El 18 de agosto pasado, el prestigioso polígrafo Andrés Ehrenhaus subió una nueva columna a El Trujamán. Sin más preámbulos, se la reproduce a continuación.
Traducción digital, traducción dactilar
La traductora acaba de recibir un sobre con una carta dentro. El cartero ha interrumpido su labor por unos instantes y la traductora aprovecha el paréntesis para prepararse una bebida caliente o fría, regar alguna maceta, abrir o cerrar una ventana y desentumecerse. Está empezando a oscurecer, es ese momento mágico del día. La carta la remite una editorial para la que ha hecho algunas traducciones y en esencia le propone que sepa ajustarse al espíritu de los tiempos y se avenga a acordar una serie de términos relativos a la digitalización de esas traducciones así como de las que «pudiere realizar para nosotros», dice el texto, en un futuro hipotético. También, insiste la carta, la urgen a aceptar las condiciones de «explotación digital» de las mencionadas traducciones. La traductora, que no es experta en lenguas clásicas, sabe sin embargo y sin necesidad de recurrir al diccionario que digital viene de digitus, ‘dedo’ en latín, aunque a la vertiginosa lengua actual le interesa más su carácter de cifra, es decir, la proteica capacidad de los dedos para representar unidades, decenas, millares… En otras palabras, la carta de la editorial habla de números o, mejor dicho, de la traducción de palabras en números, en dígitos, en ceros y en unos. Pero lo que más llama la atención de la traductora no es la ingenuidad de la metonimia sino el tono de urgencia, de apremio, de aceleración, la sensación de carrera anaeróbica, de falta de aliento que transmite su texto, el mensaje casi apocalíptico: es ahora o nunca. Hay que digitalizar.
La traductora vuelve a tomar asiento frente a su libro, su pantalla, su teclado. Es consciente de que la herramienta que usa a diario para llevar palabras de aquí para allá es también, por así decirlo, digital. No sólo porque se vale de esa tecnología para llenar páginas y páginas sin acumular papel, por ejemplo, sino porque también puede agilizar el trabajo buscando información, sinónimos, referencias en la red virtual. Virtual: otra palabreja que se las trae. Otra metonimia. La vida cotidiana parece estar más llena de metonimias que de metáforas. Virtual viene de virtus, ‘fuerza’ o ‘voluntad’ en latín; pero la acepción que hoy se impone viene de fuerza virtual, un pleonasmo que se autoanula: la fuerza virtual es una fuerza que, aplicada a otra igual pero contraria, produce la inmovilidad de un sistema dado. Una fuerza que no necesita estar para ser, o quizá viceversa. Precisamente a través de la red virtual le ha llegado hoy, en coincidencia con la carta real, no virtual, sobre la inminencia de lo digital, otro mensaje, digital éste, es decir, virtual, que la invita, con la misma premura apocalíptica y el mismo tono de aliento escaso y tierra quemada, a confiar la mayor parte de su labor a los sistemas, justamente, quién lo diría, de traducción asistida digital, novedosos e innovadores a partes iguales.
Antes de que pueda interiorizarse debidamente de las indiscutibles ventajas y los innúmeros beneficios de este nuevo no va más, en la casa de la traductora se corta la luz. La pantalla se apaga, concentrándose por un microsegundo en un protón. La habitación queda a oscuras. La traductora se asoma a la ventana y comprueba que el corte de suministro eléctrico es general y, también, que ya ha anochecido y que en el cielo no hay luna. Sin embargo, aún queda un buen rato para la cena, así que no ve razón ninguna para no seguir trabajando. Enciende varias velas, aparta el teclado, abre el cuaderno, empuña la estilográfica o el lápiz y, con una sonrisa de no se sabe dónde en los labios, se aboca a lo que mejor sabe hacer: la traducción dactilar.
Es que habría que confiar en el anteojo, no en el ojo, dijo el maestro. Gracias, Irene
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