Unas breves conclusiones
Jorge Fondebrider ha tenido la amabilidad de pedirme un resumen-comentario de la encuesta sobre la traducción hecha con 29 escritores en lengua castellana (13 argentinos, 5 mexicanos, 3 colombianos, 3 españoles, 2 uruguayos, 1 chileno, 1 peruano y 1 venezolano) y cuyos resultados se publicaron a lo largo de once días en el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, entre el 24 de marzo y el 3 de abril del 2010. Intentaré cumplir el encargo a pesar de cierta ambigüedad presente en las preguntas. Al analizar las respuestas he optado por elegir el rasgo más definitorio en la respuesta, aunque abundaban los casos en que se destacaban varios. Espero no haber obrado de modo abusivo con demasiados entrevistados.
Primera pregunta: ¿En qué se reconoce una buena traducción? En otros términos, ¿cómo definiría una buena traducción?
¿Buena para qué y para quién? ¿A qué traducción o a qué clase de traducción se refiere el entrevistador y, mejor aún, el entrevistado? En muchos casos, éste explicita el tipo de obra al que se refiere, pero en otros sólo cabe deducirlo. Algunas respuestas parecen mencionar un criterio de excelencia restrictivo, aplicable a determinadas traduciones; o hablan en términos generales a partir de un tipo muy concreto de obras. Se trata de una dinámica muy habitual cuando se habla de traducción.
Otro rasgo compartido con el discurso general sobre la traducción –y que se refleja en la mayoría de respuestas a la encuesta– consiste en presuponer la excelencia del original. En el caso de las obras canónicas, es evidente que es así (aunque alguien dijo que incluso Homero dormitaba a veces), pero éstas constituyen un porcentaje muy reducido de las obras literarias traducidas. Y, por lo demás, el ámbito de la traducción supera con creces el de lo «literario». El contexto de la encuesta conduce a suponer que ésta se refiere exclusivamente a lo canónico (a un subgrupo de un subgrupo), pero se trata de algo ímplicito, y Jorge Aulicino, al modo de los llamados filósofos presocráticos, detecta la fisura y la pone en evidencia. Cabe suponer que algunos originales, en tanto que artefactos o construcciones, pueden no alcanzar los niveles de excelencia textual o estilística postulada por ellos mismos. ¿Diríamos entonces que no parecen originales?
Además, en su generalidad, la pregunta permite respuestas (legítimas) que emiten juicios al margen del original. ¿Qué figura de lector responde a las preguntas? ¿Un lector ingenuo o un lector crítico (en términos de traducción)? Cuando actuamos como lectores ingenuos, nos entregamos sencillamente al placer de la lectura. En algunas preguntas parece responder un lector ingenuo; en otras, un lector crítico.
Debe destacarse también que los mismos términos empleados pueden llegar a ser confusos: ¿qué se entiende por literalidad? ¿Es, en sí, algo negativo? ¿Puede ser una traducción literal, transparente y buena? De algunas respuestas parece deducirse que sí (o al menos eso es lo que se pide); pero, en otras, esos términos son incompatibles.
La ambigüedad de la pregunta y la cantidad de ímplicitos hacen difícil extrar una conclusión uniforme. Podría darse el caso de que todos los entrevistados estuvieran de acuerdo en considerar como buena una traducción concreta, por lo que he intentado centrarme en el lenguaje empleado para definir «buena traducción».
Desde este punto de vista, lo más llamativo quizá sea que un 17 por ciento de los encuestados (Andruetto, Jeanmaire, Bellessi, Jaramillo, Chirinos) responde, de una forma u otra, que buena traducción es la que se niega a sí misma. Esta respuesta dice más de la concepción que tiene el entrevistado acerca de la traducción que de los requisitos que ésta debe cumplir para ser considerada «buena», puesto que deja sin definir qué es una traducción en la medida en que, según esta formulación, una buena traducción es, en cierto modo, una no traducción. Sin duda, quienes han respondido de este modo también podrían estar de acuerdo, por ejemplo, en la afirmación de que una buena traducción es aquella que recrea una obra autónoma y autosostenida o aquella que permite una lectura placentera, pero lo significativo de la respuesta es que elige una definición (o una no definición) de la traducción en tanto que ausencia o carencia, es decir, como algo intrínsecamente negativo.
Un segundo grupo (21 por ciento) utiliza la terminología de la transparencia o hace hincapié en el placer provocado por el ajuste a las convenciones de la lectura (Millán, Bonnett, Zondek, Valle, Lara, Salvador). Aunque aquí Verónica Zondek pone de manifiesto el peligro que comporta seguir este criterio: «la traducción puede haber inventado el texto por completo».
Un tercer grupo (24 por ciento) subraya, con diferentes matizaciones, algún tipo de criterio que supone una correspondencia con el original, ya sea en términos de efecto similar o de ajuste a sus rasgos formales característicos (Sylvester, Villoro, Spregelburd, Magnus, Echevarren, Aulicino, Aguilar). Santiago Sylvester y Ariel Magnus parecen centrarse más en los efectos provocados por la lectura («una emoción lingüística similar», «la misma sensación de familiaridad o extrañeza»). Juan Villoro, Rafael Spregelburd y Jorge Aguilar Mora hablan de una «lealtad» o «fidelidad» no literal capaz de mantener el «ritmo esencial» (Villoro), producir un sentido desplazado (Spregelburd) o trasladar el mundo conceptual recurriendo a aproximaciones de equivalencias (Aguilar Mora). Roberto Echevarren y Jorge Aulicino señalan como fundamental «mantener la economía» del original (Echevarren) o su mismo grado de acierto o fracaso (Aulicino). Al hacer hincapié en esto último (el fracaso), Jorge Aulicino equipara buena traducción con mal texto (lo cual permite también no despojar un original de su cualidad de texto por el hecho de ser defectuoso).
Un cuarto grupo, el mayoritario (31 por ciento), responde afirmando, de un modo u otro, que una buena traducción construye (recrea) con otros medios una obra autónoma (Gandolfo, Cote, Morábito, Kartun, Serrano, Aguirre, Garland, Gamero, Erenhaus). También mencionan, como hacen otros, la relación con el original (en especial, Elvio Gandolfo), pero parecen subrayar más la autonomía de la traducción en tanto que obra con derecho propio.
Por último –y tal como están formuladas–, habría que agrupar en una categoría «Otros» (7 por ciento) dos respuestas: «como las de Borges» (Glantz) y «las del futuro» (Kamenszain).
Segunda pregunta:¿Le molesta leer un libro traducido a otras especies del castellano? Si sí, ¿por qué?
Formulada de este modo, la pregunta deja abierta a la interpretación del entrevistado su ámbito de aplicación. Ahora bien, ¿hasta qué punto es posible considerar como equivalentes unas opciones léxicas diatópicas en el caso de un ensayo, un poema de Celan, una obra de Shakespeare y una novela contemporánea plagada de argot callejero? En la pregunta se mezclan en realidad dos cuestiones (al menos): la del uso por parte de la traducción de opciones léxicas que (quizá inevitablemente) tienen una marca local en situaciones en que dicha marca no existe en el texto original y su uso en situaciones en que la marca está presente y la traducción intenta mantenerla por medio de la localización. Muchos entrevistados hacen matizaciones al respecto, pero otros no.
Un primer grupo de entrevistados (21 por ciento) no parece, en principio, especialmente molesto por el uso de otras «especies» del castellano (Cote, Bellessi, Aguilar, Lara, Salvador, Chirinos).
Un segundo grupo (24 por ciento) afirma, sin grandes precisiones, que se siente molesto por el uso de opciones léxicas locales (Jeanmaire, Bonnett, Echavarren, Zondek, Kartun, Aulicino, Jaramillo).
Y, por último, un tercer grupo, mayoritario (55 por ciento), indica una molestia matizada por algún tipo de salvedad. Cabría hacer en él una subdivisión en dos grandes bloques. Por un lado, las respuestas del primer bloque (38 por ciento) que expresan molestia sólo ante un uso excesivo o injustificado de la localización sin que parezca que hacen una distinción especial en cuanto a procedencias y teniendo en cuenta, en cierto modo, las características del original y de su género (Gandolfo, Sylvester, Villoro, Spregelburd, Morábito, Magnus, Millán, Andruetto, Serrano, Valle, Ehrenhaus). Y, por otro, un segundo bloque (17 por ciento) agrupa a quienes se sienten particular y exclusivamente molestos con el castellano de España (Aguirre, Garland, Glantz, Gamerro, Kamenszain).
Tercera pregunta: ¿Quiénes, en su opinión, han sido buenos traductores en su país? ¿De qué obras?
Esta pregunta podría permitir la compilación de pequeños Parnasos nacionales de traductores, aunque quizá sólo sea posible hacerlo con cierta representatividad en relación con Argentina, de donde proceden casi la mitad de las respuestas, trece de veintinueve.
El «canon» de traductores argentinos citados está encabezado por Gerardo Gambolini y Enrique Pezzoni, con 4 menciones, y luego aparecen citados tres veces Aurora Bernández, Jorge Luis Borges, Jorge Fondebrider y Alberto Girri. Los cinco escritores mexicanos muestran un acuerdo casi unánime en torno a Antonio Alatorre y Tomás Segovia, mencionados cuatro veces; Sergio Pitol es citado tres, y Fabio Morábito, Octavio Paz y José Luis Rivas, dos. Aunque a la encuesta sólo han respondido tres escritores colombianos, también entre ellos hay un alto grado de consenso: Nicolás Suescún es citado por todos ellos, y José Manuel Arango, William Ospina, José Carlos Restrepo y Margarita Valencia aparecen dos veces.
Algunos entrevistados no han querido ceñirse al ámbito nacional de la pregunta (lo cual podría señalar un rechazo implícito al concepto de literatura nacional; sobre todo en el caso de Elvio Gandolfo) y han ofrecido nombres de traductores de otros países. Miguel Sáenz, por ejemplo, aparece mencionado por dos entrevistados no españoles (y por un español). El caso extremo sería el de la argentina Tamara Kamenszain, que sólo cita al poeta brasileño Haroldo de Campos.
El catálogo final resulta heterogéneo, puesto que a veces se ciñen a ámbitos o géneros muy concretos; otras, a obras consideradas canónicas o, por el contrario, a lecturas más particulares (o que se adivinan más incidentales). Algunos entrevistados citan un nombre, otros bastantes más. En un caso (Bonnet) se afirma que no hay muchos buenos traductores (aunque cita tres); en otro (Garland), la entrevistada cita dos obras de las que no recuerda el nombre del traductor (son los españoles Aníbal Leal y Joan Parra). En el polo opuesto Elvio Gandolfo, Juan Villoro, Fernando Serrano y Jorge Aulicino citan más de diez. Aulicinio, aunque se centra en la traducción poética (y cita a más de una veintena de traductores), abre la puerta a la posibilidad de considerar como buenos traductores a aquellos que han traducido obras que escapan al ámbito de lo literario. Menciona en primer lugar a la traducción del Contrato social de Rousseau, una traducción censurada. Lo cual, en realidad, pone de manifiesto la distinción entre traducción relevante y buena traducción.
Las respuestas permiten dar un contexto más concreto a lo dicho en la primera pregunta. De modo especial, dos autores argentinos (Kartun y Spregelburd) coinciden en sus gustos y se entrecitan. Otro, uruguayo, se cita únicamente a sí mismo (Echavarren). Este último autor se menciona, además, como traductor de poesía rusa; lo cual, por supuesto, no permite presuponer nada negativo acerca de la calidad de esa traducción (Ezra Pound no sabía chino), pero sí que sirve para matizar su respuesta a la primera pregunta (una buena traducción «debe mantener la economía del original, vale decir el ritmo, tensión, economía verbal, todo esto escogiendo en cada caso las expresiones y vocablos más idóneos»). Todo ello lleva a pensar que existen criterios de calidad que muchas veces no son mencionados en la definición de una «buena» traducción. Sea lo que sea lo que eso quiera decir.
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