La cabeza del traductor (4)
Está
claro que incluso dentro de un mismo género literarioexisten muchos tipos de
traductores, pero la persona que quiere distinguirlos se encuentra con un
problema que no conocen, por ejemplo, los entomólogos. Sería muy práctico recurrira
una serie de datos externos —la longitud de sus pedipalpos, la cantidad de sus
alas, la forma de sus probóscides—, pero en el campo traductológicola
naturaleza no parece colaborar. Para bien o para mal, al menos por el momento,
el único modo más o menos útil de identificar a los tipos de traductores que
hay es ver cómo traducen.
Por supuesto, las maneras de traducir están influenciadas por la época, por la cultura, por la tradición a la cual el traductor se adapta o contra la cual se eriza. Se trata de cuestiones elementales, y que nos permiten establecer filiaciones de una manera muy lógica y clara. Sin embargo, uno también podría optar por hacer hincapié en cuestiones más caprichosas. Siempre se puede elegir un sesgo menos obvio. Por ejemplo, se me ocurre ahora que podría hacerse todo un estudio sobre los distintos modos en que diversos traductores abordan un mismo campo sensorial, o incluso un mismo órgano del cuerpo. Los ojos, digamos.
Pienso eso y se me ocurre un caso específico. En una escena patética de Anna Karenina, el conde Vronski comete una torpeza durante una carrera y su yegua, Frou-Frou, se termina partiendo la espalda. Antes de que la sacrifiquen, Vronski, que todavía no termina de entender lo que ha sucedido, sigue tratando de hacer que se levante, y la pobre yegua, como toda respuesta, le dedica una última mirada, cargada de sentido. Ahora bien, para sus clases de literatura rusa en Cornell University, Vladimir Nabokov usó un ejemplar de la traducción inglesa de Constance Garnett, donde se lee que, en esta escena, el caballo “miró a su amo con sus ojos elocuentes” (gazed at her master with her speaking eyes). Cotejándolo con el original, Nabokov anotó en un margen, lapidario: “Un caballo no puede mirar con los dos ojos, señora Garnett”.
Aunque nadie podría acusarme de saber ruso, deduzco de esto, y de las otras traducciones a otros idiomas que consulté, que en el original la yegua mira a Vronksi con un solo ojo. Garnett, entonces, victoriana de pura cepa, al traducirlocambia esa mirada, la personifica, la romantiza. Nabokov (un traductor ultraliteralista, pero también un escritor para quien la literatura misma consistía en gran parte en la observación vívida y fiel de los detalles que otros pasan por alto) detecta ese ojo adicional y se lo saca de un hondazo.
Algo parecido me sucede cuando cotejo la traducción que José Bianco hizo de Malone muere, la novela de Samuel Beckett. Es decir, encuentro otro caso donde un traductor da un giro ocular imprevisto. En el original francés de la novela, cuando el narrador comenta que pasó mucho tiempo encorvado mirándose el miembro, cruzando largas miradas con su propio pene, el texto dice que se miraron l’œil dans l’œil, literalmente “el ojo en el ojo”. En francés, lo común sería el plural, como en castellano: mirarse les yeux dans les yeux, mirarse a los ojos. En este caso, por supuesto, el plural es imposible para una de las partes involucradas, y Malone, que narra esto en primera persona, fuerza la sintaxis para reflejarlo. Sin embargo, aunque sea relativamente sencilla, a Bianco la escena parece llamarle la atención. Hasta diría que se la queda pensando. Algo, por así decirlo, no le cierra. Es por eso, supongo, que evita traducir la frase literalmente y opta por ampliarla, haciéndola más detallada, más compleja, a la vez más dispar y más equitativa. Así, en la p.65 de la edición de Sur, Malone y su órgano sexual pasan a mirarse “los ojos en el ojo, el ojo en los ojos”.
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