El 6 de agosto pasado, Marietta Gargatagli publicó una nueva columna de opinión en El Trujamán. Por su pertinencia, se la reproduce a continuación
¿Amargo declive?
En algún momento del siglo xx las traducciones al castellano dejaron de ser artefactos insensatos para convertirse en obras de arte. No faltaban antes, en tan inmenso universo verbal, traducciones extraordinarias, pero el término medio adolecía de solapados galicismos (fuera cual fuera el idioma del original el francés era siempre la lengua vehicular), anomalías gráficas, acortamientos y sustituciones. Tales atributos no impidieron a ningún lector compulsivo conocer la literatura universal, fuera poesía, cuento, teatro, ensayo o novela, porque los grandes libros, como ya se dijo, atraviesan las malas traducciones. Con el correr del tiempo aquellos engendros fueron desapareciendo del mercado porque excelentes editores comprendieron que elegir buenos traductores y pagarles bien beneficiaba el producto, su buen nombre, la cultura y las ventas. Ahora, sin embargo, todo parece anunciar un amargo declive. La buena literatura compite con una narratividad plana y mimética que ocupa los lugares más visibles en los escaparates, las mesas o los catálogos de las editoriales de transatlántico tamaño.
Para qué contratar a los profesionales de antaño: traductores; correctores de estilo, de galeradas, de compaginadas; revisores del producto final si una sola persona, llamémosle traductor, puede hacer todo el trabajo y casi gratis. Para qué buscar a alguien que sepa castellano si las frases de los libros que se aspira a traducir tienen seis palabras y nunca ofrecen la temible posibilidad de una subordinada o un pluscuamperfecto. A quién le importa que en español «a parte» se escriba «aparte», que la tercera persona del presente del indicativo del verbo chasquear sea «chasqueó» y no «chascó» y que no exista la palabra jumus para indicar esa fresca crema de garbanzos a la que todo el mundo conoce como humus.
Si esto sigue así por qué no reclamar para los lectores compulsivos, los que siguen leyendo muchas traducciones, los mismos derechos de cualquier consumidor. O es que un libro imposible de leer es menos fraudulento que una cafetera que no funciona, un avión que no llega a su destino o un osito navideño venenoso. Si este declive de las palabras sigue su amargo curso los tiempos venideros proyectarán en el paisaje una renovada versión de Fahrenheit 451: rodeados de una masa de analfabetos un selecto grupo de lectores intentará memorizar las muchas posibilidades narrativas del santo grial.
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