lunes, 19 de abril de 2010

"No todos los que saben un idioma pueden hacer una traducción"

Hija de un matrimonio de clase media sin educación universitaria, Edith Grossman (Filadelfia, 1936) se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York, donde reside en la actualidad. En 1963 vivió durante un año en España gracias a una beca Fullbright. Dedicada a la docencia y a la crítica literaria, hacia fines de los 80 le encargaron la traducción de El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, y desde entonces ha traducido todos los libros que publicó el Premio Nobel colombiano, así como los de la mayoría de los escritores latinoamericanos contemporáneos. Su consagración llegó con su elogiada traducción al inglés de Don Quijote, publicada en 2003. La siguiente entrevista, realizada por Ezequiel Martínez, fue publicada por la revista Ñ el 25 de octubre de 2008.

Entrevista a Edith Grossman,
la traductora del Quijote

Hacia fines de 2003 Edith Grossman se mandó una verdadera quijotada: ni siquiera le prendió una vela a San Jerónimo –el santo patrono de los traductores– cuando decidió echarse al hombro las casi mil páginas del monstruo sagrado de las letras castellanas para mudarlas a una nueva versión al inglés, corriendo el riesgo de que los lobos de la academia se lanzaran sobre ella. Pero nada de eso ocurrió. Su traducción de Don Quijote consumió cuatro ediciones en un par de meses y escaló en un suspiro hacia el top ten de los libros más vendidos en Amazon.com. En The New York Times, Carlos Fuentes escribía que Grossman había logrado "transformar lo clásico en contemporáneo" y el exigente Harold Bloom apuntaba desde el prólogo del libro: "Aunque ha habido muchas traducciones valiosas de Don Quijote, yo elogiaría la nueva versión de Edith Grossman por la calidad extraordinaria de su prosa".

Hoy, mientras su nombre figura en la portada de la edición de Harper Collins debajo del de Miguel de Cervantes –un triunfo que muy pocos profesionales del oficio consiguen– , los editores anglosajones sacan número para que su apellido escolte cada nueva obra de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes. A través del teléfono, en una entrevista en la que desplegó dosis semejantes de inteligencia y humor, Edith Grossman confesó que su primera traducción al español fue casi un juego: el director de una revista literaria le pidió que tradujera un cuento de Macedonio Fernández. "Lo pasé muy bien con ese cuento, me gustó muchísimo. Y comencé a traducir más y más después de eso... Pero le digo la verdad, lo que más me encantaba era la idea de trabajar en casa". Aquella aventura que empezó con un argentino y con la posibilidad de darle rienda suelta al vicio del cigarrillo a esta altura ya abandonado, se convirtió en la profesión de esta mujer de 72 años que cumplió su deseo: trabajar hamacándose entre dos idiomas en la soledad de su departamento de Upper West Side de Manhattan.

–Usted podría haberse dedicado a la crítica literaria, a la enseñanza, al trabajo académico... sin embargo tomó la decisión de ser traductora en un mercado como el de los Estados Unidos, que no se caracteriza precisamente por su interés en obras en idioma extranjero. Además, el trabajo de traductor siempre estuvo muy mal pago, 'no?
–Malísimo. Pero bueno, yo sabía unas cien mil recetas para preparar frijoles, así que me las iba a arreglar para no pasar hambre –responde rápida de reflejos y con una risa casi ronca, que se repetirá muchas veces durante la charla–. La verdad es que he tenido mucha suerte después mi primera traducción de un libro de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera . A partir de ahí pude dejar el mundo académico –que excepto por los estudiantes, no me gustaba mucho– y vivir de esto. Pero si bien es cierto que en los Estados Unidos, y en Inglaterra también, en general no quieren publicar traducciones –el porcentaje de libros traducidos es muy bajo, como del dos o el tres por ciento–, creo que el interés en la literatura hispanoamericana siempre ha tenido más fuerza aquí que la literatura de otros idiomas.

–¿Cree que el oficio de traductor literario evolucionó con el tiempo? Tengo la impresión de que antes era un trabajo que se le encargaba sólo a otros escritores.
–Déjeme pensar esto... Me parece que en el campo de poesía hay cierta cantidad de poetas que hacen traducciones de poesía, pero en la prosa no puedo pensar en muchas novelistas que traduzcan novelas...

–¿Es más difícil traducir poesía que narrativa?
–Voy a decir que sí y que no. Comenzando con el no: una prosa artística tiene muchas de las características de la poesía. Tiene un ritmo, tiene un juego con sonidos, cada palabra tiene una función muy específica dentro de la frase. Así que la traducción de una prosa elegante, de alto valor artístico, es como traducir un poema. Por otra parte, sobre todo si es un poema tradicional que usa rima, es muy difícil de traducir, por lo menos para mí. Cuando hago traducciones de poesías del renacimiento, por ejemplo, yo busco más duplicar el ritmo del verso que la rima. Siempre me ha parecido que el ritmo es lo más importante de cualquier verso poético.

–¿Hoy está mejor reconocido el trabajo del traductor profesional?
–Sí, porque además es mala idea pensar que cualquier persona que sepa un idioma también pueda hacer una traducción. Hasta hace algunos años, muchas editoriales creían que cualquier latinoamericano andando por la calle o trabajando en una oficina también podía hacer una traducción de un texto en español. Y no es verdad, como tampoco es verdad que cualquier escritor puede hacer una traducción. Hay cierto tipo de experiencia que uno necesita, además de la capacidad de pensar en una misma voz en dos idiomas al mismo tiempo, y no todo el mundo tiene esta capacidad. No sé si es un talento o una enfermedad, pero lo de tener esas dos voces es muy importante.

–¿Se puede enseñar a traducir, o todo depende de esa capacidad?
–Vamos a ver... Hay ciertas universidades que dan clases de traducción; yo misma he dictado un par de clases. Pero lo único que se puede enseñar en esos talleres es cómo se edita un texto –que es algo muy importante–, o algunos trucos como la necesidad de revisar todo en voz alta para saber si suena bien. Porque el ojo puede perdonar todo, pero el oído no perdona nada. Yo tengo que hablar en la traducción, necesito escucharla en voz alta, y eso me ha dado resultados.

–¿Hay diferentes corrientes o tendencias entre los traductores?
–Me parece que sí, pero realmente no estoy muy enterada de eso. Sé que hay una corriente en el mundo de los traductores que dice que un texto extranjero tiene que sonar un poco raro, un poco extranjero también. Y que la idea de domesticar el texto extranjero es mala idea. Yo creo que mi deber es hacer posible que el lector en inglés repita la experiencia del lector en español: si es un texto muy extraño, muy raro, el texto en inglés también tiene que ser muy extraño, muy raro; si es un texto sencillo, directo, también el texto en inglés tiene que ser sencillo, directo. No pienso: "Ah, esta es una metáfora imposible en inglés". Todo es posible, solo se trata de encontrarle la expresión análoga.

–¿Hay algo que sea intraducible?
–Bueno, hay palabras dificilísimas de traducir, pero no hay ideas difíciles de traducir. Yo soy de la opinión de que se puede decir todo en todos los idiomas. A veces hay palabras que están más cómodas en su idioma original, pero todos somos humanos, y no importa el idioma en que hablemos, tenemos las mismas experiencias. Ortega y Gasset, por ejemplo, hablaba una vez de las cinco mil palabras que existen en árabe para camellos y arena, y quizás en inglés o en español se necesite sólo una. Pero la idea siempre se puede transmitir, estoy convencida de eso. Mi propósito es traducir la visión, el tono, la intención del autor.

–¿En qué está trabajando ahora?
–Acabo de entregar la novela de un joven peruano, Abril rojo de Santiago Roncagliolo. Me gustó muchísimo y tengo interés en leer mucho más de él. Tiene la misma edad que mi hijo menor, así que debe ser un sentimiento maternal... (risas). Y ahora voy a comienzar la traducción de lo que seguramente significará mi muerte en el oficio: ¡Las soledades de Góngora!

–Eh... ¿por qué ese certificado de defunción?
–Góngora es un poeta que me ha encantado por muchos años y este es un proyecto personal. Pedí la beca Guggenheim para poder hacer esta traducción, así que por fin yo voy a enfrentarme con Don Luis, a ver qué pasa.

–¿Está trabajando con la nueva novela de Carlos Fuentes también?
–Bueno... yo traduje Todas las familias felices, y ahora estoy leyendo las galeras en español de La voluntad y la fortuna. Recién voy por la mitad, porque es bastante larga, pero es un libro maravilloso, estoy muy entusiasmada... Creo que Carlos (Fuentes) está en el ápice de su talento. Ojalá de la editorial me puedan esperar un ratito para traducirla. Las editoriales siempre están con mucha prisa, pero si tienen mucho interés en usarme como traductora, a veces pueden esperar.

–¿Cuánto la esperaron para que tradujera el Quijote?
–Cuando me llamó el editor presentándome el proyecto , le dije: "No sé cuánto tiempo voy a necesitar, porque no he traducido nada de la literatura clásica como profesional, así que realmente no puedo decirle cuánto tiempo necesito". Y el me dijo: "Bueno, 'por qué no ponemos dos años?, y si necesita más tiempo le aseguro que no hay problema". Y así fue, hice la traducción de Don Quijote en dos años.

–Qué desafío, ¿no? Porque se trató de un salto hacia el español del siglo XVII, y con todo lo que el Quijote representa y significa.
–Es un salto hasta los orígenes, porque no hay nadie que escriba en español que no tenga la voz de Cervantes en la cabeza. Así que el salto no era tan grande en cierto sentido: traduciendo a muy buenos autores contemporáneos ya tenía el lenguaje de Cervantes en mi repertorio.

–¿Dudó en algún momento?
–Hablé con Julián Ríos, y le dije que iba a traducir a Cervantes, que tenía miedo y todo eso. El me dijo: "No tengas miedo, que Cervantes es el autor más moderno que tenemos; no tienes que hacer nada más de lo que siempre haces". Y eso me salvó la vida, realmente, es una frase muy sencilla, parece una tontera, pero me permitió comenzar a pensar no en Cervantes, sino en el texto. Tenía la idea de que si podía traducir la primera frase, el comienzo de la novela, entonces todo saldría bien. Pasé bastante tiempo pensando cómo traducir "En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...". Pasé mucho tiempo caminando por mi departamento mientras probaba esa primera frase en voz alta, y cuando encontré una versión en inglés que me gustaba, me dije: "Perfecto, ahora vamos a trabajar...".

–Y después. ¿a quién le tuvo más temor, a los académicos hispánicos o a los anglosajones?
–Bueno, a los hispanohablantes, a los profesores de literatura española, realmente tenía miedo de ellos. Pero los "profesores horrendos", como los llama un amigo, por suerte no aparecieron. Al contrario, me han tratado muy bien.

–A Borges le atribuyen una frase que usted debe conocer: que el Quijote se lee mejor en inglés que en español.
–Bueno, eso es Borges. El también le dijo a un traductor: "No escriba lo que dije, sino lo que quise decir". Eso es muy de Borges.

–¿Y está de acuerdo con esa frase de Borges?
–¡Todavía no he decidido si es una frase seria o es otro chiste de Borges! Porque depende de cómo se traduce "lo que quise decir". Si él se refería a lo que quiso significar, entonces estoy de acuerdo, porque eso es lo que hacemos los traductores, pensar siempre en la intención del autor.

–Como traductor, Borges se tomaba muchísimas licencias. También decía que si era posible, había que mejorar el original.
–¡Si uno se llama Jorge Luis puede hacer eso! Para él todo era lícito, pero para mí no.

–¿Aún así respeta a Borges como traductor?
–Mmm... mejor no voy a contestar a eso.

1 comentario:

  1. Hola Jorge: los textos que elegimos compartir dicen mucho sobre nosotros.
    Los circuitos intelectuales suelen tener un especial talento para aburrir al respetable. Esta entrevista me ha gustado porque es ágil y clara. El mundo de la cultura no ha escapado a la tecnocratización de la sociedad, y empezamos a confundir un cierto aprendizaje técnico con el talento. Edith Grossman es muy conciente de esa diferencia cuando habla de la capacidad de pensar en dos idiomas mientras nos desdoblamos para ponernos en el lugar del autor, y confiesa no saber si esa rara empatía es un talento o una enfermedad. Yo creo que es ambos, porque todo don lleva en sí el germen de una maldición. ¿Acaso Brando hubiera podido ser Brando si no hubiera tenido el valor de dejarse poseer por sus personajes? Y ese valor llevaba en sí el germen de la debilidad de ser destruído por ellos. Ningún don es gratuito.
    En cuanto a Borges, cuyo bilinguismo es irrefutable, me atrevería a decir que no traducía, sino que recreaba. Desconozco absulutamente al Borges traductor, pero conociendo su relación con la literatura, lo imagino jugando con las palabras, esparciéndolas y organizándolas sobre la alfombra, como un niño que juega con sus soldaditos de plomo.
    Gracias por compartir esta entrevista!

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