jueves, 7 de agosto de 2014

"Vivimos una época incierta y desdibujada"

Ismael Attrache ha publicado la siguiente columna en El Trujamán deñ 30 de julio pasado. Vale la pena reproducirla.


Leer traducciones

Con frecuencia he comentado con varios colegas la perplejidad que me causan ciertas declaraciones de algunos traductores, que, cuando se les pregunta, aseguran que no suelen leer traducciones, que prefieren recurrir al original, especialmente cuando el texto está escrito en la lengua en que ellos trabajan. Más frecuente es todavía que los lectores de a pie (por llamarlos de alguna manera) lamenten verse obligados a recurrir a una traducción, cosa que, según ellos, les priva del sabor original, de la pureza, de la integridad de una obra que, por lo que se deduce de sus palabras, se ha visto corrompida, casi pisoteada.

Cuando empecé a traducir profesionalmente, hace quince años, también me obsesionaba esta idea de la integridad del texto original, esa noción, no sé si platónica o romántica, de que en algún lugar existía una obra incólume a la que yo debía aspirar. Esa idea, ahora mismo, casi me parecería ingenua si pudiera obviar la tensión innecesaria que causa a quien la alberga. Creo que también subyace en ella no sólo un cierto esnobismo, sino también una cierta tentación de trascendencia, de convertir nuestro oficio en una especie de coyunda sublime con las musas, en un pretexto para darse importancia, para adquirir un prestigio social que nos haga acreedores de la admiración de los demás. Motivos muy comprensibles, por otro lado, para entregarse a una profesión, pero que acaban entorpeciendo su desarrollo. 

Página traducida tras página traducida, se fue erosionando en mí esa idea de lo original, de lo intocable y de lo sublime; mi manera de ejercer la profesión fue saliendo del panteón de las cosas inmutables y grandiosas para irse situando, o más bien internando, en un terreno mucho más problemático pero también más interesante y más ambiguo: el de una exploración nunca concluida, el de una investigación a la que no se puede poner el punto final (nunca mejor dicho), sino cuya puntuación, por razonada y coherente que sea, siempre puede volver a revisarse. O discutirse.

Vuelvo a manifestar el asombro que me causa que un traductor, un lector, se vanaglorie de no leer traducciones. Porque al estudiar la obra de otros colegas, no sólo percibimos nuestras propias limitaciones y descubrimos soluciones nuevas a problemas que quizá habíamos dado por resueltos de un modo demasiado precipitado, sino que estamos haciendo otra cosa que tiene mucho que ver con todo lo que es literatura y lenguaje: estamos poniendo a prueba nuestro mundo interior, ése que hemos ido construyendo y amarrando a base de palabras; es decir, nos estamos abriendo a otras versiones, a las palabras del otro, a la deconstrucción de nuestros prejuicios y, quizá, al desarrollo de otras construcciones mentales nuevas y también perecederas. ¿Cuántos traductores, al consultarle una duda al autor al que traducen, han descubierto que éste no tenía la menor idea de por qué había puesto determinada palabra en cierto lugar? ¿Significa esto que existe un original inmutable? ¿Significa esto que sería más conveniente optar por lo ideal o por una incertidumbre consciente y razonada?

Creo que estas cuestiones reflejan posturas ideológicamente contrapuestas, por decirlo de algún modo, del ejercicio de la traducción y de la lectura. Quien prefiere leer únicamente lo que considera original se aferra a la seguridad ficticia de lo definitivo. Quien contempla el ejercicio de la lectura, de esa hiperlectura que es la traducción, como un proceso siempre inacabado en el que las voces de los demás desempeñan un papel crucial, en el que aportan un oxígeno imprescindible para que ese proceso siga teniendo sentido, se mudan a un lugar que resulta mucho más confuso pero también estimulante. Vivimos una época incierta y desdibujada en la que, con una frecuencia que de forma preocupante es cada vez mayor, unos y otros se lanzan con cierta desesperación a las seguridades de lo absoluto, a las fauces de eso que suele llamarse populismo. De forma modesta, página a página, quizá leer traducciones y enfrentarnos a las diversas construcciones de lo real pueda servir, en parte, para contener esa marea sucia.


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