miércoles, 3 de abril de 2013

Qué los zombies no vuelvan a la vida

El traductor español Gabriel Hormaechea Arenaza (foto), profesor y conferenciante de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, publicó la siguiente columna en El Trujamán del 28 de marzo pasado. Véase cómo las “especies en extinción” que él apunta están afortunadamente extintas en el castellano de Latinoamérica. Borges llamaba “cementerio de palabras” al Diccionario de la Real Academia. También decía que escribir bien no era usar todas las palabras disponibles, sino aquéllas a las que, en razón de los contextos, se les podía sacar el máximo de provecho. Con eso liberó la lengua castellana de la pesadez a la que la habían condenado Azorín y compañía. Que los muertos, entonces, entierren a los muertos.

Salvar las especies en extinción

Hace unos días, en una conversación entre traductores, alguien decía que estaba deseando emplear la palabra «paramera» en una traducción, pero que no se le presentaba la ocasión. Y alguien le respondía que ella, por su parte, estaba deseando emplear la palabra «casquivana». Pensé que era bonito ese amor por las palabras en los traductores, amor que es prueba de su vocación y su profesionalidad.

Y al hilo de esa reflexión, pensé que los traductores, muy especialmente los literarios, tenemos la responsabilidad y la posibilidad de darnos el gusto de no dejar morir esas palabras tan expresivas, tan sabrosas, tan coloridas, tan necesarias, que están muriendo víctimas de hiperónimos asesinos o de sinónimos descoloridos y adocenados, cuando no soeces. Algunas de esas palabras son de preciosa construcción, como ya no se fabrican; véase si no ese «casquivana», o ese «despampanante» que le hace a uno ver caer la hoja de parra que cubría las partes pudendas del espectador «despampanado» y que dice tan bien lo que ¡ay! se dice tan frecuentemente hoy de manera tan zafia. Por eso creo que no estaría mal un esfuerzo de atención por nuestra parte a la hora de buscar el sinónimo que conviene emplear, un esfuerzo por no echar mano, acuciados por los apremios del plazo de entrega o el precio del minuto, del más usual. Ello, claro está, si viene a cuento y la fidelidad al estilo y al registro del original lo permite.

Qué placer y qué servicio a la lengua practicar el conservacionismo lingüístico defendiendo especies en extinción a base de emplearlas cuando vengan a cuento. Términos sabrosos como zascandil, bodrio, sofión, fulastre, cuchufleta, capacho, rozagante, periquete, martingala, cate o cochambre, por poner los primeros ejemplos que me vienen a la cabeza, a vuela pluma. Porque hay palabras deliciosas por muchos conceptos, por ejemplo palabras repipis, como retintín, refitolero, tiquismiquis o pizpireta; palabras de curiosa sonoridad, como zarrapastroso, descuajeringado o gaznápiro; palabras con regusto culto, como ordalía, acerbo o adamantino; palabras con regusto familiar como zampabollos, mejunje, morrocotudo, monserga, aturrullar o tolondrón; palabras, en fin, muy eufónicas como albayalde, barahúnda o cornezuelo.

Y no hablemos ya de la vulgaridad que nos invade. Traduciendo un texto de los años cuarenta, propuse «¡qué caramba!» o «¡qué caray!» para traducir el francés pardi!, porque los tres son eufemismos y corresponden, más o menos, al mismo registro. Alguien me dijo que eso hoy no funcionaba, que ahí había que poner «¡joder!» o «¡qué coño!», que es lo que se dice. Pues bien, pienso que no, y me niego a hacerlo. En primer lugar porque el autor utilizó pardi, que no es una grosería, como las traducciones que se me proponían. En segundo lugar porque en los años cuarenta la vulgaridad lingüística estaba mucho menos extendida y era patrimonio de las capas más incultas de la sociedad, a las que no pertenecía el personaje en cuestión. En tercer lugar porque me niego a usar esas exclamaciones asesinas de decenas de exclamaciones sinónimas. No las usaré si el texto que traduzco no las emplea. Me niego a colaborar con el achabacanamiento generalizado.

Contaré dos anécdotas de entre las muchas de las que soy testigo con descorazonadora frecuencia en mis clases de traducción, que dan una idea bastante exacta de cuál es la situación. Un alumno, bachiller de letras por más señas, escribe «putada» en una traducción, allí donde el registro era muy otro. Se lo digo y, muy serio y muy seguro, hasta un tanto altanero, me responde: «¿Y cómo lo vas a decir?». En otra ocasión, propongo traducir la fórmula francesa de cortesía je vous en prie por «no faltaba más» y un zote de entre el alumnado, con todo desparpajo, me espeta: «Eso no lo dice nadie». Tuve que explicarle que eso no lo dirán él y sus amigos, pero que la gente educada lo dice, y que un traductor debe conocer todos los registros para poder transvasar los del texto de partida, aunque no sean el suyo.

Hagamos pues un esfuerzo por no dejar morir palabras magníficas que estamos viendo desaparecer sin ser sustituidas por otras, palabras que agonizan a base de perder matices, color y sabor en la lengua, por el simple mecanismo de sustituir manojos de vocablos por un solo hiperónimo. Conservarlas cuando no ha aparecido otra que cumpla su papel, cuando su posible substituta es una palabra que abarca mucho más campo y matiza mucho menos, cuando ese hiperónimo ahoga muchas otras que parcelan el campo semántico, es un deber y un placer de todo el que escribe. ¡Defendamos las especies en extinción!

1 comentario:

  1. Propongo no dejar que se extinga la palabra socotroco. Y tampoco la palabra zahorí, a la que dio nuevo brillo y extensión Isidoro Blanstein al usarla adjetivada (cf. Balada del boludo: "Seré astuto y zahorí"). (Por semi-rima, recordé también la palabra baladí, que usaba mucho Victorio Codovilla)

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