El 23 de marzo pasado, el Administrador de este blog subió y firmó a título personal una entrada a propósito de la AATI, institución que núclea a traductores e intérpretes y que, ante la ausencia de alguna otra instancia similar, evidentemente aspira a representar a unos y a otros. Retomamos ahora el tema, señalando una incongruencia mayúscula que le resta seriedad a los buenos propósitos que la AATI dice tener.
Una institución incoherente
De acuerdo con lo informado por sus
autoridades, sólo el 25% de los traductores asociados a la AATI son literarios
y, de ellos, sólo una parte trabaja en el mundo de la industria editorial. La
gran mayoría de los socios de la AATI la constituyen los traductores
científico-técnicos y los intérpretes. Con todo criterio, Marita Propato, la
actual presidente de la institución, señala que tiene que representar los intereses de
todos los traductores y no sólo de un sector. El objetivo es loable. Sin
embargo, ¿qué pasa cuando el sector mayoritario se opone a que la minoría goce
de los mismos derechos que la mayoría? ¿No estaría entonces la AATI mimando el
mismo gesto antipático que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de
Buenos Aires, que cerrilmente niega incluso el derecho de los traductores no diplomados a llamarse "traductores"? Luego, considerando que se acerca una nueva Feria del Libro, ¿por
qué los traductores literarios no titulados deberían interesarse en las
actividades literarias que promueve la AATI, cuando la institución, al no
otorgarle derechos plenos, los considera de segunda clase?
La cuestión podría ir más allá. Como es
sabido, durante las muchas reuniones vinculadas a la creación de una nueva ley
de derechos para el traductor, surgió la cuestión de qué es un traductor. La
posición un tanto obtusa de muchos miembros del Colegio de Traductores Públicos
de la Ciudad de Buenos Aires a propósito de la necesidad de un título
habilitante, se tradujo en diversas discusiones y en una indignación
generalizada por parte de los traductores literarios. Entre otros, algunos
representantes de AATI que, con muy buena fe, consideraron otros criterios para
reconocer qué es un traductor. Lo paradójico es que, ya en términos
institucionales, la AATI se comporta exactamente igual que el Colegio de
Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires.
Cabe entonces preguntarse, ¿con qué fundamento ético una asociación como la AATI, que distingue en sus
estatutos entre traductores titulados y no titulados, de manera que los
primeros son socios de pleno derecho (voz, voto, participación en órganos
directivos) y los segundos, socios adherentes (voz, no voto, no participación
en órganos directivos), puede apoyar explícitamente un proyecto de ley de
derechos de los traductores profesionales que trabajan para la industria
editorial que, en sus fundamentos, invierte por completo la lógica de esa
distinción? Para la ley en cuestión, “traductor es la persona física que realiza la
traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y
técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación
profesional”. O sea que, a los efectos de esa ley que AATI dice apoyar,
traductor profesional es quien traduce, independientemente de si ha estudiado y
tiene un título oficial de traductor. Es indudable que entre la ley y los
estatutos de la asociación existe una contradicción flagrante; pero la pregunta
inicial no iba dirigida a subrayar esa contradicción, sino a indagar en la
oportunidad y propiedad de un apoyo cuando menos contradictorio.
Se pueden
aventurar varias respuestas.
La más optimista y
proactiva de todas es suponer que la comisión directiva de AATI (o los sectores
más progresistas y proactivos de esa comisión) han utilizado el apoyo a los
mentados proyectos de ley como una cuña para forzar la modificación de esos
estatutos contradictorios, de manera que una vez puesto el techo de la casa los
cimientos no puedan postergarse mucho más.Al anticiparse políticamente al
cambio efectivo, la revisión de las dos categorías sería un hecho consumado y
los estatutos tendrían que atenerse a la nueva situación generada. Ojalá así
sea. Aunque, convengamos, es un criterio arquitectónico un tanto extraño.
También podría ser, sin
embargo, que el cambio de estatutos fuera una meta lejana y, por diversos
motivos, azarosa, y que apoyar un proyecto de ley que los contradice sirviera
de paraguas y excusa, como si se quisiera demostrar la voluntad de poner el
techo pero, a la vez, la imposibilidad de sostenerlo sin cimientos ni pilares.
así, mientras el proceso de redefinición de estatutos se eterniza, la comisión
directiva creería contar con una coartada perfecta: nosotros queremos pero la
realidad no nos deja.
Existe también la posibilidad
de que nadie se plantee de verdad un cambio efectivo de estatutos y que la AATI
jamás vaya a aceptar del todo la libertad de formación como circunstancia real
de la profesión. Ésta sería la opción más necia y regresista, y daría cuenta de
una voluntad de aprovechar, mediante un apoyo descomprometido al proyecto de
ley mencionado, el pequeño filón culturoide de la traducción literaria para dar
lustre a una asociación que, de hecho, descree y reniega de los traductores no
titulados que se dedican a esa rama de la profesión.
Cabe aún una cuarta opción: que
en la AATI no exista un consenso claro ni en una dirección ni en otra, ni una
clara noción de la percepción que tiene el socio respecto de estos temas, y que
el apoyo a los proyectos de ley de traducción sea reflejo de la postura de
determinados sectores pero no de la totalidad de la asociación ni de su
comisión directiva, y que esa discusión interna esté retrasando la renovación
de los estatutos. Si así fuera, esos sectores están librando una lucha desigual
(recuérdese el rechazo explícito de los colegios de traductores públicos y de
algunos sectores docentes a los proyectos) y merecen tanto el reconocimiento
como el apoyo de quienes entendemos que el cambio de estatutos es condición sine qua non para la democratización de
la AATI.
Sea como sea, la ley de
derechos de los traductores no puede estar al servicio de ninguna
asociación, sino todo lo contrario. Al grueso de traductores que trabajan en la
industria editorial los beneficia mucho más contar con un marco legal que los
ampare y regule de manera justa y equitativa que contar con una asociación
privada que simpatice con sus intereses. Bienvenida la democratización de la
AATI si eso contribuye un poco más a que la ley que los traductores necesitamos
sea una realidad y no una mera expresión de deseos frustrados a priori.
Para concluir (e inquietarse), actualmente, la AATI conversa con ACEtt, la cuestionada asociación de
escritores y traductores de España, seguramente para intercambiar experiencias
y crear vínculos. La ACEtt trabaja exclusivamente para los traductores
literarios, quedando afuera de esa institución todos los demás, que, de hecho,
tienen sus propias instituciones. ¿Qué dirá el 75% no literario de AATI cuando
se entere? ¿Dónde está la coherencia de
todo esto?
A modo de aclaración, y por si hiciera falta decirlo una vez más, los actuales miembros de la Comisión Directiva de AATI son personas honestas y muy trabajadoras, que no sacan ningún beneficio personal por su trabajo en la institución. De hecho, se cargan de tareas que emprenden de manera enteramente altruista. Esas claras cualidades se ven opacadas por su falta de operatividad a la hora de realizar la transformación real que todos esperamos.
A modo de aclaración, y por si hiciera falta decirlo una vez más, los actuales miembros de la Comisión Directiva de AATI son personas honestas y muy trabajadoras, que no sacan ningún beneficio personal por su trabajo en la institución. De hecho, se cargan de tareas que emprenden de manera enteramente altruista. Esas claras cualidades se ven opacadas por su falta de operatividad a la hora de realizar la transformación real que todos esperamos.
Jorge Fondebrider
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