su trabajo como traductora de Julio Cortázar. La versión que aquí se ofrece es de Florencia Baranger-Bedel.
Traducir a Cortázar con Cortázar
Cuando a finales de los años cincuenta me embarcaba en una estrecha colaboración con Julio Cortázar para traducir sus obras –en aquel momento se trataba sólo de un texto: Bestiario – no sospechaba que me iría encerrando poco a poco en una concepción muy particular de la traducción que intentaré difícilmente transmitir a continuación.
Si había tomado la decisión de pedirle ayuda –y en forma constante– a Julio Cortázar, era que ya sabía, por tratarse de mi quinta o sexta traducción de otros escritores, que sólo el autor sabe lo que oculta detrás de las palabras y que sólo él es capaz de develar –en el caso de Cortázar, ¡no siempre!– sus oscuridades. Tener el escritor al alcance de la voz, para una obra permanentemente escrita al borde del sentido y de las palabras, era sin duda una suerte extraordinaria. No hubiera sido razonable desaprovechar la ocasión. Aún más cuando veía en aumento el número de nuevas dificultades que venían a agregarse a lo que ya conocía del español. Para empezar, se trataba del español de Argentina y además del de Julio Cortázar y, en Julio Cortázar mismo, aparecieron variantes de una obra a otra.
Interrogar largamente a Julio Cortázar acerca de la ceremonia del mate, los infinitos recursos del zaguán o los de la esquina o el patio, era hacer un indispensable viaje al país, y que mejor ocasión, al país de Julio Cortázar. Hacer hablar a Cortázar acerca de una resistencia de su texto a mi comprensión, hacerlo resucitar el estado que había presidido la escritura de tal o cual pasaje de un cuento "fantástico", era intentar tomar la oscuridad por el revés, sino para aclarar su resultado en francés, al menos para no gravarla de una opacidad producto de un sinsentido o un contrasentido. El giro elíptico que toma el pensamiento de Julio Cortázar en sus cuentos, o en otros casos, la dispersión de ese pensamiento para dar cuenta de lo que él llamaba el tejido intersticial, esta captación del mundo a la manera pre-socrática que le era tan afín, eran generadores de nebulosas que agarraba al vuelo y era entonces que tenía que recurrir a la "comprensión periférica" con Julio Cortázar.
En el caso de Persio en Los Premios: arduo trabajo de desciframiento porque, para entenderlo desde el comienzo, hubiera debido poseer la misma cultura, enorme, proteiforme, que el autor y estar inmersa en ella. Luego la necesidad de olvidar este trabajo para deslizarse bajo la piel de ese mago y hacerlo pensar en francés con la (misma?) flexibilidad que en español. Flexibilidad que implica comprensión y no explicación, pero no se puede traducir sin entender.
Los resultados de este trabajo en resonancia son evidentes, los peligros se me aparecieron mucho más tarde y gracias a intervenciones externas.
En cuanto a las ventajas: aclaración autorizada de oscuridades notorias; aceptaciones, rechazos o cuestionamiento sobre la audacia de alguna traducción; acentuación del texto (ritmo, sonoridad) en concordancia con el oído del autor: ventaja de doble filo en este caso, ya que Julio Cortázar nunca dudaba en empujarme más allá de lo que su texto autorizaba, así surgiera de mí o de él la duda (el saber traductor de Poe, Keats y Queneau me confirmaba en esta opción). Me referiré a su atención al ritmo, fundamental en los cuentos breves. En cuanto a la sonoridad, la siguiente anécdota: me reprocharon una vez el no restituir en el mismo orden las sucesiones de palabras de Julio Cortázar. ¿Acaso no entienden que para un escritor tan sensible al oído que en cada palabra escuchaba todas las partes de la orquesta, nuestra sempiterna e final en francés, que ningún acento en la palabra puede elevar, resultaba de una palidez extrema y que cuando podía , al final de la frase, sobre la última tónica, tener una vocal algo más colorida, estaba sirviendo a una preocupación mayor de Julio Cortázar?
En sus cuentos, donde la métrica de cada frase tiene su importancia, llegó incluso a pedir que se agregue una palabra si sentía que la frase no era "redonda", o a elegir una palabra más larga al final– que el español había ubicado al comienzo- o una palabra más sonora.
"Porque me suena" decía con frecuencia cuando "esta francesita demasiado racional" (¡y yo que pensaba no serlo!) lo interrogaba acerca del sentido. "Porque me suena bien al oído". Exigencia del músico que no está reservada sólo a los poetas. La narración no escapa al ritmo, a la sonoridad, la rigen a veces de manera tiránica aunque más secretamente.
Es por eso que para traducir a Julio Cortázar es preciso, a mi entender, dejar que el texto produzca en uno una porosidad. Este es el precio que dio vida a la mayoría de estas páginas. Lo previo a este estado requiere muchos tipos de lecturas. No hace falta aclarar que no siempre se alcanzan. Julio Cortázar repetía siempre con respecto a sus cuentos: "No sé si soy yo quien los escribe o si es mi máquina." Esta escritura espontánea, por no decir automática, (en el sentido que la entendían los surrealistas) no "pasa" tal cual en francés. Las mejores equivalencias hay que buscarlas por el lado del ritmo y la sonoridad. Conviene no rasgar este tejido frágil y primordial.
Como un intérprete musical, el traductor toca el texto inicial desde sus entrañas, su corazón o su cabeza. Ay de él si se equivoca y toca de manera cerebral, por ejemplo, un texto "visceral".
Ritmo y sonoridad, pues, déspotas absolutos. Julio Cortázar me explicó, mucho antes de haberlo escrito, por qué era absolutamente necesario que nada detenga al lector en el crescendo de un cuento breve. Esta intensidad, decía, es la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos, explicaciones o frases de transición que la novela requiere. Está claro que el traductor debe cernirse a igual rigor, evitando exotismos que pondrían en riesgo la emoción ascendente que avanza sobre el lector. Ahora bien, resulta fácil practicar el exotismo, a veces se logra con sólo serle demasiado fiel al texto. Fue por eso que, para servir a la causa, en un cuento (Después del almuerzo, creo), un tero aparece transformado en lechuza porque Julio Cortázar no soportaba la idea de que el lector se distrajera con un ave desconocida arriesgando preguntarse, aunque más no fuera por un momento, cuál era su forma o su canto cuando se estaba definiendo algo fundamental. Es probable que "tero" no vuelva a reaparecer en una futura traducción a manos de alguien poco atento a las exigencias del cuento breve. Aquel tero y tantos otros que todavía recorren el conjunto de la obra en francés.
Por ejemplo éste: a Julio Cortázar le producían horror las notas al pie, el mismo horror que a mí (lo cual no es poco decir y lamento las poquísimas veces en que me permití ponerlas). Es por eso que habíamos adoptado, de común acuerdo, el sistema de incisos agregados a la frase para situar algunas palabras o expresiones. Recuerdo al azar, en Rayuela, Oliveira cuenta que tiene un hermano rosarino. Ahora bien, Julio Cortázar no quería poner "de Rosario". No, para estigmatizarlo, debía quedar rosarien y Julio agregó "como si dijera bordelés" (ideas que un porteño-parisino se hace de la provincia…). Conservamos la fórmula y algunas páginas más adelante, tuve ocasión de volver a aplicarla, adaptándola a las circunstancias de las conmovedoras "chinchulinas".
El peligro de navegar en aguas de excepciones, tan propicias a los hallazgos, me sucedió por primera vez cuando en 1970 leí de la pluma de Carlos Fuentes que Julio Cortázar era el Bolívar de las letras latinoamericanas y Rayuela uno de los grandes manifiestos de la modernidad de América Latina. Tener que responder frente a la posteridad de semejante "monumento" me cargaba, pensaba yo, de una enorme responsabilidad. Por aquel entonces tenía la inocencia de creer que una traducción se hacía de una vez y para siempre y que siendo así había que dejar la vida en ella. Emprendí mi trabajo con mayor seriedad aún sintiéndome menos "cómoda". Volví a hacer desde una óptica completamente diferente las diez primeras páginas de 62 que había empezado a traducir. La observación enojada de Julio Cortázar: "No escribo así, yo" me llevó a interrogarme largamente acerca de la manera de ser "realmente" fiel en traducción.
¿Pero qué conclusión sacar, qué hacer para mejorar, cuando lo escuchaba a Julio Cortázar decirme acerca de un pasaje hermético al tiempo que yo misma lo pensaba: "Esto yo no lo hubiera escrito así en francés"? Como persistía en mis dudas, hice la experiencia de darle a leer un pasaje de El libro de Manuel que me parecía oscuro, a un argentino familiarizado con la obra y a un francés amante de la obra de Cortázar. El primero consideró que el pasaje "no presentaba problemas" , el segundo no entendió nada. No es que el español se entienda más que nosotros con medias palabras, pero supone sistemas de elisión que le son propios y que se nos escapan (nosotros tenemos otros) como se nos escapa a nosotros una frase con demasiadas desviaciones. ¿Dónde residiría la traición en las decisiones traductológicas que adoptaría? Opté por la paráfrasis leve, ya que ofrecer un texto confuso en reemplazo de uno claro me parecía el colmo de la inexactitud. El postulado que apunta a ubicar al lector meta en el "mismo" estado que el lector original me parecía discreto, en el sentido español del término: "sabio", y en el sentido francés; sirve en efecto sin llamar demasiado la atención a la noción de placer, que en la mayoría de los casos acompaña la lectura y que se tiene tendencia a veces a olvidar en la operación de traducción.
La segunda alerta –referida al peligro de esta traducción-colaboración "al descubierto", sin "garantías previas" – me vino del lado de los estudiantes, tanto franceses como extranjeros de países francófonos que debían realizar estudios o tesis sobre Julio Cortázar. Querían saber todo, con razón o sin ningún tipo de criterio, desde : ¿cómo surgió el glíglico francés?, hasta un cuestionamiento palabra por palabra. Gracias a un enorme esfuerzo de memoria fue que pude recuperar algunos de mis procedimientos, y sólo algunos. Así, cada vez más me fui convenciendo de que es necesario preservar un rastro racional de las propias elecciones para que éstas no parezcan arbitrarias –aunque no sea casi nunca el caso, aun cuando se efectúan de manera inconsciente- y para que el acto traductor, ya tan expuesto a ser escamoteado, no se evapore a medida que se realiza. Pero en los años sesenta, era lo último en lo que podía pensar en ese clima de juego, risas, chistes que manteníamos entre los dos y a los que a veces se sumaban Aurora Cortázar y Philippe Bataillon y que se continuaba solitariamente durante la redacción final. Fue en aquellos tiempos que me convencí del irremplazable valor de los "diccionarios vivientes". Nunca me resultó tan útil interrogar gente como para traducir a Julio Cortázar, escritor pletórico, capaz de todos los registros. Pedía, entonces, sinónimos a los cuatro vientos. Durante días, perseguía a los habitantes de la casa y a los familiares que venían, hasta encontrar la palabra, la expresión que sentía debía ajustarse más. Fue así que obtuve (¡que obtuvimos!) grandes victorias sobre lo inexpresable-en-traducción y la creciente convicción de que en una lengua todo se puede expresar (al menos en el par español-francés), que la única limitación es la nuestra que hay que suplir por todo tipo de estrategias antes de declararse vencido.
A pesar de este ardor en el trabajo y estas diversas maneras de hacer, me tomó un largo tiempo sentirme en terreno conocido con la obra de Julio Cortázar. De hecho, quien ha traducido Las armas secretas no está preparado para traducir Cronopios y el que sufrió con Manuscrito hallado en un bolsillo podría encontrarse desprovisto de recursos frente a los innumerables diálogos de Rayuela o El libro de Manuel. El juego de diversos registros de un libro a otro exigían un estado de alerta constante y un aprendizaje permanente para rehacer sus frases. Se habrá ido dejando planteado un último enigma a sus traductores. Insoluble, por cierto, y negro, como es negro también el relato que lo contiene: "Satarsa", en su último libro de cuentos: Deshoras. Ya no estará para ayudarme a resolverlo –la clave siempre es lanzada a las aguas de la escritura- pero tampoco para ayudarme a reír burlándose de mí y de él. Seguiré teniendo, como me lo dejaba siempre puesto, el freno, pero ya no sus alas en los talones que él sabía dar para incentivar la invención. Repetía a menudo a modo de proverbio: "La lucidez es la lucidez." El que no juega no encuentra. Y en este caso: no encuentra el tono. Habré ganado al menos en ese juego una exaltación de creador –me atrevo a no usar comillas- y sin lo que sin duda otorgó a sus traducciones esa impresión vital y de felicidad que algunos tuvieron el buen tino de reconocerle. Porque lo que intenté establecer, primero inconscientemente luego de manera cada vez más consciente, invitando a Julio Cortázar al francés, fue ese parecido que depende de actitudes, de entonaciones, de movimientos maquinales, todo ese infralenguaje que logra un ser viviente más vivo, a mi entender, que su copia física exacta.
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