El número de septiembre del Periódico de Poesía incluyó en la sección Cartapacios el largo ensayo del narrador, ensayista y traductor mexicano Juan Villoro que, a partir de hoy, y con la autorización de su autor, será publicado en tres entregas sucesivas.
Te doy mi
palabra (1)
Un itinerario en la traducción
El
álgebra y la luna
A los cuatro años comenzó
para mí una travesía que se asemeja al recorrido por los bosques hechizados de
los cuentos de hadas. Entré al Colegio Alemán de la ciudad de México y, luego
de un examen de aptitudes del que no tengo memoria, fui asignado al Grupo A de
Primero de Kinder donde los alumnos eran mayoritariamente alemanes o hijos de
alemanes.
A los seis años, cuando
alguien me preguntaba si ya sabía leer, mi respuesta era: “Sólo en alemán”. El
conocimiento me llegó en una lengua extranjera. Si Elias Canetti y Georg
Christoph Lichtenberg descubrieron que vivir en Inglaterra les permitía gozar
más del alemán, yo descubrí en el Colegio que nada me interesaba tanto como el
español, idioma que sólo hablaba en los recreos o en la clase de Lengua
Nacional y que representaba para mí una reserva de libertad.
En un apunte de 1881,
Nietzsche resume las bondades filosóficas de estar inmerso en una cultura
ajena: “Quiero vivir durante un periodo largo entre musulmanes y, por cierto,
ahí donde ahora su fe es más rigurosa. Así, sin duda, se agudizarían mi juicio
y mis ojos para todo lo europeo”. Lo exótico es la mejor escuela para entender
lo propio.
Al inicio de Memorias de un antisemita, novela que
traduje para editorial Anagrama, Gregor von Rezzori escribe: “Skuchno es una palabra rusa difícil de
traducir. Significa algo más que un intenso aburrimiento: un vacío espiritual,
un anhelo que atrae como una marea imprecisa y vehemente”. El libro comienza
con un problema de traducción: recordar es traducir, conocer de nueva cuenta.
No siempre estamos seguros de la veracidad de una época pretérita y nos
desconcierta la forma en que nos conducíamos entonces. “El pasado es un país
extranjero”, escribe Hartley en su novela The
Go-between. Nada más lógico que lo evoquemos con palabras de otro idioma.
Rezzorri elige el ruso para titular su búsqueda del pasado del mismo modo en
que Nerval titula su poema sobre la melancolía con un sustantivo español, “El
desdichado”. El recuerdo entristecido provoca una extranjería del alma; somos y
no somos los mismos que actuamos en otro tiempo. Rezzorri agrega al respecto:
“Lo que aquí relato parece tan lejano, no sólo en el espacio sino en el tiempo,
que a veces creo haberlo soñado”.
Mi evocación del Colegio
Alemán ya tiene la misma condición onírica. Resulta difícil remontarse a la
época en que los padres confiaban a ciegas en las escuelas donde crecerían sus
hijos y pensaban que el único antecedente para llegar ahí consistía en ser
admitido. Un amigo de la familia nos franqueó el acceso a la selecta Deutsche Schule. Así me convertí en el
primero de mi familia en aprender la lengua de Goethe o al menos de los crueles
cuentos del Struwelpeter. El hecho de
pertenecer al Grupo A reforzó mi extrañeza. Mis compañeros de clase se
apellidaban Roth, Schurenkämper, Friedmann, Stransky o Weber. Curiosamente,
entre los pocos niños de nombres hispanos había dos Juanes. Para distinguirlos,
la titular del grupo, Fräulein Hahne,
resolvió que me dijeran “Juanito”.
Esto favoreció mi
identificación con la primera canción alemana que recuerdo, “Hänschen klein” (“El pequeño Juanito”).
He olvidado muchas cosas de ese tiempo, pero no el estupor esencial de ese niño
que se adentra en el mundo en soledad: “Hänschen
klein ging alein in die ganze Welt hinein”. El bosque del conocimiento
semejaba un sitio oscuro, cargado de peligros. La canción narra la errancia de
Juanito durante siete años. Su madre llora de manera inconsolable mientras él
vaga por el mundo. Cuando finalmente regresa a casa, su hermana no lo reconoce.
Su madre lo abraza como si recibiera a un extraño. La historia parecía una
metáfora de nuestra educación. Durante nueve años recorreríamos un sitio
desconocido hasta dejar de ser niños.
La melodía refuerza el tono
apesadumbrado del aprendizaje. Si tuviera que elegir, al modo de Rezzori, una
idiosincrática palabra extranjera para ese momento acudiría a Weltschmerz, el intraducible dolor de
mundo.
El extrañamiento de aprender
en alemán se intensificaba por lo lejos que Europa estaba entonces de nosotros.
La primera vez que volé en avión (creo que a Acapulco), mi madre me puso
corbata para honrar el venerable acontecimiento. En 1960, cuando entré al
Colegio, las noticias que el cine traía de Alemania casi siempre eran
negativas. Abundaban las películas de la segunda guerra mundial y yo las
contemplaba con perplejidad: ¿por qué estudiaba el idioma de los villanos? Mi
padre había crecido en Bélgica y dominaba el francés, lengua de la Resistencia , y el
idioma de moda era el inglés. Mientras los Beatles grababan She loves you, yo aprendía Hänschen klein.
La falta de un entorno
propicio para comprender las ventajas del alemán me hicieron estudiar en contra
del idioma. Aprendí como lo hace un condenado. Sobreviví sin reprobar pero
sintiéndome al margen de ese ambiente; era un intruso que provenía de una parte
más limitada de la realidad donde nadie sabía qué eran las declinaciones.
Al cabo de nueve años salí
del Colegio Alemán como quien supera una ardua expedición. De pronto estaba en
mi propio país. Pero en ocasiones, el bosque oscuro volvía a rodearme. Bajo las
tupidas frondas de la noche, soñaba en alemán. Despertaba empapado en un sudor
frío, como si estuviera preso en otra identidad. Joseph Conrad tenía una
pesadilla recurrente: soñaba que olvidaba el inglés y sólo podía hablar polaco.
Su deseo de adaptación a Inglaterra hacía que la lengua del origen se
transformara en una amenaza que debía rechazar. Mi desafío era el opuesto: alejar
la lengua impuesta en la que aprendí a leer.
Esta reacción neurótica se
debía a la poca utilidad que concedía a un idioma sumamente difícil que además
me hacía sentir en entredicho. En alemán yo era tonto. Es posible que mis
facultades no mejoraran gran cosa en español, pero no había duda de que en la
lengua escolar estaba por debajo de mis condiscípulos.
La disciplina imperante, no
muy distinta de la de las demás escuelas europeas de la época, exigía la
subordinación del alumno ante el maestro. Un amigo del Liceo Francés me dijo
que los calificaban en un sistema de 20 sobre 20, pero que resultaba imposible
obtener las máximas notas. El 20 era para Dios, el 19 para Victor Hugo y el 18
para la maestro. Los alumnos comenzaban a existir a partir del 17. Esto
garantizaba tres niveles de disminución respecto a la autoridad.
Durante siglos, la pedagogía
y la literatura infantil trataron al niño como bobo. La gran rebeldía de
Rousseau en el Emilio fue la de
entender la infancia, no como una preparación para una etapa posterior, sino
como un fin en sí misma.
En Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim ofreció una
reflexión pionera para entender el papel liberador del Märchen (relato fantástico)
en la imaginación infantil. Sin embargo, su análisis no está exento de una
visión reductora de la infancia. Fiel a su circunstancia histórica, considera
que el niño se percibe a sí mismo como alguien intrínsecamente bobo o simple:
“La inadaptación del niño le hace sospechar que es tonto, aunque no sea culpa suya”.
En consecuencia, celebra que haya cuentos como “Las tres plumas”, de los
hermanos Grimm, que permiten que los niños se identifiquen con el personaje que
es “el más joven y el más inepto”.
Bettelheim añade: “Al oír
por primera vez un cuento cuyo héroe es ‘bobo’ un niño –que en su fuero interno
también se cree tonto- no desea identificarse con él. Sería algo demasiado
amenazante y contrario a su amor propio. Sólo cuando el niño se sienta
completamente seguro de la superioridad del héroe, después de haber oído la
historia varias veces, podrá identificarse con él desde el principio”. En otras
palabras, el niño se siente tonto; al ver a un personaje que se le parece,
tiene miedo de identificarse con él; poco a poco advierte que dicho personaje
supera pruebas; entonces acepta lo acepta como modelo, aunque no deja de ser
alguien limitado.
La interpretación es
sugerente pero elude una pregunta cardinal: ¿por qué el niño se siente tonto?
No se trata de una condición inherente a su conciencia, como mostró Rousseau y
como han mostrado numerosos psicólogos posteriores. La educación ha sido
discriminatoria y punitiva con la mente infantil. Durante siglos, el niño fue
educado para sentirse inferior y acatar a los mayores. En este sentido, llama
la atención que a Bettelheim le parezca normal que la identificación con “El
patito feo” se deba a que el niño “se desprecia por su torpeza”.
No es éste el sitio para
detallar los castigos del Colegio ni para exagerarlos con vanidoso masoquismo.
Lo importante, para efectos de mi itinerario personal, es que la fascinación
por la lengua alemana surgió a pesar de una pedagogía que no fue un estímulo
útil ni placentero, sino una imposición que me superaba en forma insalvable, y
en tal medida, representaba un instrumento de dominio.
Acepté, como un personaje de
los hermanos Grimm, mi condición de tonto y sobreviví a los rigores asumiendo
que eran necesarios.
En la adolescencia procuré
no sólo evitar el alemán, sino olvidarlo. Pero nadie es amo de sus sueños. El
idioma de mi primer aprendizaje regresaba en las trémulas visiones del
inconsciente.
A los 15 años, en las
vacaciones previas a la preparatoria, descubrí que la vida tenía sentido porque
existía la literatura. Franz Kafka, Heinrich Böll y Bertolt Brecht se
convirtieron en algunos de mis autores favoritos. Sin embargo, no pensé en
leerlos en su idioma original. Esto cambió cuando leí El tambor de hojalata, de Günter Grass, en la traducción de Carlos
Gerhard. El encuentro fue una transfiguración. La historia del niño que enfrenta
la guerra armado de un juguete y suspende su crecimiento en forma voluntaria me
remitió a mi propia infancia. La nostalgia por la ciudad libre de Danzig, el
poderío visual de la narración (¡cómo olvidar al hombre que muere junto a un
castillo de naipes!) y, sobre todo, el idioma, que en la traducción de Gerhard
conservaba la potencia vitricida de Oskar Mazerath, me despertó el deseo de
volver al bosque de la lengua alemana. La anti-maduración del protagonista de
El tambor de hojalata me llevó a un deseo de maduración.
Instrumento de exactitud, la
lengua alemana dispone de ricas variantes que no siempre tienen equivalente en
otro idioma. En español, la palabra “infantil” puede ser positiva o negativa.
El alemán distingue lo que es bueno como un niño (kindlich) de lo que es malo como un niño (kindisch). Mi relación con la lengua pasó del repudio pueril a una
entusiasta recuperación del idioma en que transcurrió mi infancia escolar.
En Minima Moralia, Theodor W. Adorno afirma que Hänschen klein representa el desafío del aislamiento intelectual.
El pavor que me producía ser un niño perdido se transformaría con el tiempo en
el deseo de explorar por mi cuenta el bosque de los signos.
Décadas después, Hänschen klein volvería a mí en el libro
de memorias Pelando la cebolla.
Günter Grass narra ahí el momento en que se extravía en un campo de batalla,
cerca del frente soviético. Está solo y angustiado. De pronto, escucha un
ruido. ¿Quién medra en las inmediaciones? ¿Un alemán o un ruso? Da un paso y
también él hace ruido. El otro advierte su presencia. ¿Cómo identificarse en
busca de simpatía?, El desconocido silba la primera estrofa de una canción: Hänschen klein. La melodía que alude a
la soledad absoluta se transforma en diálogo, señal de reconocimiento. Grass
silba la siguiente estrofa. Luego continúan a dúo. Los soldados alemanes se
saben a salvo. ¿Es posible entender la emoción que este encuentro produce en
alguien que aprendió la misma melodía en un país remoto?
La anécdota reproduce el
proceso del traductor: el paso de lo ajeno a lo propio, del ruido amenazante a
la melodía compartida.
Hänschen
klein fue
en su origen un ruido adverso para mí. Al reaprender voluntariamente el idioma,
me identifiqué con esa búsqueda solitaria, a tal grado, que deseé llevarla a otro
bosque, el de mi lengua.
El impulso decisivo para
acercarme a la traducción provino de un veterano en el género. En 1978, la
escritora Julieta Campos, presidente del PEN Club mexicano, organizó un ciclo
donde un escritor consagrado se presentaba con un principiante. Tuve la suerte
de alternar con Sergio Pitol, quien ha vertido al español cerca de cien libros.
En el Museo de la Traducción propuesto
por Ricardo Piglia para destacar los traslados que enriquecen nuestra lengua,
no podrían faltar las versiones que Pitol ha hecho de Witold Gombrowicz, Boris
Pilniak, Anton Chéjov y Henry James.
Pitol me habló de la
importancia de la traducción como aprendizaje literario. Buscar equivalentes
para cada palabra y cada giro, permite entrar en el taller secreto de otro
autor, conocer y valorar sus decisiones, precisar su estética. Pero sobre todo
amplía tu propio lenguaje, obligado a decir cosas imprevistas. La lengua de
llegada se moderniza con los desafíos de la lengua de partida. Los alemanes
disponen del “nuevo” Cervantes traducido por Susanne Lange del mismo modo en
que nosotros disponemos del “nuevo” Laurence Sterne traducido por Javier
Marías.
De 1981 a 1984 viví en Berlín
Oriental, donde trabajé como agregado cultural en la Embajada de México.
Durante esos tres años, las calles y los cafés me pusieron en contacto con los
matices y los sonidos que la lengua sólo adquiere en el sitio donde se habla.
Sin embargo, a medida que ese idioma crecía como un organismo vivo, tenía
presente el principal consejo de Pitol: lo que decide la calidad de una
traducción es la fuerza de la lengua de llegada.
¿Qué tan confiable es un
traductor que además aspira a escribir ficción? El novelista y traductor
mexicano José María Pérez Gay preguntó a Elias Canetti por qué no ejercía la
traducción. Buena parte de los intereses del autor de Masa y poder provenían
del contacto con otras culturas, y compartió treinta años de matrimonio con
Veza, notable traductora. La respuesta de Canetti revela la inquietud de quien
prefiere escribir su propia obra: “el traductor es un autor tímido”. Canetti
exploraba la voz de los otros (uno de sus mejores libros leva el título de Der Ohrenzeuge, El testigo de oídas) para fortalecer la suya. Sí, el traductor
atempera su iniciativa para resaltar la ajena. Al respecto, José Aníbal Campos
escribe: “Soy traductor, soy una sombra empeñada en no dejarse ver, una sombra
que fracasa”. Para el intérprete de otra lengua, mostrarse es traicionar.
Seguramente, los escritores
que ocasionalmente traducen se distraen con mayor voluntad y frecuencia que los
traductores profesionales; los poetas y novelistas metidos a intérpretes buscan
las soluciones personales que enriquecen el idioma, pero también llevan al
pecado de infidelidad.
De cualquier forma, la
posibilidad de falsear el texto no sólo proviene de la mala interpretación o la
inventiva del traductor. Está en la naturaleza de la lengua ser incierta,
ambivalente.
Nietzsche, de quien no
podemos olvidar su formación como filólogo, escribe en La voluntad de poder: “Lo que se dice siempre es demasiado o
demasiado poco. Las exigencias de que uno se desnude con cada una de las
palabras que dice es un ejemplo de ingenuidad”. El lenguaje comunica, pero
también disimula.
La escritura busca corregir
el mundo; no refleja de manera indiferente una realidad; construye otra. En Después de Babel, titánico recorrido por
los misterios de la traducción, George Steiner comenta que el texto literario
se desmarca creativamente de lo que nombra: “Este repliegue ante los hechos
dados, este modo de negar y contradecir son inherentes a la estructura
combinatoria de la gramática, a la falta de precisión de las palabras, al
carácter fluctuante del uso y de la corrección gramatical. Nacen mundos nuevos
entre líneas”.
En otras palabras: disponemos
de un instrumento aproximativo y movedizo para decir lo que pensamos. La lengua
es dúctil y cambia tanto como sus usuarios. Por eso, en su célebre ensayo sobre
la traducción, tan hermético que Steiner lo considera un texto gnóstico, Walter
Benjamin juzga que las malas traducciones “comunican demasiado”.
La lengua de llegada debe
transmitir el significado del mensaje original. En sentido riguroso, esto no
sólo significa hacer comprensible un discurso, sino preservar su misterio, su
ambigüedad, su desconcierto. La
Ur-Sprache (la
lengua primigenia) que traslada el traductor de conservar sus vacilaciones, sus
rarezas, sus sobrentendidos, sus
alusiones vagas. La estética de Samuel Beckett demuestra que la confusión, el
silencio y el sinsentido son poderosas formas de comunicación.
Una frase hecha revela los
desafíos del traductor literario: “Te doy mi palabra”. Quien hace esa promesa,
propone un pacto de lealtad. No sólo ofrecer su palabra; la empeña; va a
cumplir.
El lenguaje literario es un
cuidado artificio. Sólo es natural en la medida en que provoca esa ilusión. ¿Qué
clase de registro debe usar el traductor? ¿Hasta dónde debe acercarse a la
naturalidad de su región o su comunidad? La ensayista argentina Marietta Gargattagli
encomia el estilo “neutro” que dominó las traducciones latinoamericanas en la
primera mitad del siglo pasado. Los traductores no trataban de escribir
versiones vernáculas que sonaran espontáneas en un sitio determinado;
procuraban crear un habla común, basada en el español medianamente culto
compartido por todos los países.
Desde el punto de vista de
la riqueza del idioma, prescindir de localismos resulta “ligeramente
conservador”, pero también permite una singular apuesta creativa: explorar las
posibilidades naturales del habla. La versión “neutra” no busca reproducir la
forma en que se habla en una calle de Montevideo o Lima, sino la forma en que
podría hablarse sin que eso desentonara.
La traducción “neutra”
reclama un esfuerzo que debe pasar inadvertido: “Lo laborioso es que un discurso
parezca de Denver sin decir una sola cosa propia de Denver”, dice Gargantagli.
La espontaneidad es uno de los mayores artificios del traductor. Para
conseguirla, debe estilizar su propia lengua.
Ante cualquier traducción,
el lector sabe que enfrenta un texto intervenido, de lejana procedencia.
Beatriz Sarlo ha hecho un comentario sugerente sobre la manera de leer
traducciones. Durante mucho tiempo tuvo una relación conflictiva con
Dostoievski. Lo leyó en español y en francés, las lenguas que más domina, sin
sobreponerse a la impresión de desaliño y caos textual. Varios amigos le
recomendaron las traducciones alemanas, que juzgaban superiores.
La autora de El imperio de los sentimientos aceptó el
desafío. Aunque el alemán le costaba más trabajo, le reveló a un Dostoievski
más sutil y estimulante, un autor que decía más cosas. Esto se debió, en
principio, a los méritos de la traducción, pero también a uno de los muchos
misterios que depara el trato con diferentes lenguas: “Como el ruso me es
inaccesible, el alemán para mí se convierte en una lengua literaria y no en una
lengua natural. Ese extrañamiento me permite imaginar la lengua que me falta”.
Adiestrada como decodificadora de textos, Sarlo agrega un aura en lo que no
comprende del todo, una presencia espectral entre el ruso, que desconoce, y el
alemán, que no domina del todo. Esa zona incierta es altamente literaria;
permite cerrar vínculos, reconocer y aun imaginar segundas intenciones y
valores entendidos.
¿Qué tanto se acerca el
traductor al original? El ejemplo de Sarlo muestra que vale la pena dejar un
leve hueco entre ambos textos, sugerir una grieta de sentido, mostrar las
resonancias que sólo surgen en la frontera entre las lenguas. Julien Gracq
extiende esta reflexión y llega a considerar que todo lenguaje dispone de
resonancias que sólo advierten los extranjeros. A propósito de Edgar Allan Poe,
a quien considera menospreciado en la tradición de habla inglesa, comenta: “¿Es
preciso admitir que las vibraciones propias de Poe se emiten en algo así como
una frecuencia infrarroja o ultravioleta de esa lengua
–imperceptibles para los nativos y que sólo perciben los ojos asilvestrados,
menos entrenados, pero más perspicaces-, de la misma forma en que el animal
capta sonidos que emiten instrumentos que hemos fabricado y, no obstante, no
oímos?”.
Para ser leal al espíritu
del texto, el traductor debe derrotar la tentación de ser literal y buscar, de
ser posible, el efecto infrarrojo. Lo
decisivo no es trasladar una palabra tras otra sino su sentido, de acuerdo con
la lógica del lenguaje de llegada, que es distinta, entre otras cosas porque
nunca antes había dicho eso que se
traduce.
La paradoja comunicativa del idioma observada
por Steiner (el “repliegue ante los hechos dados”), obliga a ser leal adaptándose
a otra realidad. José Aníbal Campos, traductor de Peter Stamm, Ingeborg
Bachmann y Hermann Hesse, lo dice de este modo: “Hay una especie de tragedia
inherente a toda labor de traducción: el que la emprende sabe que, en aras de
la fidelidad, habrá de ser infiel […] La literatura es, digamos,
‘meta-sentido’, y en la busca de ese sentido que está más allá, es preciso
olvidarse de los sentidos literales, adocenados”.
El traductor trasvasa una
visión del mundo que, para ser comprensible y natural en otro ámbito, exige modificaciones
de ritmo y de sintaxis, supresiones, imaginativas equivalencias. Más que un
pacto entre realidades se sella un pacto entre fantasmas. No es casual que la
traducción se haya asociado con la transmigración de las almas.
En ocasiones, los equívocos
crean literatura. Cuando Malcolm Lowry entró a una fonda mexicana, dos letreros
lo convencieron de que estaba en un país mágico. El primero decía: “Huevos
divorciados”. El autor de Bajo el volcán
juzgó estupendo estar en un sitio donde un platillo merecía esa jurídica
sentencia. En este caso, su interpretación de una rareza idiomática era
correcta. El segundo letrero lo fascinó por un error lingüístico. Lowry creyó
que esa fonda también ofrecía “Pollo espectral de la casa”. La idea de comer un
guiso indivisible le pareció aún más fascinante que la de los “huevos
divorciados”. La verdad es que la cocina del lugar no daba para tanto; se
limitaba a ofrecer “pollo especial de la casa”, pero el misreading del escritor fue digno de la atmósfera de su principal
novela.
Obviamente, el traductor no
puede confundirse con la misma creatividad. Si acaso puede elevar el estilo del
autor traducido. Al hacerse cargo de Jack London, Borges ofreció un despliegue
estilístico muy superior a la del novelista de aventuras. Las rápidas frases de
London adquirieron el tono de una saga épica: “Subiénkov miraba y se
estremecía. No temía la muerte. Demasiadas veces había arriesgado la vida en
esa fatigosa huella de Varsovia a Nulato, para que el hecho de morir lo arredrara.
Pero se rebelaba contra la tortura. Su alma se sentía ofendida. Y esta ofensa,
a su vez, no se debía al mero sufrimiento que debería soportar, sino al
doloroso espectáculo que daría”. Los autores de textura lingüística débil
mejoran al ser traducidos por un autor con mayor comando del idioma: Jack
London corregido por Borges o Patricia Highsmith por Peter Handke.
En ocasiones, las libertades
que se toma el traductor literario redefinen una obra. Augusto Monterroso
encomió la solución que José Bianco encontró para The Turn of the Screw, de Henry James. El traslado literal del
título es “la vuelta del tornillo”, expresión de ferretería que dice poco en
español. En sentido figurado, la frase significa “la coacción”. Un traductor
competente hubiera optado por esto. Bianco decidió crear una nueva frase con
sentido figurado: Otra vuelta de tuerca,
ampliando así el registro del idioma.
La expansión del significado
en el idioma de llegada se manifiesta con especial fuerza en la poesía. El
primer verso de “El desdichado”, de Nerval, es: “Je suis le Ténebreux, -le Veuf-, -l’Inconsolé”. Octavio Paz lo
traduce de este modo: “Yo soy el tenebroso –el viudo- el sin consuelo”. Aunque
no conserva la rima del soneto original, el poeta mexicano obliga a que el
lenguaje dé un giro inusitado: traduce l’Inconsolé
como “el sin consuelo”. Es evidente que esta original manera de decir
“desconsolado” o “desolado” sólo podía surgir de la necesidad de reaccionar con
vitalidad ante un modelo previo.
En las grandes traducciones
poéticas, el texto original es un acicate para alcanzar novedosas soluciones.
En su prólogo a Versiones y diversiones,
Paz comenta: “A partir de poemas en otras lenguas quise hacer poemas en la
mía”. No se refiere a poemas propios (las libertades que se toma son muchas,
pero no tan grandes); su cometido es lograr que el español disponga de nuevos
versos gracias a otras literaturas.
Tomás Segovia extiende esta
tarea al ritmo de la lengua. En la introducción a su deslumbrante versión de Hamlet se adentra en un tema decisivo en
el traslado de obras: la ilusión de naturalidad que deben provocar. Esto
depende de la elección de las palabras, pero también del ritmo en que se dicen.
Cada tradición responde a una sonoridad distinta. Por ello, Segovia propone
cambiar la métrica en la recepción de Shakespeare, sustituyendo el pentámetro
isabelino por la “silva modernista”, más próxima a la respiración habitual del
español. Vale la pena seguir al poeta Segovia en su viaje en pos de
equivalencias rítmicas: “Mi primera reflexión tenía que ser la cuestión del
nivel y el tono. Intentar escribir de veras en español del siglo XVII es a la
vez imposible y absurdo. Pero tampoco quería hacer yo una ‘trasposición’ de Hamlet al mundo moderno –ni literalmente
al español moderno. Hay cosas que una traducción no puede dar sino sólo
sugerir. Yo quería sugerir a mi lector que esa tragedia no sucede en sus días
ni en su barrio citadino, pero a la vez no quería hacer una reconstrucción de
cartón-piedra de la lengua y el mundo en que sucede”. Este modelo, difícil de
alcanzar, representa una meta ideal en la traducción.
Acaso lo más fascinante del
ejercicio de comerciar con lenguas sea que además de equivalencias reales se
obtienen reflejos, ecos, espectros del original. La meta decisiva no se alcanza
nunca.
Borges captó a la perfección
este intangible objetivo en su poema “Al idioma alemán”:
Mi
destino es la lengua castellana,
El
bronce de Francisco de Quevedo,
Pero
en la lenta noche caminada
Me
exaltan otras músicas más íntimas.
[…]
Tú,
lengua alemana, eres tu obra
Capital:
el amor entrelazado
De
las voces compuestas, las vocales
Abiertas,
los sonidos que permiten
El
estudioso hexámetro del griego
Y
tu rumor de selvas y de noches.
Te
tuve alguna vez. Hoy, en la linde
De
los años cansados, te diviso
Lejana
como el álgebra y la luna.
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