Gracias a Luis Chitarroni, ofrecemos aquí el contenido de su charla, ofrecida en el Club de Traductores Literarios, el lunes 18 de junio pasado y perdida en el video de la misma.
El contenido de una nota al pie
El arranque confesional no es el más adecuado para unos apuntes acerca de la traducción que tienen la indefinición y el alcance de meras observaciones de lector, pero en términos de caída referidos a la gravedad retrospectiva, la debilidad del argumento solo puede encontrar habilitación en un relato en primera persona. Y bien, el yo que era en el duro tránsito de canjear la indefensión de la infancia por la angustia de la adolescencia, dio en leer –en una casa de Adrogué en la que mis padres decidieron librarse transitoriamente de mí, a comienzos de la década del setenta, cerca de una madriguera de la que esperaba salir un hurón y de una enamorada del muro que yo esperaba fuera Ursula Andress o Raquel Welch –, Mediodía de espectros, traducción no del todo venturosa de The Ghosts’High Noon, de John Dickson Carr. Asegurar que, después de más de cuarenta años, no recuerdo un solo detalle de la trama es algo de lo que podría prescindir (en beneficio de la falta de curiosidad que la obviedad solicita), pero lo resalto en beneficio de mi único recuerdo sobreviviente (aparte del título y el autor): el contenido de una nota al pie. El contenido de la primera nota al pie en Mediodía de espectros consistía de esta cláusula única (tuve ocasión de corroborarlo): “Juego de palabras casi intraducible. Msrs. McCool dice Scotch como el whisky en lugar de scots (escoceses)”.
Esta deferencia del T. –tardé un tiempo en averiguar quién era el T., mi familia sustituta de Adrogué no era aficionada a la lectura– dista de ser, puedo entender hoy, un servicio necesario. O tal vez sí, y estoy pecando de ufano, de suficiente. O tal vez el asterisco pertinente estaba mal ubicado. Debía preceder la oración aclaratoria en el texto (“El escocés es el que viene en botellas”) y depositarse al final de la que conducía a la confusión (“lo tuvieron a mal traer, más de lo que queda bien a un caballero yanqui escocés”). Lo cierto es que hoy, que no me ahogo en ella embriagado por una sensación indescriptible, encuentro mi debut en el género (“degustación y coleccionismo de notas al pie”) no muy satisfactoria. Con otro agravante, ¿qué quiere decir “casi intraducible”? Que un acto de condescendencia entre las lenguas, mediación de san Gerónimo o del Espíritu Santo, ofreció de pronto el auxilio, el salvataje? ¿Y que ofrecer la explicación es el recurso capaz de recuperar aquello que de lo contrario quedaría “lost in translation”?
Había un comentario en Cahiers du cinema que decía más o menos: “Soy un hombre, piensa el adolescente que sale del prostíbulo; soy un realista, piensa el cineasta que con cámara que entra”. Bien, sin exagerar, yo salía de mi primera inmersión en una nota al pie con las dos convicciones.
El uso de la nota al pie, tan poco aconsejable hoy, dio material al extraordinario libro de Anthony Grafton acerca del desenfreno de malestar que conduce a la tragedia (¿o al frenesí?) Frenesí verdadero es el que uno siente –no experimenta, claro, démosle en esto la razón a Bioy– cuando lee las notas que Gibbon puso en The Decline and Fall of Roman Empire (Guedalla aseguraba que toda la vida sexual de Gibbon estaba en esas notas). Pero claro que el libro de Gibbon no es una traducción. Un proveedor tan imprudente como el detractor de Roma y el Vaticano en una traducción sería, creemos, penoso. Richard Burton, en su traducción de las Mil y una noches, no lo es; acumula hacendosamente en ellas datos etnográficos, antropológicos, burlas y veras, anécdotas hiperbólicas y otras apocrificidades, proezas eróticas, comprobaciones antropométricas, etc. Inaugura así una especie de estilo suplente –el Footnotebook, al que el siglo pasado ha rendido culto suficiente. Lo cierto es que el contenido de una nota al pie en una traducción, resulta un tema conflictivo, difícil de resolver, sobre todo si se trata de lo “casi intraducible”. Aun el conocimiento resulta a veces estrábico, una tragedia íntima, adherida al relativismo cultural, aunque llame la atención que nos expliquen otra vez quién es Zarathustra o Zoroastro mientras pasan por alto o se niegan a contarnos quién es Sataspes.
En fin, uno de los infiernos circulares de la educación que convive con el de la cultura es el predominio de lo historiado y lo obvio, y el descuido fantástico de lo verdaderamente oculto. Tal vez no sea necesario saber que Walter Scott, como heredero del romanticismo escocés, tardaba más tiempo inventando los epígrafes arcaicos de los capítulos, que inventando las historias concernientes a Ivanhoe, y en la medida en que lo ignoramos la noción de moderno adquiere también un carácter “fantástico”. Precedencia y destreza son dos cuestiones que atañen al traductor, pero de las cuales no debe hacer alarde. En casos extremos, la modestia de algunos traductores resulta incluso angustiosa. Así como no hay en la literatura argentina un repertorio de comentarios sobre la traducción comparable a la polémica Newman/Arnold (bueno sería), hay un elenco de traductores y una caravana de ejemplos capaz (aunque acaso no dispuesta) a reemplazarlo. De los famosos a los anónimos. Rodolfo Walsh dio a la nota al pie la relevancia genial que se merece en el cuento homónimo, y que es la que me consuela ahora, cuando me parece no haber llegado todavía a la personería del texto, a su cuerpo entero, el torso inalcanzable que la nota al pie se niega a acariciar. Pero tal vez no sea del todo frustrante ni inconveniente que nos detengamos aquí, sino todo lo contrario, la ocasión perfecta para dar oportunidad a una nota al pie.
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