Es una copia... Es un original... Es ¡traducción!
El título, evidentemente, alude a Supermán, el personaje de Jerry Siegel y Joe Shuster, uno de los héroes de cómic más incombustibles de todos los tiempos. Aunque pueda parecer un tanto traído por los pelos, espero que al final se vea que tiene algo que ver con el contenido de este artículo. En cualquier caso, a partir de textos esenciales de Goethe, Benjamin, Nabokov y Borges, intentaré dilucidar qué es una traducción literaria: copia, original, versión, interpretación, reescritura, crítica, exégesis, falsificación, manipulación... o todo lo contrario. Empezaré por Borges, que es siempre lo más socorrido. Dentro de su obra hay un cuento que lleva camino de convertirse en el más citado por todos los teóricos de la traducción literaria. Me refiero a «Pierre Menard, traductor del Quijote», cuyo argumento es conocido: Pierre Menard, erudito francés, se propone un día reescribir el Quijote. Menard «no quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró una transcripción mecánica del original: no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes». Confieso que el cuento, cuando lo leí por primera vez, me irritó. Borges, claramente, se había pasado. Luego comprendí que, en realidad, Borges había inventado, nada más y nada menos, que una nueva forma de traducción que añadir a las tres que Roman Jakobson definió en 1959, en un artículo seminal1: la traducción intralingual, la interlingual y la intersemiótica. Pierre Menard había realizado una traducción sencillamente intratextual, que utilizaba los signos, no sólo de la misma lengua, sino del propio texto traducido. De que el Quijote de Menard era una «copia», creo, no puede haber duda. Lo que resulta dudoso es que fuera una «traducción». ¿No presupone toda traducción no sólo otra lengua, sino también una diferencia? (Sobre este aspecto no me resisto a contar una anécdota. Hace unos años traduje para el Teatro de La Abadía de Madrid el Urfaust de Goethe. José Luis Gómez, su director, me fue obligando a hacer hasta siete versiones distintas: literal, explicativa, fonética, rítmica, rimada, sin rimar... Una día me dijo por fin lo que quería: un texto que sonara lo mismo, utilizara la misma métrica, rimara, tuviera la misma belleza y no se apartara un ápice del sentido original. Naturalmente, le dije que la única solución que se me ocurría era representar el Urfaust en alemán.) Volviendo brevemente a Borges. Hoy que tanto se estima en literatura la llamada intertextualidad (forma elegante de decir plagio inventada por Julia Kristeva), ¿no podría considerarse que Pierre Menard fue el rey de los plagiarios? Había utilizado un texto ajeno, incorporándolo a su obra, pero lo había incorporado en su totalidad, convirtiéndolo en la obra misma. Walter Benjamin. No voy a referirme aquí a su ensayo de 1936 sobre «La obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica»2, aunque parezca pintiparado para la ocasión, sino a otro ensayo, «La tarea del traductor»3, que, en el ranking de artículos más citados por quienes se ocupan de la teoría de la traducción, mantiene un reñido mano a mano con el citado «Pierre Menard». El ensayo de Benjamin no está demasiado bien traducido al castellano (lo que suele ocurrir con casi todos los textos sobre traducción) y ello, unido a su oscuridad natural, hace que se preste casi a cualquier cosa. Ahora bien, a los efectos que aquí interesan, las tesis de Benjamin son sensacionales. La más importante parece ser que, en realidad, la obra original es sólo la primera versión de un texto, completada luego por sus traducciones a otros idiomas. Javier Marías escribió una vez que podría entenderse que las traducciones son una especie de variaciones sobre el tema de una composición musical original, lo que no está nada mal visto, pero Benjamin fue más allá: para él, las traducciones iluminan el primer texto, que, además, moriría sin la supervivencia que las nuevas versiones le aseguran. En la historia de la literatura, el puesto de una obra será ocupado no sólo por ella, sino también por todas sus versiones hechas a distintos idiomas a través de los siglos. En el fondo, es la misma idea que expresa en el ensayo sobre la obra de arte en la era de su reproducibilidad técnica: la historia de la Mona Lisa comprende la de todas las copias hechas de la Mona Lisa en los siglos XVII , XVIII y XIX . Para cualquier traductor literario, Benjamin es una ganga.Y es que, en su afán de reconocimiento, el traductor oscila siempre entre dos posturas. A saber: decir que él es tan autor, tan creador, como el autor original, el cual sólo tuvo la suerte de estar antes allí en el momento oportuno.Y decir que, en el fondo, no hay autores: todos somos traductores de unos textos ideales que teóricamente podrían contemplarse en alguna caverna platónica. La línea de Benjamin es también la de Octavio Paz: ningún texto original lo es enteramente, y además toda traducción es igualmente un original, porque «cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y, así, constituye un texto único»4. Había prometido hablar también de Nabokov. Y Benjamin me da pie: en su ensayo sobre la tarea del traductor, con perfecta incongruencia, Benjamin acaba diciendo:«Porque, de algún modo, todas las grandes obras literarias, pero más que todas las sagradas, contienen, entre líneas, su traducción virtual. La versión interlineal de los textos sagrados es el modelo originario o ideal de toda traducción». Pues bien, la posición de Nabokov hacia la traducción fue siempre, cuando menos, ambivalente. Por un lado, tradujo al ruso, según dicen maravillosamente, Alicia en el país de las maravillas. Una traducción libérrima, en la que Alicia se convierte en Anya y Nabokov traslada la acción, los personajes y las parodias del texto de Carroll a un ambiente familiar para los niños rusos. En cambio, su traducción del Evgueniy Onieguin de Pushki es un trabajo de eslavista para eslavistas, casi de esclavista para esclavos. Como el mismo Nabokov confesó en una entrevista de 1962, «a la fidelidad de la transposición lo he sacrificado todo: elegancia, eufonía, claridad, buen gusto, uso moderno e incluso corrección gramatical». Él habla de «transposición» y no de traducción, pero su Eugenio Onieguin no es una transposición, sino, a lo largo de sus cuatro volúmenes, una especie de inmensa explicación y hermenéutica de la novela de Pushkin. No le pareció así a su (hasta entonces) amigo, el crítico Edmund Wilson, quien, en un famoso artículo, habló de «torturas infligidas [por Nabokov] al lector y a sí mismo», «estilo innecesariamente torpe» y, sobre todo, «ausencia de sentido común». La polémica entre los dos gigantes resulta interesante e instructiva5, porque Nabokov no se mordía precisamente la lengua (lo más suave que dice de Wilson es que era incapaz de escandir debidamente un verso ruso), pero lo que importa es que, aunque pueda discutirse si el Oneguin de Nabokov es o no una traducción (un tipo de traducción absolutamente literal), parece evidente que no se trata de una copia, sino de un verdadero original acompañado de un aparato crítico desmesurado. El propio Nabokov, con notoria incongruencia, al traducir o colaborar con su hijo Dmitri en la traducción al inglés de sus novelas rusas, o al traducir él solo Lolita al ruso, no siguió en absoluto ese criterio, pero habrá ocasión de volver sobre él al tratar de las traducciones hechas a otros idiomas por el autor del texto original. Aunque pueda parecer una blasfemia, las ideas de Goethe sobre la traducción tampoco fueron demasiado coherentes. Debo confesar que siento hacia ellas cierta desconfianza desde que supe que, en una conversación con Eckermann, el 3 de enero de 1830 7 , elogió la traducción francesa hecha por Gérard de Nerval de la primera parte del Fausto, diciendo que le gustaba mucho más que su propio texto alemán. Goethe no lo sabía, pero la traducción hecha por Nerval (que en aquella época tenía diecinueve años) es un descarado plagio de otra traducción anterior, y Nerval, que sabía muy poquito alemán, se equivoca cada vez que intenta mejorarla6. Pues bien, Goethe fue, entre otras mil cosas, no sólo lingüista, sino también traductor: tradujo a Cellini; tradujo Le neveu de Rameau de Diderot (que se publicó, por cierto, antes en alemán que en francés); tradujo a Voltaire, a Racine, a Corneille...7. En las notas a su Diván oriental-occidental8, habla de tres clases (o tres épocas) de la traducción: la primera es la «prosaica», la traducción en prosa que nos da a conocer, sin salir de casa, la obra poética extranjera. La segunda es la «paródica» (no en el sentido de imitación burlesca, sino en su más puro sentido etimológico de «camino paralelo»), es decir, la traducción que trata de adaptarse a lo extranjero, pero sólo para apropiarse de su espíritu y expresarlo como propio.Y hay un tercer tipo de traducciones –el supremo y último para Goethe– en que la traducción trata de identificarse con el original, de forma que pueda, no sólo sustituirlo (anstatt des andern), sino ocupar su lugar (an der Stelle des andern). No es éste el momento de señalar paralelismos con la sobradamente conocida teoría de Schleiermarcher sobre las dos formas de traducir (aproximar el lector al original o el original al lector). Lo importante en Goethe es, me parece, cómo subraya que una buena traducción, una buena copia, puede reemplazar al original. En alemán, evidentemente, Shakespeare ha dejado de ser hoy Shakespeare para convertirse en Friedrich von Schlegel o, mejor dicho, al revés. O lo que es lo mismo: Shakespeare aparece en la literatura alemana y se incorpora irrevocablemente a ella dos siglos después de haber muerto William Shakespeare. Con esto he dado ya un repaso a los autores prometidos, y hora sería ya de hablar de las traducciones que no niegan su humilde condición de copia. Pero antes me gustaría traer a colación a Botho Strauss, que ha dicho también sobre el tema algo que viene al caso. El controvertido dramaturgo alemán, críptico novelista y ensayista excelente, escribió en 1999 Die Fehler des Kopisten (Los errores del copista)9. Es una mezcla de relato y ensayo, en el que elogia la vida sencilla y hace una aseveración sorprendente: todo está ya escrito, todo escritor continúa sólo una tradición, es un simple copista, y su originalidad aparece únicamente cuando, por error, se aparta de esa tradición. Sólo así, como ocurre en el mundo de los seres vivos cuando la Naturaleza copia erróneamente el código genético, puede surgir una especie nueva, original. Por lo común, el escritor, el copista, «vive sólo para confirmar, minuto a minuto, lo que, en versos o renglones, se ha escrito siempre». Es un simple «continuador de lo escrito» y todo texto literario –en lo que coincide con Julia Kristeva–, un mosaico de citas. En Los errores del copista, el tema es recurrente: «Todo lo nuevo ha sido sólo nuevamente elaborado, como si el signo de nuestra época fuera la planta de reciclaje. [...] Es como si todos los barcos se dirigieran al gran puerto de la literatura y ninguno pusiera rumbo mar adentro». Pues bien, pregunto yo, si los escritores no son más que simples copistas, ¿qué ocurre con los copistas de los copistas, es decir, con los traductores? ¿Podría decirse que son más originales que los propios autores de los textos que traducen, porque no se limitan a copiar las equivocaciones de ellos sino que añaden sus propios errores, haciendo surgir así nuevas especies, nuevos seres, aunque alguna vez –reconozcámoslo– teratológicos? No obstante, quizá lo más sensato sea no hablar de traducción ni de traductores, sino de traducciones. Pese a Derrida, las traducciones son copias, mientras no se demuestre lo contrario, pero su calificación como tales no depende de su fidelidad, ni de su calidad, sino de factores menos nobles y mucho más aleatorios. En primer lugar, de la intención del traductor: si éste pretende crear una obra original, convirtiéndose (Novalis) en «el poeta del poeta», su traducción no será una copia. Octavio Paz subraya que, en contra de lo que suele decirse, pocas veces los poetas son buenos traductores de poesía: en realidad, utilizan el poema ajeno como punto de partida para escribir su propio poema. En segundo lugar, el estatus de una traducción depende, sobre todo, de su aparición en el tiempo. Si recordamos a Benjamin, parecería que el autor original es sólo el que copió primero: el que estuvo allí en el momento adecuado. En literatura, como se dice en la milicia, «la antigüedad es un grado». Sin embargo, la verdad es que ni siquiera ser el primero parece ser decisivo en esa materia. Lo que importa es la difusión. Claude Bleton, traductor de Juan Goytisolo y Juan Marsé, entre otros, en su novela Los negros del traductor10 , cuenta la historia de un francés, traductor de español, que poco a poco va impacientándose porque los autores españoles, que normalmente se dedican sobre todo al deporte nacional del consumo de cañas, tienen poco tiempo para escribir sus obras maestras, y empieza a hacerles sugerencias e, incluso, a escribirles partes enteras de sus obras sin terminar. Los escritores españoles, al principio, lo aceptan encantados, pero en un momento dado uno de ellos se rebela, y entonces el traductor lo mata. El problema que se plantea, a medida que los asesinatos (¡diez negritos!) proliferan, es que empiezan a aparecer las traducciones antes que los originales, e incluso traducciones de originales que nunca podrán existir ya, porque sus autores han muerto. Yo creo que el verdadero problema estriba en que la palabra «copia» arrastra un estigma. Cuando Schopenhauer dice, en sus Parerga y Paralipomena, que una biblioteca de traducciones le parece una galería de pintura en la que sólo hubiera copias, lo dice, evidentemente, con muy mala baba11. De nada sirve que los traductores se empeñen en decir que el concepto de originalidad es decimonónico y hoy está anticuado. Que los autores clásicos no distinguían entre traducciones, imitaciones y originales. Que los escritores de la Europa oriental, los rusos a la cabeza, reivindican sus traducciones como libros suyos y Pasternak consideraba que su libro más importante sería la traducción del Fausto, que no llegó a terminar. O que aduzcan que Javier Marías dice que probablemente su mejor texto es y será siempre su traducción del Tristram Shandy de Sterne12. El problema, creo, es que el traductor no acaba de creerse lo que afirma y, en el fondo, en el fondo, piensa que es un falsario. En una lección inaugural del curso en la Universidad Pompeu Fabra, hace un par de años (2003-2004) –pido perdón por la autocita–, mencioné el libro de Patricia Highsmith El temblor de la falsificación 15 .Todo traductor, dije, experimenta al iniciar su traducción ese temblor.Y hay argumentos que avalan la tesis de que el propio traductor se siente en falta continuamente. En mi caso personal: ¿por qué, por sistema, no leo traducciones, salvo cuando tengo que hacerlo por razones profesionales? ¿Por qué me niego a poner la firma que me solicita algún admirador en un libro que he traducido? ¿Por qué seguimos siendo todos atrozmente desconfiados (recientemente, las traducciones de los Genji Monogatari de Murasaki Shikibu nos han confirmado en nuestros prejuicios) cuando se trata de traducciones de traducciones? Si creyéramos de verdad lo que afirmamos, una traducción de una traducción sería sencillamente una copia más, pero no necesariamente mala. Traducciones, versiones, adaptaciones, imitaciones13, textos inmigrantes con papeles, sin papeles o que han perdido los papeles... ¿Dónde están las fronteras? Botho Strauss dice: «Hay épocas de transportistas y de fundadores. Hay épocas de copistas: la época de los gramáticos alejandrinos y de los monjes medievales». Quizás hayamos entrado en una de esas épocas sin darnos cuenta. La originalidad se bate en retirada. ¿Es realmente la traducción un género literario, como aseguró Ortega? ¿O una función especializada de la literatura, como dijo Octavio Paz, que llamó a traducción y creación «operaciones gemelas»14? ¿Por qué si la traducción es una manifestación del noble arte de la copia, no tiene su musa (como no la tiene, por cierto, la filosofía), tal como señala agudamente Benjamin? ¿Es la traducción un simple plagio que no quiere decir su nombre? (La palabra plagio, en su arcaico sentido latino de «secuestro» siempre me ha encantado. Conocía su uso mexicano, pero ahora me entero –Diccionario Panhispánico de Dudas– de que se utiliza en ese sentido en casi toda América.) ¿Se apodera simplemente el traductor, para venderlo, de un texto que no es su esclavo? ¿Y qué pasa con los plagios de otros plagios, es decir, con los plagios de las traducciones? En el teatro español contemporáneo cabría citar a toda una serie de insignes escritores, desde Vázquez Montalbán (Shakespeare) hasta Antonio Gala (Tennessee Williams), pasando por Buero Vallejo o Camilo José Cela (ambos Brecht), que han practicado con desenvoltura el plagio en ese campo. ¿Es de verdad el plagio, como afirmaba Giraudoux, la base de todas las literaturas, salvo la primera, que no conocemos? Es un hecho probado que muchas literaturas (la latina, la polaca, quizá todas), comenzaron por una traducción...15. ¿Podríamos decir, parafraseando a Eugenio d'Ors, que «lo que no es traducción es plagio?». Por otra parte, el hecho de que un texto traducido alcance la consideración de original o copia depende muchas veces, no siempre, de la intención del autor. Quizá Lutero o los anónimos autores de la Biblia del rey Jacobo no pensaron nunca que su obra desplazaría, en sus respectivos países, al texto original de la Biblia , pero así ha sucedido. Sin embargo, el caso inverso –el de un texto claramente original que pretende pasar por traducción, por copia– es casi exclusivo de la literatura. El traductor, también como el plagiario latino, trata a veces de vender como esclavo a un hombre libre. No me refiero al Quijote, porque Cervantes no pretende seriamente que el lector se crea que su texto es traducido, pero hay casos famosos en la historia de la literatura. El Rubaiyat de Omar Khayyam seguramente tiene mucho más del inglés de Edward J. Fitzgerald que del farsi original, pero, al menos, ha pasado a la historia como traducción. Sin embargo, a nadie se le ocurriría hoy aceptar que los poemas de James McPherson fueran escritos, como él pretendía, por Ossian, hijo de Fingal.Y en España podemos encontrar casos sorprendentes en la novela de quiosco de la posguerra: no hablo de los apodos utilizados para escribir por escritores como José Mallorquí, Guillermo López Hipkiss o Francisco González Ledesma (el famoso Silver Kane), sino de traducciones del inglés encargadas y vendidas (a un precio miserable) como traducciones, aunque tuvieran muy poco que ver con el original. Los ejemplos podrían multiplicarse en todos los países. ¿Y qué pasa cuando el autor traduce su propia obra, convirtiéndose en copista de sí mismo? ¿No sería demasiado aventurado suponer que las traducciones de Nabokov al inglés (idioma execrable, según Nabokov, claramente inferior al ruso) de sus propias novelas son más bien otros tantos originales? Y, en el caso de Samuel Beckett, parece evidente que cuando se traduce no se traduce, sino que se reinventa. Sus versiones al inglés y al francés difieren demasiado entre sí. Por último, no parece descabellado suponer que la copia de otros textos mediante la traducción cumple muchas veces, simplemente, una función análoga a la de la copia de obras pictóricas por artistas mediocres o principiantes.Ya a mediados del siglo XVII lo señalaba así Johann Christoph Gottsched y luego lo recomendó Robert Louis Stevenson. Para terminar, quiero añadir que, en contra de lo que lleva diciéndose muchos años en la teoría de la traducción literaria, la traducción comienza y termina en la palabra. Es cierto que no se traducen vocablos, sino translemas (como dice Julio César Santoyo: unidades mínimas de traducción) o, si se quiere, textos, obras enteras, autores enteros, culturas enteras. Pero, en definitiva, seamos sinceros: sólo traducimos palabras. «En principio era el verbo» plantea ya un problema de traducción al doctor Fausto, pero lo que no suele decirse es que, en materia de traducción, la palabra es también el fin. Robert Menasse, en su Phänomenologie der Entgeisterung (Fenomenología de la desespiritualización)16, que no se sabe muy bien si es una continuación, una crítica o una sátira de la Fenomenología del espíritu de Hegel, concluye con una afirmación apodíctica y seguramente irónica: «En principio fue la copia».Yo añadiría: y al final también. Volvamos al comienzo. El traductor no es Supermán.Ya Augusto Monterroso calificó, con razón, a los traductores de seres por lo general más bien melancólicos y dubitativos.Y el traductor medio coincide mucho más con Clark Kent, el periodista de traje gris y gafas, eternamente enamorado de su (musa sustitutiva) Lois Lane, que es el álter ego de Supermán: «Clark es torpe, tímido, inseguro de sí mismo. Pero es también educado, honrado; sobre todo, para los lectores de cualquier parte del mundo, resulta vulnerable e identificable.Y, en contraste con otros héroes de ficción popular de doble identidad [Don Diego/El Zorro o Bruce Wayne/Batman] Clark Kent es la falsificación y Supermán, el absolutamente recto, justo y poderoso... la realidad»17. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, casi de siglo en siglo, algún traductor se despoja de su disfraz y se convierte en benefactor de la humanidad. Look! Up in the sky. It’s a bird! It’s a plane... It´s Superman!18
1. Roman Jakobson, «On Linguistic Aspects of Translation», en Reuben A. Brower (ed.), On Translation, Cambridge, Harvard University Press, 1959, pp. 232 y ss. ↩
2. Walter Benjamin, Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit, Fráncfort, Suhrkamp, 1977, pp.19y ss. ↩
3. Walter Benjamin, «Die Aufgabe des Übersetzers», en Sprache und Geschichte, Stuttgart, Reclam, 1992, pp. 50 y ss. (hay diversas traducciones al español). ↩
4. Octavio Paz, Traducción: literatura y literalidad, Tusquets, Barcelona, 1971, p. 9.20Alexandr Pushkin,Eugene Onegin: a Novel inVerse, trad. inglesa y comentarios de Vladimir Nabokov), Princeton, Princeton University Press, 1955. ↩
5. Johann P. Eckermann, Gespräche mit Goethein den letzten Jahren seines Lebens, Stuttgart, Reclam, 1998 (hay traducción española de Rosa Sala: Conversaciones con Goethe, Barcelona,Acantilado, 2005). ↩
6. Sobre Goethe y la traducción, véase Antoine Berman: L'épreuve de l'étranger, París, Gallimard, 1984, pp. 87 y ss. (hay traducción española de Rosario García López: La prueba de lo ajeno: cultura y traducción en la Alemania romántica, Las Palmas, Universidad de Las Palmas, 2004). ↩
7. Johann Wolfgang von Goethe, West-Östlicher Diwan/Die Walhlverwandschaften, Múnich, Manesse, 2004 (hay diversas traducciones al español). ↩
8. Botho Strauss, Die Fehler des Kopisten, Múnich/Viena, Carl Hanser, 1999. ↩
9. Claude Bleton, Les nègres du traducteur,París, Métailié, 2004 (hay traducción española de María Teresa Gallego, Andrés Ehrenhaus, Miguel Sáenz y Jesús Zulaika, Madrid, Funambulista, 2004). ↩
10. Arthur Schopenhauer, «Parerga und Paralipomena», Zürcher Ausgabe, vol. X, Zúrich, Diogenes, 1977, p. 618 (hay diversas traducciones al español). ↩
11. Javier Marías, «Mi libro favorito», Literaturay fantasma, Madrid, Siruela, 1993, p. 210. ↩
12. Patricia Highsmith, The Tremor of Forgery, Londres, Penguin, 1987, p. 139 (hay traducción española de Maribel de Juan: El temblor de la falsificación, Madrid, Alfaguara, 1995). ↩
13. Octavio Paz, op. cit., p. 14. ↩
14. Karl Dedecius, Vom Übersetzen, Fráncfort, Suhrkamp, 1986, p. 120. ↩
15. Robert Menasse, Phenomenologie der Entgeisterung, Fráncfort, Suhrkamp, 1995. ↩
16. David Michael Petrou: «Superman, the Legend», en The Making of Superman.The Movie, Nueva York,Warner Books, 1978. ↩
17. El presente artículo se basa en una conferencia pronunciada el 13 de diciembre de 2005 en el Museo Patio Herreriano de Valladolid, en el marco de un ciclo de conferencias titulado El arte de la copia. ↩
18. El presente artículo se basa en una conferencia pronunciada el 13 de diciembre de2005 en el Museo Patio Herreriano de Valladolid,en el marco de un ciclo de conferencias titulado El arte de la copia. ↩
19. Véase el artículo de Jean Malaplate, «Un plagiat ignoré: la traduction de Faust par Gérard de Nerval», Colloquium Helveticum, 1998, n.º 9. ↩
20. Véanse Edmund Wilson, «The Strange Case of Pushkin and Nabokov», en The New YorkReview of Books,21de julio de 1965, y Vladimir Nabokov, «The Strange Case of Nabokov and Wilson», en The New York Reviewof Books, 26 de agosto de 1965. ↩
21. Javier Gomá Lanzón, Imitación y experiencia, Valencia, Pre-Textos, 2003. ↩
No hay comentarios:
Publicar un comentario