En 2002, Javier Ortiz García, de la Facultad de Lenguas Aplicadas de la Universidad Alfonso X el Sabio, publicó el siguiente artículo en Quaderns. Revista de traducció Nª 8. Hoy lo reproducimos. (Se recomienda asimismo consultar la entrada que sobre el mismo tema se publicó en este blog el 25 de junio de 2009.)
Samuel Beckett se traduce a sí mismo
Tradicionalmente utilizamos dos epítetos para medir la calidad de las traducciones teatrales: «fiel» y «buena». El primero se aplica para tasar cuán adecuadamente ha seguido el traductor el sentido o el espíritu del dramaturgo. Por el contrario, «buena» se utiliza como término genérico para valorar tanto lo que esa fidelidad nos cuesta en términos dramáticos, como la fluidez del idioma; es decir, el valor inherente que adquiere como obra en el contexto teatral. Como una especie de apunte semi-intelectual, estos términos nos permiten elegir entre diversas traducciones, quejarnos de la escasez de buenos trabajos o elogiar las escasas que nos parecen «buenas».
Buena y fiel. Fiel y buena. A pesar de su ambigüedad, estos dos términos pueden facilitarnos vagamente la tarea de la comparación. Por ejemplo, el término «fiel» se utiliza tan a menudo para describir cierta inclinación a la literalidad en la traducción (traducción palabra por palabra), como para sugerir una lealtad primordial al espíritu de la obra. El término «buena» no es menos equivocado que «literal»: las combinaciones y permutaciones de valores que puede llegar a adquirir son incontables.
Tampoco nos aclaran mucho estos términos en cuanto a las proposiciones y metáforas que controlan el trabajo del traductor. Es curioso que incluso en su sentido más primario la traducción lleva un fuerte componente de fe. Pero más allá de una intuición alusiva, la «fidelidad» sólo nos pone sobre aviso de la tarea del traductor que requiere de alguna manera una adhesión rigurosa a algo no especificado y, quizá, tampoco específico.
Nuestra matriz lingüística nos niega la oportunidad de considerar los medios a través de los cuales el idioma crea el efecto dramático. Desgraciadamente, para algunos de nosotros la traducción es la única cuestión que nos fuerza a considerar el modo en que las obras teatrales adquieren significado a través del lenguaje. Nuestras opiniones sobre la naturaleza del lenguaje y su funcionamiento implican, por necesidad, creencias en teorías mucho mayores sobre la naturaleza del lenguaje y su función en el teatro, por lo que nuestras ideas sobre la traducción son como sextantes con los que marcamos nuestra posición en un horizonte muy amplio. Es sólo el respeto que nos merece la traducción (volver a soñar el significado de una obra en un segundo idioma) la causa que nos lleva, al menos, a considerar el sueño original.
Eric Bentley |
En su artículo “How free is too free”, Eric Bentley se ocupa de la trillada noción de «fidelidad» y, al defender su propia obra, intenta encuadrarla en una teoría de la traducción. El tipo de fe del Antiguo Testamento que él establece como modelo es precisamente el dogma paradójico que Kierkegaard demanda en su Guerrero de la Fe. Al presentar al traductor como «un mortal enfrentado a una tarea cuasi-divina» (Bentley, 1986: 5), Bentley está construyendo un marco a través del cual podemos ver al traductor volcado en sus diccionarios y casi justificando sus posibles errores al diseccionar la sintaxis del trabajo del maestro. Aunque mantengo con Bentley una fe quijotesca en la traducción que busca trasponer textos dramáticos en nuestro propio idioma, nuestro orgullo desmesurado nos lleva al límite de nuestras posibilidades, porque la traducción como tal está en muchos casos implícitamente más allá de nuestra capacidad:
La traducción perfecta sólo la puede hacer Dios —porque sólo Él conoce los dos idiomas a la perfección y sólo Él tiene el don divino de expresar lo mismo en los dos idiomas; es decir, que solamente algo dicho por Él en un idioma significará lo mismo para el lector/espectador de otro diferente (Bentley, 1986: 5).
Al comienzo (el traductor) debe aparecer omnisciente y todopoderoso, controlando los dos idiomas y los dos públicos en cuestión; debe ser Alfa y Omega, la A y la Z simultáneamente. Además debe tener el poder de destruir y reconstruir civilizaciones, ya que para traducir debe estar preparado para llevar a cabo dos milagros de transformación. No sólo se deben transformar los idiomas, sino que además los estados mentales, espirituales y emocionales de la sociedad para la que la obra se traduce deben aparecer exactamente igual que en los de la sociedad en la que el trabajo apareció en su origen. Sólo en caso de que este doble movimiento se consiga, la nueva versión será entendida con la misma precisión por los dos públicos. Bajo estas premisas, no quedaría otro remedio que aceptar el hecho de que la traducción sólo podría ocurrir por un acto divino. ¿O no? Porque si nos preguntamos escépticamente si el mismísimo Dios podría escribir una obra tan enraizada en su cultura que ni siquiera Él podría traducirla, habría que responder afirmativamente. Y Bentley admite que existen problemas a la hora de traducir (temporales o socio-políticos, por ejemplo) que requerirían milagros análogos a los divinos.
Debido a nuestra inevitable imperfección, Bentley aduce que «un humano no puede hacer una traducción perfecta, ya que un idioma no ofrece los equivalentes estéticos exactos a los de otro idioma» (Bentley, 1986: 7). Al enfatizar el valor de la palabra «estético» y su consecuente definición de la «dimensión estética» como «todo aquello que surte algún efecto» (Bentley, 1986: 7), Bentley nos lleva a una revisión del modelo de traducción, a fin de hacerlo más accesible al mundo real. Al limitar el alcance del traductor al significado denotativo del texto, Bentley intenta escapar al problema del significado connotativo; al reducir nuestra responsabilidad incluyendo sólo la transcripción del «efecto», trata de llegar al problema del idioma. Esta distinción es crucial para comprender por qué el esbozo de Bentley sobre una teoría de la traducción es erróneo.
Cuando afirma que lo que el traductor quiere capturar es un «efecto deseado» está dando por sentado que todas las obras —en todo momento— están constituidas de efectos deseados para los que el autor encontró objetivos connotativos en su propio idioma. Desde este punto de vista, los escritores no entenderían el idioma como el resto de nosotros; más bien, sus impulsos literarios aparecerían como fantasías moldeadoras, como formas abstractas que se convierten en idioma en el acto de transcribirlos al papel. La labor del traductor es, pues, la misma que la del escritor; llegar a conocer esas formas y reproducirlas en palabras.
Incluso en el caso de que aceptáramos este improbable escenario aparecerían una serie de supuestos igualmente difíciles de admitir. Entre ellos quizá sea el más importante la creencia de que el «original» es enteramente la creación consciente de su autor; es decir, que el escritor conocía cada uno de los «efectos deseados» y laboriosamente estableció cómo acoplarlos al idioma. Muy al contrario, Bentley se vería forzado a creer (en contra de su voluntad, creo yo) que ni la intención subconsciente del escritor ni la naturaleza y estructura del idioma en el que escribe pueden tener una relación con la «dimensión estética» de la obra de arte.
Por último, la idea de «efecto deseado» requiere un gran énfasis en la producción del resultado. «Haz que el público se ría; que llore; que se sienta bien… perohazles algo», dice Bentley (1986: 9). Esta mentalidad de show-business insiste en que no sólo perdemos sentido poético en la traducción, sino que también abandonamos su propósito por completo. Además, implica que el comercio esencial sobre el escenario se basa en el intercambio de un dinero por unas comodidades que incluyen todo, pero que no se pueden interpretar ni analizar. Al insistir en una relación cerrada entre «significante» y «significado», Bentley establece una teoría de la traducción que niega el mismo arte teatral; las buenas obras teatrales nos dejan sumergidos en ellas, no se nos echan encima.
El problema central de su teoría de la traducción es la localización del significado del texto según las intenciones del autor. La fe ciega de Bentley en la capacidad del escritor para conocer sus intenciones contradice aquélla más profunda en el idioma mismo y en su capacidad creadora. Como cualquier otro género literario, los textos dramáticos no son ideas platónicas meramente transcritas en papel; ni siquiera su significado existe fuera del idioma en el que fue escrito. Como ya hemos visto antes, pensar así es un error. La verdadera complejidad de los problemas inherentes a la traducción sólo afloran cuando comprendemos que las estructuras de los idiomas forman parte de la escritura.
Siguiendo con este mismo contexto, se pueden comparar los dos idiomas en cuestión con los dos ladrones entre los que el traductor es crucificado. Da la impresión que un idioma es un ladrón que, en contra de nuestra voluntad, se escapa con todas nuestras intenciones. Al tiempo que tratamos de pasar el botín de uno a otro, los ladrones parece que trabajan al unísono: mientras prestamos atención a uno de ellos, el otro nos deja sin blanca. A pesar de que nosotros, los traductores, estamos dispuestos a entregarnos por el bien de la traducción, nuestros esfuerzos son baldíos y, sin un modelo de salvación, los tres nos extenuamos. ¿Es posible, pues, la traducción?
Probablemente Samuel Beckett es el escritor y el traductor más cercano a la posición divina que Bentley describe. Creció siendo el inglés su lengua materna, aunque después de sus primeros escritos prosaicos, eligió escribir la mayoría de sus obras en francés. Además, desde muy temprano en su carrera emprendió las traducciones de sus propios libros. Conocía los dos idiomas tan perfectamente como podamos imaginar y, por supuesto, comprendía sus propias intenciones de las que era consciente y, presumiblemente, mantenía los mismos ideales al traducir una de sus obras que cuando escribía el original.
Sin embargo, sus obras son diferentes en muchos aspectos en su versión inglesa. En primer lugar, siempre son más cortas. Por ejemplo, en Waiting for Godoy Beckett eliminó dos secuencias musicales relativamente largas. La versión francesa de Endgame nos ofrece bastante más información sobre el chico al que Clov espía por la ventana que la traducción inglesa. La versión inglesa, más desoladora, se niega a ofrecernos esperanzas de futuro.
Por lo general, las traducciones de Beckett son incluso más escuetas, más rigurosas en cuanto a la economía estilística que las versiones en francés. Cuando en Endgame Hamm le pide a Clov «unas palabras» para concluir, éste le responde con una canción en tono sarcástico en la versión francesa; al traducir el texto, Beckett reduce el aspecto de vodevil y pone en boca de Clov su última e inexpresiva intervención. El aspecto más cómico, más disoluto del francés desaparece en el acto de la traducción; cualquier atisbo de regocijo que los personajes pudieran tener en sus representaciones francesas aparece erosionado y casi envenenado en inglés.
¿Por qué ocurren estos cambios? ¿Qué le lleva a Beckett a manosear escritos que ya de por sí son obras maestras? ¿Por qué se molesta incluso en traducir sus propios libros? Parte de las respuestas a estas preguntas radica en la propia naturaleza del proyecto de Beckett y en la razón por la que dejó de escribir en inglés: «El verdadero propósito por el que empecé a escribir en francés fue para empobrecer mi estilo un poco más» dijo Beckett en una entrevista. Un aspecto de este empobrecimiento al que alude Beckett es el menor vocabulario del francés: «en francés es más fácil escribir sin poseer un buen estilo», dijo en la misma entrevista.
Sus ataques al estilo tienen sus primeras manifestaciones en la superimposición de un mundo de vodevil en un paisaje agreste. La naturaleza absurda del musichall en sus obras satiriza todas las pretensiones artísticas, intelectuales y morales. Tal seriedad queda rebajada por el profundo escepticismo satírico de Beckett. Pero ese escepticismo pronto se transforma y las mismas herramientas de la farsa se convierten en los propios recelos del artista. Un segundo y más riguroso asalto al estilo se produce cuando se torna sobre sí mismo: al dudar de su propio material, disminuyen gradualmente las elecciones que baraja. Su insistencia en debilitarse a sí mismo (aduciendo el efecto de empobrecimiento que el francés ejercía sobre él) fuerzan sus reducidas opciones a una brillante economía estilística. En el desarrollo de Endgame podemos ver que desde el borrador original de dos actos (al final de los cuales Clov se marcha) a la más sombría y triste versión de un solo acto en francés, hasta la última versión inglesa se puede observar con claridad la línea trazada por Beckett en sus reescrituras. Endgame nace como una tragicomedia para pasar a convertirse en la traducción del propio dramaturgo en uno de los dramas sarcásticos (aunque divertido) más tristes escritos en inglés.
Ya hemos mencionado que una de las razones fundamentales por las que Beckett escribía en francés era el (relativamente) reducido vocabulario de ese idioma. Comparado con el inglés, sin embargo, las versiones inglesas de las obras de Beckett están escritas con un repertorio incluso menor. Por ejemplo, en Endgame la palabra finished aparece como equivalente de varios verbos franceses. Tiene esa palabra en la versión inglesa un efecto de eco, una especie de valor onomatopéyico que expresa certidumbre sobre lo que va a suceder al final de la obra. Cuando Beckett se obliga a traducir sus obras, se encuentra con la posibilidad de introducir en ellas una «debilidad estilística» incluso más severa. Me atrevería a decir que sus obras no se completan hasta que las traduce al inglés. Es curioso señalar que Beckett ni siquiera volvió a corregir las versiones francesas de sus obras después de escritas ni intentó reeditarlas; simplemente las dejó como borradores.
Mi principal argumento es que las traducciones al inglés formaban una parte integral del desarrollo total de la obra de Beckett. Si él comenzó a escribir en francés para «empobrecerse» literariamente, la traducción de sus propias obras le ofrecía una oportunidad de auto-negación todavía mayor; lógicamente, ésta le permitía una mejor economía estilística. Beckett aprueba la «pérdida» que nosotros suponemos que ocurre en el proceso de la traducción, porque él entiende que no tiene por qué ser una pérdida per se. Si él sale debilitado, la obra por el contrario aparece fortalecida.
Hasta cierto punto Beckett se encuentra en aparente equilibrio entre dos idiomas, posición habitual del traductor. El dramaturgo irlandés es capaz de mostrar una percepción simultánea de dos idiomas que domina, de tener consciencia de los dos mientras escribe. El idioma en el que escribe siempre está, pues, perseguido por el que no aparece. A pesar de que cuida la traducción en algunos aspectos (Voltaire es Berkeley en palabras de Lucky), deja intacta una referencia significativa a la Torre Eiffel. En la versión francesa de Endgame, Nagg utiliza en tono zalamero. Milord en vez de Monsier. Como Ruby Cohn ha señalado, puede que todos los nombres de Endgame giren en torno a la palabra nail. Nell se vería relacionado con el inglés, Clov con el francés (clov), Hamm con el latín (hamus) y Nagg aparecería como abreviatura del alemán Nagel. La única persona con nombre propio sería Mother Peg.
Estas referencias espectrales que aparecen y desaparecen por todo el campo lingüístico demuestran que la traducción es algo infinitamente más complicado de lo que Bentley pretende. Al traducir una obra literaria, a menudo afloran significados adicionales; ahí donde el original parece restringir el significado, la traducción puede, fortuita y ocasionalmente, abrir el texto, desvelando secretos desconocidos en una primera lectura.
Quizá hayamos guiado mal nuestra «fidelidad» en este caso, pero si nos aliamos con el ladrón que debe morir, estamos negando la posibilidad de una vida duradera al que deberíamos salvar. Debemos ser fieles a la nueva obra que estamos escribiendo, no a la antigua que languidece tras una pila de diccionarios. Está claro que Beckett es un caso excepcional que traduce su propia obra y que posee la licencia absoluta de reescribirla si así lo desea. Además, su brillante trabajo como traductor nos sugiere una nueva iconografía para la traducción. El paradigma de Beckett puede llegar a funcionar como un imperativo categórico kantiano: su libertad se postula a sí misma como una «ley universal». Liberados de la recta autoridad que nos hace la tarea casi imposible, nos encontramos ante la posibilidad de hacer nuestras propias elecciones éticas. Después de Beckett nos encontramos con nuestras propias alternativas éticas y estéticas al servicio, eso sí, del texto. Dice Ronald Barthes al respecto: «Un texto está hecho de múltiples escrituras, pero hay un solo lugar adonde se dirigen todas esas multiplicidades, y ese lugar es el lector y no, como en muchas ocasiones se ha dicho, el autor» (Barthes, 1967: 86). Para diseñar aquí un esbozo de una teoría de la traducción que toma al lector o, en nuestro caso, al traductor, como punto de referencia de la producción del significado, sigo a los críticos postmodernos como Barthes. Bentley ve el significado como algo fundamentalmente estático, como una parte de la esencia del trabajo que reside en las intenciones del autor. Yo pefiero argumentar una teoría del significado esencialmente teatral es decir, un significado que ocurre espontánea e implacablemente más que un efecto deseado y buscado de antemano. Donde Bentley encuentra la traducción como una pérdida inexcusable, yo veo una fértil interacción con la obra, una conversación orquestada entre los dos idiomas.
Porque, en último término, la traducción es interpretación, es la culminación de la crítica literaria. Al igual que cualquier lectura de una obra, la traducción es necesariamente una reescritura; en consecuencia, la traducción es una condición, no una opción o una tarea. No existen formas platónicas de la obra que nos exijan una fe ciega en ellas. Lo que sí existe es un texto que uno decide traducir y que ha de ser respetado. Las traducciones fuertes en el sentido de que se sobreponen a otras no pueden tolerar la indolencia. Al igual que una lectura crítica de una obra de teatro desbanca a cualquier otra lectura más débil, así las traducciones más fuertes prevalecen sobre las demás. La libertad en la traducción por la que abogo, irónicamente alineado con Bentley (que escribió su artículo para defenderse de las acusaciones de ser demasiado libre en algunas ocasiones), demanda que el texto original imponga nuestra atención. Estoy de acuerdo con Bentley en lo que beneficia a la práctica de la traducción; nunca se debe dejar sin traducir lo más difícil o lo que es «políticamente incorrecto». Pero la razón de la no omisión de las partes más difíciles o de lo que no nos guste no es que viole o distorsione las intenciones del original, sino que más bien se debe a la fe que tenemos en el trabajo que estamos realizando y al deseo de crear un texto nuevo tan poderoso o más que el que estamos leyendo simultáneamente.
Bibliografía
BARTHES, Ronald (1967). Elements of Semiology. Londres: Cape.
BECKETT, Samuel (1952). En Attendant Godot. París: Les Editions de Minuit.
— (1954). Waiting for Godot. Nueva York: Grove Press, Inc.
— (1957). Fin de Partie. París: Les Editions de Minuit.
— (1958). Endgame. A Play in One Act. Nueva York: Grove Press, Inc.
BENTLEY, Eric (1986). «How Free Is to Be Free?». Theater, 18, p. 4-11.
COHN, Ruby (1960). «Endgame: The Gospel according to Sam Beckett». Accent, XX,
p. 223-234.
Es interesante también ver el camino opuesto: las traducciones que hizo Beckett del inglés al francés. En A piece of monologue, por ejemplo, una buena parte del texto se centra en cómo suena la palabra "birth". Describe la posición de la boca, de la lengua, y confrontado con esto en la traducción, por importante que fuera en el texto, en la versión francesa directamente sacó el párrafo. Por otro lado es la misma subjetividad de Beckett la que va cambiando la obra con los años. Krapp's last tape, originalmente escrita en inglés, la tradujo al francés después con pocos cambios, pero también la fue modificando en sensiblemente en inglés, sin republicarla, a lo largo de las distintas puestas que hizo. Beckett en inglés es un fiel discípulo de Joyce, hasta sus últimas obras, pese a esa declaración pública de querer alejarse de Joyce, de querer no tener estilo. Trabajaba la prosodia con muchísimo cuidado, en obras tempranas como Krapp (de un fragmento en un momento dijo que "si se sacara una sola sílaba de esas líneas, se destruiría el sonido del agua chapoteando al costado del bote"), o en las más tardías como Rockaby, donde cada palabra tiene una función sonora y está escrita como si fuese un poema. La traducción francesa que hizo de Rockaby prácticamente fue una reescritura.
ResponderEliminarLeandro Fanzone