Bestiario
Verificar que los
tres volúmenes de cartas que escribió Julio Cortázar (Alfaguara, 2000) pueden
ser leídos como la autobiografía de un traductor es una operación muy sencilla.
Basta elegir, casi al azar, una frase: «Yo, que fui traductor antes que escritor,
tengo autoridad para....» (II, 697) y expandirla a lo largo de 1.821 páginas
porque casi todas contienen alguna referencia a la traducción, el sustento
material de su existencia.
Cortázar empezó a
traducir literatura para aumentar los ingresos que tenía como profesor y,
después de cursar velozmente (en ocho meses) la carrera de Traductor Público,
trabajó en un bufete especializado hasta 1952, cuando dejó la Argentina. Aunque
aquellos estudios (derecho y economía) debieron ser útiles para trabajar en la Ionesco,
la santa madre Unesco y otros organismos internacionales, Cortázar menciona un
magisterio paralelo, el de Vicente Fatone, excelente prosista y filósofo, que
le enseñó lo que llama la «técnica de la traducción» (II, 818). Las versiones
literarias fueron un taller experimental de la escritura; las otras le
sirvieron para vivir y verificar que la realidad imita al arte. El gigantismo,
el anonimato y cierta fantasía delirante propia de los organismos
internacionales aparecen en estas cartas, como en sus relatos, entrecomillados
de asombro. No ser un «empleado full-time, just a happy
free-lance, so help me God!» (I, 380) le permitió ganar tiempo para escribir,
aunque le resultara tedioso (y a veces fascinante) ocuparse de temas
inverosímiles. Aplicar habilidades extraordinarias a algo muchas veces inútil
es una contradicción de la que son conscientes todos los traductores. Forma
parte de una oscura invisibilidad, algo que la ironía de estas cartas muchas
veces ilumina.
Hopscotch
El repertorio de
libros que tradujo Cortázar no es muy extenso. Consta de Robinson
Crusoe (la versión completa) de Daniel Defoe; Memorias de
una enana de Walter De la Mare; El hombre que sabía
demasiado de G. K. Chesterton; El inmoralista de
André Gide; las Obras completas de Edgar Allan Poe y Memorias
de Adriano de Marguerite Yourcenar. Aunque en las cartas no se
comentan estas versiones puede deducirse que no las consideraba ominosas porque
regalaba ejemplares a sus amigos. Más tarde, en cambio, ante una propuesta de
reedición de su Poe redactada entre 1953 y 1954 durante una larga estancia en
Roma, escribió a su sempiterno editor argentino, Francisco Porrúa: «sé veinte
veces más inglés y cincuenta veces más español que en el 53 (...), ese trabajo
se hizo en pésimas condiciones de scholarship,
referencias, etc.,
y exige un buen ajuste» (II, 1059). La naturalidad del comentario revela una
disposición crítica que se multiplica en su correspondencia con los traductores
de su propia obra: Paul Blackburn, Gregory Rabassa, Laure Bataillon. Consciente
de las dificultades del traslado del slang argentino,
corrigió, sugirió, verificó línea por línea, lo que suponía intervenir, en
realidad, en todo el texto. Los enormes paquetes que iban sobre el Atlántico
eran más que una colaboración: formaban parte de un diálogo sobre la forma
final de una escritura que, en el original, Cortázar había cuidado y corregido
con la misma obsesión. Lo cauteloso de su actitud no dependía de la propiedad
de esas palabras. Cortázar parecía creer de verdad en la seriedad intrínseca
del lenguaje, en algo exterior a sí mismo que el artificio de la traducción
debía revelar. Semejante imparcialidad pudo tener muchos orígenes. Podemos
imaginar uno: haber traducido durante un cuarto de siglo textos sobre moluscos,
policía internacional y cromosomas.
Las cartas de Julio Cortázar verifican por fin una rara hipótesis: el genio se conquista a puñetazos. Esta durísima lucha por la escritura se combinó con la lucha por la supervivencia y, por eso, quizás, uno de los rasgos más sorprendentes de esta correspondencia sea la revelación del duro y metódico y sacrificado trabajo que hizo de Cortázar el creador de un mundo imaginario con el que se sintió identificada una larga generación.
Mientras algunos de sus amigos muy queridos elegían la India, los homeópatas o las islas salvajes (soluciones prepsicoanalíticas que tenía la Argentina de 1940 para curar la neurosis), Cortázar trabajó duro, vivió en este mundo y construyó un horizonte literario que pareció hacerlo feliz. Ese equilibrio de placeres diversos —charlar con los amigos, no tomarse demasiado en serio a sí mismo, vivir de manera provisional y modesta, amar a las mujeres, apreciar intensamente el arte y el jazz y el cine— llegó a los lectores en forma de narraciones luminosas y sorprendentes. Los jóvenes de entonces (y el sólido pacto vital todavía permanece adherido a sus creaciones) encontraban en Cortázar un mundo ideal, porque en esas imaginaciones había algo que Aristóteles supo definir hace 25 siglos: «los jóvenes —Retórica, II, 12— son amantes de la risa, porque la broma es una especie de insolencia culta».
La escritura de Cortázar predica de modos diversos que, para cada individuo, la vida tiene algo de broma, idea que la hace soportable y hasta placentera. La ferocidad de la historia, en cambio, es otra cosa. Merece ser tomada en serio, y Cortázar aplicó a su compromiso con la realidad el rigor y las exigencias que destinaba a la literatura. Hipotecar el propio talento para traducir los reclamos de otros y para darles voz a los condenados al silencio parece hoy un desatino. De ese pacto con la existencia depende, sin embargo, la grandeza de un hombre.
Último Round
Las cartas de Julio Cortázar verifican por fin una rara hipótesis: el genio se conquista a puñetazos. Esta durísima lucha por la escritura se combinó con la lucha por la supervivencia y, por eso, quizás, uno de los rasgos más sorprendentes de esta correspondencia sea la revelación del duro y metódico y sacrificado trabajo que hizo de Cortázar el creador de un mundo imaginario con el que se sintió identificada una larga generación.
Mientras algunos de sus amigos muy queridos elegían la India, los homeópatas o las islas salvajes (soluciones prepsicoanalíticas que tenía la Argentina de 1940 para curar la neurosis), Cortázar trabajó duro, vivió en este mundo y construyó un horizonte literario que pareció hacerlo feliz. Ese equilibrio de placeres diversos —charlar con los amigos, no tomarse demasiado en serio a sí mismo, vivir de manera provisional y modesta, amar a las mujeres, apreciar intensamente el arte y el jazz y el cine— llegó a los lectores en forma de narraciones luminosas y sorprendentes. Los jóvenes de entonces (y el sólido pacto vital todavía permanece adherido a sus creaciones) encontraban en Cortázar un mundo ideal, porque en esas imaginaciones había algo que Aristóteles supo definir hace 25 siglos: «los jóvenes —Retórica, II, 12— son amantes de la risa, porque la broma es una especie de insolencia culta».
La escritura de Cortázar predica de modos diversos que, para cada individuo, la vida tiene algo de broma, idea que la hace soportable y hasta placentera. La ferocidad de la historia, en cambio, es otra cosa. Merece ser tomada en serio, y Cortázar aplicó a su compromiso con la realidad el rigor y las exigencias que destinaba a la literatura. Hipotecar el propio talento para traducir los reclamos de otros y para darles voz a los condenados al silencio parece hoy un desatino. De ese pacto con la existencia depende, sin embargo, la grandeza de un hombre.
Epílogo
Aunque sabemos que la
escritura autobiográfica hace hablar a un yo ficticio y la literatura no trata
de personas reales, vamos a hacer una excepción. Supondremos que las cartas de
Cortázar no mienten y que uno de sus personajes de ficción existió de verdad:
la Maga se llamaba, al parecer, Edith Arón, y era traductora. Dice Cortázar:
«Ya hace mucho que le dije a Edith en París que ella no estaba capacitada
intelectualmente para traducir Rayuela, y tuvimos una de esas
escenas que mejor no hablar. No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás
adivinado desde hace mucho, ¿verdad?. Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducido
por ella? (....) Es casi para una novela de Cortázar: el personaje de un libro
que un buen día decide traducir ese mismo libro...» (II, 766).
Edith Arón nació en el Sarre en 1928 y era
franco-alemana. Cuando comenzaron las persecuciones a los judíos, su familia se
trasladó a Buenos Aires y, después de la guerra, volvió a Europa. En ese viaje
de barco la encontró Cortázar. Quienes la conocieron entonces la describen como
alta, robusta y enérgica. Traducía al alemán pero, como sugirió un editor, no
demasiado bien. Se pidieron peritajes y contraperitajes hasta que hubo un
intercambio un poco furibundo de cartas que terminó en una amarga despedida.
Cortázar le retiró Los premios, aunque no su cariño.
Lo curioso de esta historia es que el
personaje de Rayuela es uno de los escasos caracteres
femeninos que dejó la literatura del siglo xx. Elevada a la categoría de
ideal amoroso de la modernidad, la Maga conmovió las conciencias sentimentales
de los lectores: era original, despistada y misteriosa. Vista ahora con
distancia no deja de sorprender que su virtud más sobresaliente fuera una graciosa
incultura. Pero esa ignorancia, que hizo de una heroína de ficción el paradigma
de lo femenino moderno, no resultaba muy útil para traducir novelas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario