viernes, 3 de noviembre de 2023

Un texto ejemplar de Magdalena Cámpora


El siguiente texto de Magdalena Cámpora fue leído en la presentación de la nueva traducción Bouvard y Pécuchet, realizada en la Biblioteca de la Alianza Francesa de Buenos Aires, el pasado 11 de octubre.

Flaubert y su enciclopedia de la estupidez humana

Estoy muy contenta de estar acompañando a Jorge Fondebrider en esta presentación de Bouvard y Pécuchet, la tercera obra de Flaubert que traduce y publica en Eterna Cadencia, en Buenos Aires, en este siglo XXI, después de Madame Bovary, en 2014, y Tres cuentos, en 2018, en un proyecto traductor que se ha vuelto monumental y brillante.

Hace algunos años se impulsó, acá en la Argentina, infructuosamente, una propuesta de ley para reconocer los derechos de autor del traductor. Cuando uno ve el trabajo de creación contenido en este libro, parece un despropósito que no esté reconocido por la ley ese carácter sustancialmente autoral de toda traducción.

Este Bouvard y Pécuchet tiene 662 páginas, 1597 notas, sin que el libro deje nunca de ser inteligente y divertido. Jorge ya tiene un sistema rodado en la construcción de las notas: un sistema que había empezado a perfilar en su edición de Madame Bovary y que acá, en Bouvard y Pécuchet, se vuelve ya un género en sí, en un manejo muy maduro, muy sofisticado de la relación entre comprensión de los textos, ritmo de las versiones, trabajo con la crítica y diálogo con el lector a quien, por cierto, le dice que si no quiere no lea las notas, pero que ahí va a leer un libro muy diferente.

Lo cierto es que Bouvard y Pécuchet es una novela atravesada por el saber, y que al mismo tiempo escamotea la utilidad de ese saber. “Una enciclopedia de la estupidez humana”, dijo Flaubert que era la novela. Y añadió Borges: “Flaubert les hace leer una biblioteca, para que no la entiendan.” Las notas de Jorge, en particular las políticas e históricas, reponen todo aquello que Flaubert fue sacando, como en las tallas de madera, para producir esa comicidad tan particular, “esa comicidad siniestra” dijo Maupassant, que se desprende de “la sucesión de creencias en el cerebro de esos dos pobres hombrecitos que significan la humanidad”.

Hay que señalar además que esta es la primera edición en castellano que contiene la famosa “copia”, que es el material preparatorio para esa segunda parte de la novela que Flaubert no llegó a escribir. En ese segundo volumen, los dos amanuenses, después de haber fracasado en su proyecto de mejora de la vida a través del conocimiento, iban a ponerse a copiar textos que les habían llamado la atención. Contiene el Sottisier, el Catalogue des idées chic, el Dictionnaire des idées reçues, el Album de la marquise, más otros escenarios. También hay una traducción del cuento de Barthélemy Maurice, “Les deux greffiers” [“Los dos amanuenses”] que estaría en el origen de la escueta trama de la novela. Del Dictionnaire des idées reçues, que Jorge traduce como Diccionario de las ideas aceptadas, se publican por primera vez además los tres manuscritos, traducidos al castellano, y es una fiesta.

Sólo por ese aparato crítico, por esos apéndices; por la introducción y las notas, que tienen la sencillez que sólo se logra cuando se han leído páginas y páginas de crítica; por la traducción de fragmentos realmente iluminadores (como el artículo de Maupassant por ejemplo), la edición ya es de referencia, y es un verdadero regalo para los lectores hispanófonos de Flaubert.

Son motivos de sobra para estar contentos aunque –como señaló Michel de Montaigne– el ser humano no sabe experimentar nada de forma pura: las alegrías vienen con un dejo de tristeza y “los movimientos y pliegues de la cara que sirven para el llanto, sirven también para la risa”.

Y un poco así estoy al presentar esta gran edición de Bouvard y Pécuchet, que faltaba en castellano. Por un lado, la alegría de ver culminar un proyecto que implicó mucho tiempo, amor y esfuerzo de un amigo querido. Pero por el otro, cierta congoja por la actualidad de Bouvard y Pécuchet en este, nuestro mundo en que vivimos, a 11 de octubre de 2023.

La novela, como saben, es póstuma, y está inacabada. Flaubert la emprende en un momento de oscuridad, cuando está pasando por terribles dificultades económicas por los malos manejos del marido de su adorada sobrina Caroline, a quien quiso proteger, y para eso entregó parte de la renta que iba a asegurar su vejez.

Ha visto caer, Flaubert, en su tiempo histórico, a la Monarquía de Julio, a la Segunda República, al Segundo Imperio, a la Comuna, y también ha observado, en la sociedad en la que vive, el crecimiento imparable de un modo de comprensión del mundo marcado por la simplificación, por el lugar común y la frase hecha, por la violencia de las relaciones humanas que se esconde detrás de las supuestas buenas intenciones y la convención, eso que Flaubert llama “la blague”: el verso, la chicana, la mentira.

Y en ese mundo –y acá está para él la tragedia– la escritura, que es la razón de ser de la vida de Flaubert, es una herramienta central. En ese siglo XIX en que se desarrollan los medios, la imprenta, los diarios, las revistas, las novelas de bolsillo que cuestan un franco, Flaubert observa la aparición de algo que él llama “la fe en la tipografía”, y esa fe en la tipografía instrumenta (para su horror) la escritura como infinita repetición, como medio al servicio de algo siniestro, que daña, que puede incluso matar, y él llama bêtise: la estupidez.

La escritura al servicio de la estupidez está compuesta por expresiones que vienen de inmediato a la mente, es un patrón que preformatea el mundo desde el lenguaje mismo, y lo detiene en un sentido fijo. Son un conjunto de creencias no comprobadas, a veces ilusorias, en general limitadas, que sostienen el día a día en su rutina, y sobre todo permiten un sistema donde el hombre es un lobo para el hombre. En la copia, esos conglomerados de ideas estancas aparecen subrayados por Flaubert, que los coleccionaba como un entomólogo. Les cito algunas, con traducción de Jorge, tomados del Diccionario de ideas aceptadas:

Obrero: Cuando no participa en disturbios, siempre honesto.

Ideólogo: Todos los periodistas lo son.

Imprenta: Descubrimiento maravilloso. Causó más mal que bien.

Literatura: ocupación de los ociosos.

Optimista: equivalente de imbécil.

Aguinaldo: Indignarse contra él.

Competencia: el alma del comercio.

Diputado: Serlo es el colmo de la Patria. Despotricar contra la Cámara de Diputados. Demasiados charlatanes en la Cámara. No hacen nada.

Época, la nuestra: Despotricar contra ella. Llamarla época de transición, de decadencia.

Son todas, para Flaubert, opiniones que facilitan la reducción de la experiencia humana, así como el empobrecimiento de la vida pública. “La fe en la tipografía” les otorga además, a esas opiniones, el aura de la verdad, y hace del yo-que-opina, un yo triunfante y conquistador: yo mismo digo, moi-même je crois. Ese yo se arroga el derecho de concluir: es mi opinión y la comparto. La comparto.

De ahí la actualidad de Bouvard y Pécuchet en una época, la nuestra, donde también nosotros tenemos fe en la tipografía, y todos somos “generadores de contenido”, que podemos compartir ya de modo exponencial. Hoy día, el acceso a la tipografía es inmediato: solo se necesita un teclado; los medios de difusión están socializados, de hecho así se llaman: redes sociales, que trabajan a la par del yo-con-teclado.

Hoy las consignas, los guiones, los memes, las cadenas argumentales están reducidas a su más pequeño formato, porque así lo exigen los dispositivos de difusión: tweet, hashtag, clickbait, meme, tik tok. Y esa forma breve, esa reducción, saca su fuerza del manejo del lenguaje, con sus humildes cuotas de ficción y de retórica: la capacidad de simplificar; de tocar lo emocional; de ridiculizar; de juzgar y censurar y, sobre todo, de hacer unívoco y llano, lo que es multicausal e histórico. Tanto es así, que el sistema incluso prevé las objeciones a la reducción, con tres palabras que aparecen siempre en las redes como burla ante quien pide mayor reflexión: “Es más complejo”, se contesta. Hay que decir que también eso lo había consignado Flaubert, en la entrada “Pregunta”. Pregunta: “Plantearla es resolverla”.

¿Qué es lo contrario de ese magma imparable? Y sobre todo, ¿cómo se lo puede pensar sin subirse a un caballo, sin convertirnos en la definición de imbéciles del Diccionario de ideas aceptadas: “Imbéciles: los que no piensan como nosotros”? ¿Se refutan los lugares comunes y las simplificaciones? ¿Pueden refutarse desde los mismos soportes que les dan su potencia de infinita repetición?

La respuesta que da Flaubert a esa axiología de la manada es el estilo, al que en algún lado definió como “una manera absoluta de ver las cosas”. Ahora, eso no significa retirarse a la torre de marfil, sino, al contrario, mostrar, con la escritura, la potencia del lugar común en funcionamiento. Hay además una dimensión filosófica, casi purificadora, donde uno, al leer, identifica lo que lleva muerto en la propia lengua, en las cosas que acepta y repite por la fe en la tipografía.

El estilo es lo que impide la fijación del sentido. Y es por eso que Bouvard y Pécuchet (cito a Flaubert) “estaría dispuesto de tal forma, que el lector no supiera si uno se burla de él o no”.

Esa indeterminación acontece nuevamente en la traducción al castellano, cuando Jorge encuentra las claves que sostienen desde la lengua esa duda. Y funciona porque en su investigación exhaustiva para las notas, vuelve a experimentar el proceso de escritura como acumulación de saber y luego, en la traducción en sí, reitera el desprendimiento, el desbroce, la quita de materia, para que sólo quede una espuma surgida de esas profundidades invisibles.

Hay una última cercanía de experiencia entre el autor de la novela y el autor de la traducción, con la que cierro ya estos apuntes. Creo que hay una semejanza entre ambos en su vivencia de la indignación.

Maxime Du Camp decía de Flaubert: “La estupidez humana lo ofuscaba y cuando no lo hacía descostillarse de risa, lo hacía ponerse rojo de furia”. Puedo decir que he visto a Jorge Fondebrider en ambas situaciones.

En Flaubert, esa indignación se manifiesta en las cartas, donde fustiga al mundo y marca sus contradicciones. Y Jorge hace lo propio, en esas pastillas o posteos en Instagram que se llaman “Pensamientos en la pandemia”, donde a la larga uno se pregunta si la pandemia no es la existencia, o la sociedad actual, o un poco las dos.

En las cartas, frente a la indignación que le producía la estupidez del mundo, Flaubert respondía o con el ataque, o con el sueño del retiro total. En una carta de 1855 por ejemplo dice:

Siento contra la estupidez de mi época flujos de odio que me ahogan. Me sube mierda a la boca… quiero hacer con ella una pasta para embadurnar el siglo XIX, como se doran con bosta de vaca las pagodas indias y –¿quién sabe? – ¿tal vez eso permanezca luego lo suficiente? ¡Sólo hace falta un rayo de luz! La inspiración de un momento, la suerte de encontrar un tema! [carta del 30 de septiembre de 1855]

- En otra carta de 1874, en cambio, va por la retirada:

¡Me asusta la estupidez universal ! Me da la sensación del diluvio, y siento el terror que debían sentir los contemporáneos de Noé, cuando veían la inundación cubrir paulatinamente todas las cimas. La gente de espíritu debería construirse algo análogo al Arca, encerrarse ahí y vivir juntos. [carta del 8 de junio de 1874]

El arca de Noé donde refugiarse y vivir en pequeña comunidad por un lado, y la pagoda cubierta de bosta a la que se critica e impreca por el otro: entre esos dos movimientos oscila, desde que lo conozco y tengo memoria de él, Jorge Fondebrider. Esa opción entre el ataque y la retirada quizá sea, por otra parte, lo que nos espera en un porvenir común y más o menos cercano, en este extraño país donde a pesar de tanto, seguimos leyendo y traduciendo a Flaubert.


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