jueves, 5 de enero de 2012

¿De veras existe un bien común?



El  de 23 de diciembre pasado, Belén Santana publicó en El Trujamán las siguientes reflexiones que deseamos compartir con los lectores de este blog.



El traductor literario como gestor de expectativas

Hay quien opina que se debe traducir sin pensar en un lector ni en un editor concretos, ni mucho menos en el autor (uno de los chascarrillos que más circula entre los traductores es que «El mejor autor es el autor muerto»). Pero como todo en la vida, una cosa es lo que debe(ría) ser y otra, lo que es. Si asumimos la traducción literaria como una actividad inmersa en un contexto de redes de relaciones sociales que se amplían gradualmente,1 como hacen quienes postulan un giro sociológico dentro de los estudios de Traducción, habrá que considerar factores a priori extratextuales que, sin embargo, pueden influir en el traductor a la hora de tomar sus decisiones. Dicho de otro modo: se trata de reflexionar sobre el porqué y el para quién de una traducción literaria y estimar si ello repercute en las decisiones del traductor.

En lo que respecta al porqué de una traducción (que no retraducción) literaria, es sabido que las razones que llevan a una editorial a publicar un libro son de diversa índole. En el caso de obras contemporáneas, la traducción suele estar motivada por el éxito de ventas del original, de sus traducciones a otros idiomas o de otras obras traducidas del mismo autor; en el caso de los clásicos (modernos o no), el nombre del autor puede ser interpretado como una garantía de éxito, entendido éste no necesariamente en términos pecuniarios; también se debe considerar la influencia de lo que podríamos llamar «modas», que harían indispensable, por ejemplo, tener en el catálogo un autor que escriba en esperanto; y, por último, estarían aquellos autores más minoritarios que son vertidos a otra lengua a propuesta de un traductor, que haberlos, haylos.

En lo que concierne a determinados autores clásicos y a ciertos idiomas, es imprescindible mencionar la importancia de la subvención institucional, pues de otro modo no se traducirían. En estos casos podemos afirmar que los editores saltan «con red» para descubrir un tesoro oculto y, si no obtienen grandes beneficios económicos, al menos ponen a disposición de los lectores una obra relevante que revierte en el prestigio de la editorial en cuestión.

Es en este punto donde la figura del traductor cobra especial relevancia, no ya como emisario entre dos mundos, sino como gestor de expectativas: las suyas propias, las de la editorial, las del autor (si estuviese vivo) y las de los lectores. Cabría objetar que el traductor bastante tiene con tomar sus propias decisiones como para pensar qué esperan los demás, pero creo que hay factores como tipo de editorial (grande o pequeña) y de lector (imaginario o real), personalidad del autor (más o menos intervencionista), tipo de edición (comentada, anotada, bilingüe) que pueden influir, de modo consciente o no, a la hora de tomar decisiones de o relacionadas con la traducción.

Basten como ejemplos la necesidad de asumir una terminología heredada para traducir un volumen que forma parte de una serie con la que el lector ya está familiarizado, la conveniencia de asistir a una reunión convocada por el autor o suscribirse a un foro creado por él para resolver las dudas de sus traductores, o la posibilidad de incluir algún tipo de paratexto en la traducción. Sugiero por tanto que traducir significa no sólo tomar decisiones, sino también gestionar las expectativas de quienes intervienen en el proceso de elaboración del libro, empezando por uno mismo. Tiendo a pensar que, en el mejor de los mundos posibles, esto es mucho más fácil de hacer entre varios si se cultiva una buena relación entre todas las partes con un objetivo común: lo mejor para el libro y, por ende, para los lectores.

(1) Jones, Francis R. (2009): «Literary Translation». En: Baker, M. / Saldanha, G. (Eds.): Routledge Encyclopedia of Translation Studies. Londres y Nueva York: Routledge. 152-157. volver

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