Traducir a Faulkner
Sobre la traducción de Faulkner o Faulkner y la traducción se ha escrito mucho. Conocidas son las discusiones sobre si las malas traducciones españolas de los años cincuenta y sesenta, con sus fieles e infieles oscuridades, influyeron en el estilo de determinados escritores; sobre si hay un Faulkner específicamente rioplatense, propiciado por Borges y su mamá (Las palmeras salvajes) y, sobre todo, por Onetti (Todos los aviadores muertos), el del «plagio incesante»; sobre si lo tradujo mejor al italiano Elio Vittorini o Cesare Pavese; sobre si las traducciones francesas son excelentes o son una porquería; sobre si la mayoría de los problemas españoles han quedado resueltos al contar ahora con las espléndidas traducciones de José Luis López Muñoz... No voy a hablar de nada de eso, sencillamente porque no podría añadir nada nuevo. En cambio quiero hablar de la —para mí— gratificante experiencia de traducir Pylon, es decir, Pilón.
Vaya por delante que Pilón me parece una de las mejores novelas de Faulkner, de una fuerza desatada y un estilo sólo comparable al mejor Joyce. Yo tenía con esa novela una deuda antigua, motivada porque, hace cuarenta años, mi entusiasmo por la llamada literatura aeronáutica me indujo a escribir un artículo sobre Pylon (véase Revista de Aeronáutica, n.º 18, 1959) y, desde entonces, consideraba esa novela como mía. La traducción española de la época, publicada por Aguilar en 1956 y reeditada por Caralt en 1966, resulta muy interesante aún, por ser típica del (de un) modo de traducir de la época: extirpación radical o lijado de los pasajes eróticos o semiblasfemos (lo que en Pilón resulta especialmente lamentable), supresión lisa y llana de todo lo que pudiera aburrir a un lector impaciente e invención desaforada de cuanto el traductor no entendía... Todo lo cual da por resultado, curiosamente, un texto bastante legible, aunque difícilmente podría atribuirse con justicia a Faulkner. Los traductores de entonces solían saber poco inglés, pero sabían español.
Cuando se publicó Pylon en América, los críticos se quejaron ya de su prosa retorcida y sus metáforas en cascada, y alguno aseguró (¡en 1935!) que su autor estaba acabado. Es cierto que Faulkner parece escribir en ese libro con un desprecio absoluto, no ya de un remoto traductor, sino de cualquier posible lector, probablemente porque piensa que lo que narra tiene tal fuerza que de todas formas llegará a su destino.
En cualquier caso, enfrentarme con esa prosa salvaje me sirvió para: a) aprender inglés; b) aprender a venerar a Faulkner. Por ello, me atrevería a aconsejar a todo traductor literario que en alguna ocasión, aunque sólo sea por su propio honor y espíritu, aborde un texto faulkneriano.
No con las manos desnudas, desde luego: hay toda una serie de comentarios a sus distintas obras (The Garland Faulkner Annotation Series) que, aunque no orientados al traductor sino al estudioso, dan a quien traduce informaciones inestimables. Concretamente el volumen relativo a Pylon (anotado por Susie Paul Johnson) resulta imprescindible para comprender su «argot aeronáutico... coloquialismos sureños, diversos dialectos, jerga periodística, las palabras compuestas inventadas por el narrador y el duro slang, además de alguna referencia ocasional a la burocracia y los programas gubernamentales de la Depresión». Si el traductor da además un repasillo a T.S. Eliot, la Biblia y Macbeth (acto quinto, escena quinta), estará ya en condiciones de empezar a romperse los dientes con el texto.
No, no es fácil traducir a Faulkner, porque no es fácil leerlo. Por poner un ejemplo sencillo: en un momento dado, a Faulkner se le ocurre comparar las carrozas (floats) del Mardi Gras de Nueva Orleáns con las barcazas funerarias que remontaban el Nilo en tiempo de los faraones. De repente surge la palabra clatterphalque, que resulta inútil buscar en los diccionarios. Las notas de Joseph Blotner al texto definitivo establecido por Noel Polk se limitan a hacer una alusión a Antonio y Cleopatra y a distintos catafalcos que aparecen en distintas novelas de Faulkner... A mí sólo se me ocurrió fabricar unos «tracafalcos», mezcla de traqueteo (clatter) y catafalco... pero tuve que corregir tres veces las pruebas de imprenta, porque aparecían siempre (inevitable y lógicamente) como vulgares catafalcos. Lo que indica que Faulkner es un autor ideal para alguno de esos simposios de traducción en los que todo el mundo discute mucho pero todo el mundo sale contento, porque cree que las soluciones que proponía eran, con mucho, las mejores.
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