Las primeras traducciones de Ausiàs March
A Ausiàs March no le han faltado, de Jorge Montemayor a Pere Gimferrer, grandes traductores a la más vecina de las lenguas peninsulares. Ya muy apreciado por sus contemporáneos, como el Marqués de Santillana, mereció muy pronto la condición de clásico y fue, después de Petrarca, el autor vulgar más imitado por los poetas españoles del Renacimiento, como Garcilaso, Boscán o Diego Hurtado de Mendoza, y el más favorecido por la devoción de próceres como el almirante de Nápoles Ferran Folch de Cardona, quien tenía el libro de sus obras —según contó precisamente Boscán— «por tan familiar como dicen que tenía Alejandro el de Homero».
La historia de las primeras traducciones castellanas de Ausiàs March es conocida. En realidad son poco útiles para un lector de hoy y presentan bastantes errores de compresión debidos a veces a los problemas de transmisión de los textos, que, erratas aparte, afectan a cuestiones tan importantes como la ordenación del cancionero o la ausencia de tornades. Pero a pesar de esos defectos y a pesar también de la dificultad de establecer en la época los límites entre traducción, adaptación e imitación (de hecho, a menudo es en imitadores ocasionales donde topamos con las mejores traducciones de algunos pasajes antológicos), las experiencias de traducción de Ausiàs March durante el llamado Siglo de Oro nos han legado problemas y soluciones fructificantes y constituyen la mejor muestra del modo en que la traducción se fue acomodando a los avatares de la historia literaria.
El primer traductor, Baltasar de Romaní, declaró haberse propuesto traducir los «metros» de March «en lengua castellana por su mismo estilo». La princeps aparece en 1539, cuando los endecasílabos con cesura marcada (tras la cuarta sílaba, al modo de March), algunas rimas conservadas contra natura y los demasiados oxítonos la alejan de la musicalidad del endecasílabo italiano que acabaría imponiéndose en la poesía española. La traducción de Jorge de Montemayor, aparecida en 1560 y compuesta cuando la poesía italianizante ya está plenamente naturalizada, es literariamente la mejor de las antiguas, pero el escritor portugués no pudo evitar idealizar la temática, petrarquizar las imágenes y rebajar o preterir la conflictiva religiosidad del original. En definitiva, estas dos traducciones reflejan perfectamente el estado de la poesía española antes y después del triunfo de Garcilaso. La traducción de Montemayor fue reeditada en un par de ocasiones (en Zaragoza, 1562, y en Madrid, 1579) y resultó muy importante para la lectura que hicieron de March las generaciones siguientes, que también pagaron su tributo de admiración al poeta valenciano con traducciones ocasionales: destacan las que hizo el Brocense hacia 1580 y «al pie de la letra» del «Canto primero» (esto es, el poema XXXIX), y las atribuidas demasiado alegremente a Quevedo, entre ellas la del Cant espiritual, que presentan la particularidad de la recuperación del octosílabo en la línea de la poesía religiosa barroca. El impresionante inicio de este poema («Puys que sens tu algú a tu no basta, / dóna·m la mà o pels cabells me lleva; / si no estench la mia ’nvers la tua, / quasi forçat a tu mateix me tira») sonó así en el castellano del siglo xvii:
Pues sin Ti cualquier que prueba
a Ti llegarse es en vano,
dame tu divina mano
o por los cabellos lleva.
Y si temiendo tu ira
no estiendo la mía a la tuya,
tú, forzado antes que huya,
para Ti mesmo me tira.
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