El presente texto de la traductora argentina Elena Marengo (Directora de la Maestría en Traducción de la Universidad de Belgrano, donde dicta el curso de Traducción de Ciencias Sociales) fue leído el el 17 de abril pasado en una de las mesas redondas organizadas durante las Jornadas Profesionales de la Feria del Libro de Buenos Aires , titulada "Miradas sobre el texto". Esa mesa fue coordinada por Mónica Herrero y participaron también Julia Saltzmann y Florecia Verlatsky.
The life so short, the craft so long to learn
Hace ya varios meses, una querida amiga me invitó en nombre de la Fundación El Libro a participar de estas jornadas. Respondí de inmediato que sí, que participaría, aunque no sé bien por qué; sospecho que más por vanidad que por razones más altas.
Más tarde, cuando me puse a pensar con algo de detenimiento en el compromiso que había adquirido con tanta despreocupación, vinieron las alarmas. ¿Qué podía decir yo en estas jornadas? ¿Cuál era mi “mirada sobre el texto”? Peor aún, ¿cuál era mi “mirada sobre la industria editorial”? Y a partir de esas preguntas surgidas mecánicamente del título de la mesa redonda y del ciclo fui cayendo, de a tumbos, en otras más concretas, al menos para mí: ¿qué podía decir yo de la traducción? ¿Qué podía transmitir a otros –los más jóvenes sobre todo– de este oficio que ejerzo hace tantos años? ¿Qué había hecho yo, a fin de cuentas, qué había aprendido arando textos?
Entonces recordé un verso famoso de Chaucer, el comienzo de The Parliament of Fowls, que recoge hermosamente una idea antiquísima en la cultura occidental, idea que Borges atribuye a Virgilio, pero que aparece en otros autores latinos porque viene de más lejos aún, del primer aforismo de Hipócrates por lo menos. A esa idea medular en nuestra cultura y que aún recordamos a veces con la parquedad del latín (Ars longa, vita brevis), Chaucer la expresó así: “The life so short, the craft so long to learn”.
Y la recordé porque eso es lo que sentía, no por la fugacidad del tiempo en sí, que es otro tema, sino porque a la mayoría de nosotros la vida no nos alcanza ni siquiera para dominar un oficio como querríamos. Eso fue lo primero que pensé con respecto a estas jornadas, pero casi enseguida, cuando escribí el verso de Chaucer, se apoderó de mí el duende de la deformación profesional. La versión de Chaucer –que invierte el orden de la formulación latina– me sorprendió porque la vi mucho más apta que el abstracto laconismo latino; más apta por su ritmo cansino, que evocaba para mí más vívidamente la fatiga de los años y, sobre todo, las desilusiones del quehacer y la reconciliación con lo que nos es posible lograr en tan corto tiempo.
Sentí que esa frase era una suerte de respuesta a las otras preguntas, una respuesta en otro sentido: el de una voz venida de muy lejos que no me dejaba sola con mis desconciertos.
Pero después sobrevino lo inevitable: el oficio, la afición por la literatura, la seducción que ejercen las palabras y sus misterios me soplaron al oído otra pregunta más concreta que tal vez puede servir también para responder todas las otras: ¿por qué ese verso de Chaucer me parecía tan eficaz?
Dije que tenía un ritmo cansino, que no es exactamente lo mismo que cansado ni cansador; se inclina más hacia lo despacioso, tal vez lo vacilante, pero acompasado e ininterrumpido. Está ahí el cansancio, imposible negarlo, pero también la permanencia o la terquedad.
Tanta charla, dirán ustedes, para explicar por qué prefería el ritmo del verso de Chaucer. Y es que esa andadura cansina que no cede con todo a la quiescencia es uno de los méritos del verso en inglés, forma parte de su eficacia evocadora y explica, creo, mi repentino interés por él, más allá del tema, que a todos nos mueve y nos conmueve. La impresión cansina de ese verso tiene que ver específicamente con su forma y con el inglés. Veamos.
Si observamos su forma, vemos que está neta y gráficamente dividido en dos partes por una coma; en la primera parte (breve) se habla precisamente de la brevedad de la vida; en la segunda parte (más larga) se habla del oficio o, más bien, de lo mucho que uno tarda en aprenderlo. En otras palabras, la contraposición conceptual, abstracta, se encarna en la forma concreta. O, mirando las cosas de otra manera más productiva a mi parecer, la forma concreta da vida a la contraposición abstracta, la da a luz. No de otro modo pensamos una vez que accedemos al lenguaje.
Ahora voy a destacar otro mérito de la formulación de Chaucer, que al escuchar el verso en medio de esta charla puede pasar inadvertido. Escuchémoslo, pues, aislado:
The life| so short,| the craft |so long | to learn |
|
Desde luego, cualquiera advierte que es un pentámetro yámbico, cuyo pulso es uno de los pilares de la poesía inglesa. Pero hay más. Hay una rama de entonación ascendente ( ↑ ) y luego otra descendente ( ↓ ) en las dos partes que lo integran, pero en la segunda la porción descendente se prolonga (a partir de “so long”), de modo que el complemento preposicional (“to learn”) se pronuncia en un tono de voz muy bajo, muy quedo, como desfalleciendo. Y ese tono se engarza a la perfección con el clima algo quejoso que impregna el aforismo en su versión inglesa.
Y si escuchamos más atentamente aún para desentrañar el secreto de esa eficacia que mencionamos, averiguar cuál es su mecanismo de relojería, advertiremos otro elemento característico de la poesía inglesa, la cuasi aliteración en “so short”, que transforma esas palabras en una especie de suspiro.
˘ ¯ | ˘ ¯ | ˘ ¯ | ˘ ¯ | ˘ ¯ |
The life| so short,| the craft | so long | to learn |
|
Como ya estaba metida hasta el cuello en la marea de las palabras, se me despertó también otro vicio, la adicción a trasladarme de una lengua a otra. Me pregunté entonces: ¿cómo podríamos traducir al castellano el verso de Chaucer? En una conocida conferencia, Borges hace una traducción utilitaria, “literal”, aunque él no se anotaba entre los partidarios de la traducción literal, casi lo contrario. Y traduce: “La vida tan breve, el arte tan largo de aprender”, que está muy bien, desde luego. Pero, ¿cabría mejorar esa versión, mejorarla en el sentido, sí, de “domesticarla”, de obligar a esa idea tan antigua –ajena, sí, pero visceral al mismo tiempo– a vestir más donosamente las ropas del castellano? (Aclaro algo: no es que yo sea partidaria de “domesticar” un texto extranjero, para nada. La posibilidad de hacerlo se me ocurrió como ejercicio, tal vez porque ese aforismo ha pasado ya por tantas lenguas, lleva tantos siglos entre nosotros que podríamos decir que es de todos. Y como es de todos, me sentí autorizada a explorar la posibilidad de expresarlo de una forma más afín al genio de la lengua.) Sin la certeza de arribar a buen destino, siguiendo el rumbo incierto pero fructífero de las asociaciones, una especie de protocolo oral, compartido con ustedes ahora, de lo que se me ocurre y me ocurre ante un texto cuando pienso en su traducción a mi lengua materna.
Por supuesto, lo primero que me vino a la mente fue el comienzo de las coplas de Jorge Manrique:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando
Asociación obligada por el tema, dirán. Por supuesto. Pero no fue exactamente eso lo más importante. Apenas me recité en silencio esos versos inolvidables si los hay, me di cuenta de que no los recordaba por la proximidad del tema clásico de la fugacidad de la vida, el paso inexorable del tiempo. Tampoco se debía a la cercanía espiritual que podría existir entre un castellano del siglo XV y un inglés del siglo XIV, los dos de la Baja Edad Media, los dos anteriores a la Reforma. No. No fueron esos datos históricos o culturales los que convocaron las coplas a mi oído. Fue otra cosa. El pie quebrado. El contraste entre el paso imperioso de los octosílabos iniciales (Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte), que es el de un mandato, y la brusca sordina de los tetrasílabos, que cambian la atmósfera porque alteran el ritmo y el rumbo del pensamiento; son como un desfallecer. Eso, ese síncope del pie quebrado tal como lo usa Manrique en la primera sextilla fue lo que me vino al oído, como un eco de esa rendición o resignación que creía oír en la entonación descendente del “so short” en Chaucer.
Esa fue la primera asociación, sonora como se puede ver. Sólo después reflexioné sobre la época, el tema del tiempo que huye, todas esas ideas más abstractas, que dependen de mecanismos más intelectuales.
La segunda asociación fue más formal, sintáctica si se quiere, pues tenía que ver con el elemento que establece el contraste en la frase de Chaucer, esa casi inaudible partícula so:
so short ….so long
Seguramente –no lo recuerdo– pensé de inmediato: tan breve…. tan largo, como en la traducción de Borges, pero como soy hispanoamericana, enseguida me resonó en el oído algo totalmente extemporáneo en el sentido más estricto de la palabra, algo que no tiene nada que ver con el tema del verso de Chaucer, algo traído por mera analogía formal y auditiva, un dicho de otros ámbitos, con otras pretensiones y otro alcance. Un dicho mexicano que todos ustedes conocen seguramente:
¡Pobre México! Tan lejitos de Dios, tan cerquita de Estados Unidos.
Asociación totalmente descartable pensando en la temática de Chaucer. Sin embargo, quedó resonando. No pude desprenderme de ella. Y, como me seguía repicando en el oído, las asociaciones siguieron esa nueva senda, exclusivamente formal. Me pregunté si en nuestra lengua no convenía comenzar por el cuantificador “tan”. Y traducir entonces:
Tan corta la vida, tan largo de aprender el arte.
¿Cuál era la diferencia entre esta versión y la “literal”? ¿En qué radicaba? Vemos que hay un cambio de orden que implica un cambio de foco: en el original de Chaucer y en la traducción “literal” el tema de la primera parte es la vida; el de la segunda, el arte. Es decir, Chaucer compara la vida y el arte (Vida ßà Arte): esos son los dos temas. Y el rema, lo que se dice de la vida es que es breve; y del arte, que es largo (difícil, lento) de aprender. Con el cambio de orden, el tema de la primera parte es otro: algo muy breve, lo breve tal vez; y el de la segunda, algo muy largo, algo trabajoso. Y sólo luego se dice que lo breve es la vida y lo largo de aprender es el arte. ¿Se justificaba, entonces, la inversión? ¿Había, al menos, argumentos para defenderla? Pensé y pienso que sí. Hay una motivación doble que sugiere la pragmática: en nuestra lengua castellana el cuantificador tan lleva casi siempre énfasis tónico, sobre todo en posición temática. Por eso mismo, en este caso subraya el contraste y no la comparación. Pero hay otra razón más pragmática todavía: en castellano, cualquier frase iniciada con tan parece anticipar una exclamación, mejor dicho, una intención en el decir que no tiene tanto que ver con la exposición de una idea sino con la expresión de un sentimiento, un afecto. En este caso, a mi manera de ver, una especie de lamento seguido de una reconciliación en sordina con la artesanía, el arduo, tal vez interminable, aprendizaje de un oficio.
Por ende, el efecto de poner tan en posición temática no era solo sonoro, tenía que ver con la pragmática de nuestra lengua, estaba vinculado con cómo se formulan en castellano las expresiones de matiz exclamativo. Es evidente que podríamos decir, por ejemplo, Qué corta la vida, qué largo de aprender el arte, sin apartarnos de la idea. Pero, en esta última formulación, pese al orden exclamativo, la frase adquiere para mí un tinte más informativo, pierde intensidad.
Intensidad, entonces, ¿ese era el sentimiento que sugería la inversión temática del verso de Chaucer? Pienso que es muy probable. Y aquí suspendo las asociaciones, que podríamos seguir, sin duda. Dejo planteada la pregunta.
No sé si he respondido a las expectativas de un tema tan amplio como “Miradas sobre el texto”. Mi intención fue contar, transmitir, lo que me sucede cuando abordo un texto: las asociaciones vienen a mí y las dejo venir en su tropel desordenado y muchas veces disparatado. Sólo después intento ejercer una vigilancia crítica.
Para mí ésta que acabo de mencionar es la cuestión fundamental en nuestro oficio y creo que en todos: el lugar (o el momento) que le cabe a la imaginación y el que le cabe a la razón. Así, con este tema del momento de la imaginación y el de la razón, que me parece de suma importancia para cualquier artesano, voy a terminar, según lo explica –mucho más bella y precisamente de lo que yo podría hacerlo– un gran poeta alemán, que cito de segundas fuentes.
En La interpretación de los sueños, Freud cita una carta de Friedrich Schiller dirigida a un escritor de su época, en la que se manifiesta en contra de la coerción que la razón ejerce sobre las facultades imaginativas. Textualmente, Schiller dice:
Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación plástica. No parece provechoso para la obra […] el que la razón examine demasiado penetrantemente y en el mismo momento en que llegan ante la puerta, las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada, puede una idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra posterior la haga adquirir importancia o que, uniéndose a otras tan insulsas como ella, forme un conjunto nada despreciable. La razón no podrá juzgar nada de esto si no retiene las ideas hasta poder contemplarlas unidas a las posteriormente surgidas. […] Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros […] rechazáis demasiado pronto las ideas y las seleccionáis con excesiva severidad.
Creo que nosotros, los traductores, también tenemos que “retirar la vigilancia de las puertas de entrada”, tenemos que abandonarnos a la imaginación y sólo después juzgar lo que ella nos ha aportado.
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