jueves, 27 de abril de 2017

"Hablemos, discutamos, señalemos. "

Ehrenhaus a punto de tirar piedras
El 17 de abril pasado, Andrés Ehrenhaus firmó en el El Trujamán una respuesta a la columna que Itziar Hernández Rodilla publicó en el mismo medio durante el mes de febrero.

La Trauritgkeit del traductor, una respuesta

De Itziar Hernández Rodilla hay publicado un trujamán,1 y es de los más acertados que he leído. No como yo, que llevo escritos la tira y casi todos fallidos. Como los grandes delanteros centro, tiene una y la mete por la escuadra. En los míos se nota, en cambio, que juego de defensa central: sé despejar balones ajenos pero en el área contraria me embarullo y de cien, si hay suerte, entra uno y de rebote. 

Pero no estamos aquí para hablar de fóbal, me dicen (mentira, no me lo dice nadie, es un recurso retórico para ganar tiempo, y espacio). Estamos aquí para hablar de fútbol. Digo, de traducción. O sea, de lo que dijo Itziar de la traducción y los traductores en su trujamán. Dijo esta verdad: que nos alegramos, aunque sea a solas y en la ducha, del error ajeno. Y que no solemos reconocer, al menos no de un modo explícito y desnudo, el propio. También lanzó valientemente un reto: quien esté (o se crea) libre de haber cometido errores a carradas —dijo— que tire la primera piedra.

Yo la voy a tirar, y la segunda y la tercera, pero no porque me sienta libre de cometer y haber cometido errores a carradas, sino porque me gusta tirar piedras. Eso sí, no a las personas. Para qué, si cuando les das no hacen ruido a lata. Prefiero los faroles. Así que le voy a tirar una piedra a un farol. Por ejemplo, al farol de que no debemos hablar de los errores de la profesión, de que debemos callar cuando un texto que leemos presenta sensibles pifias de traducción, no ya lexicográficas (esos no son errores, ¡por favor!, y además casi nunca se deben al traductor) sino de concepto, de propuesta, de coherencia —incluso, para ponernos moralizantes, de desatención profesional—. Itziar dice bien cuando dice que no debemos afear al traductor palurdo en público; no obstante, los hay que de palurdos no tienen nada y que, como yo por ejemplo, se creen, nos creemos, incuestionables solo porque llevan o llevamos años cometiendo deslices que en ocasiones son tropelías y que, como el dependiente que se sorprende de que el cliente le devuelva un cacharro estropeado antes de usarlo, despachamos los reparos (profundos, insisto, o estructurales; no los de elección de un «zopenco» por un «tontainas») con la frase del siglo: pero cómo, nunca nadie había dicho nada antes, ud. es la única persona que se ha quejado.

Primera piedra tirada. ¿Por qué no poner sobre la mesa y discutir esos posibles errores de enfoque si hacerlo contribuirá a la puesta en juego de los temas que, por complicados, vamos pateando hacia delante hasta que dejamos de verlos y los olvidamos? Hablar de enfoques, erróneos o no, de traducción es hablar de política, y hablar de política es hablar de lo real. La ideología pacata nos ha sorbido el seso; pero lo cierto es que tememos el piedrazo ajeno, por eso dejamos los faroles en paz. Así que la segunda piedra la voy a tirar a mi propio tejado: ¿cómo sé yo que mi propuesta de traducción de, por ejemplo, los Sonetos de Chéspir es sensata si nadie nunca me la ha discutido, nadie me ha señalado dudas o recelos, nadie me ha comentado nada sobre aspectos tan esenciales como el ritmo, la coherencia estilística, la elección del registro? A lo sumo he llegado a los puños con algún colega por el ridículo tema de si endecasílabos o alejandrinos. Qué niños somos a veces.

Hablemos, discutamos, señalemos. Sin miedo, sin miedo, sin miedo, como decía el gran Mario Merlino. Si somos invisibles, es por culpa nuestra. Nos ocultamos por miedo a que nos afeen un adverbio. Pues muy bien, que así sea, que se empiece a hablar sin tapujos de lo Real en la traducción. Dejémonos de metáforas banales. Colega: por qué has hecho esto y no esto otro; dímelo, así aprendo. Uno tiene que saber defender su trabajo, pero saber hacerlo pasa por ponerlo a consideración ajena con humildad. Creemos que la soberbia es nuestro segundo principal escudo (el primero, ya lo dije, es la invisibilidad), pero son corazas de cartón. Esas corazas no nos defienden de la justa ira de los lectores; de eso solo nos defiende la solidez profesional. Ningún premio nos libra de caer al Averno. Ningún antifaz. Además, del Averno se sale.

A mí, cuando un colega se equivoca, no me da Schadenfreude, me da Traurigkeit. Como si me sucediera a mí. Pero no por eso creo que tenga que callarme; no le hago ningún favor al colega y, a la larga, no me hago ningún favor a mí. Sin una crítica rigurosa, desprejuiciada y valiente, créanme pares, la traducción nunca va a ser una profesión madura. Siempre va a depender de la indulgencia ajena. Y eso, hablando en plata, es una ruina.

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