J. A. González Sainz (Soria 1956) es un
escritor, ensayista, profesor y traductor
español. En esta última actividad, ha traducido a Emmanuele Severino,
Guido Ceronetti, Daniele Del Giudce, Giani Stuparich y, fundamentalmente, a
Claudio Magris. La siguiente columna fue publicada por El Trujamán el 7 de
noviembre pasado. Tienen una suerte de continuación que se ofrecerá en el día
de mañana.
La soledad del traductor
Miguel
Sáenz es uno de los traductores contemporáneos del alemán al español que más
admiro. Admiro su trabajo y admiro también a la mayor parte de los escritores
que ha traducido y de cuya versión tanto me ha sido dado beneficiarme. Sus
traducciones de Thomas Bernhard sobre todo, de Sebald, o sus nuevas versiones
de Kafka figuran entre las lecturas que de veras me han importado y aprovechado
en los últimos decenios, y, como yo, una generación de lectores en español
asocia las obras de esos autores, queriéndolo o no, al trabajo de traslación y
escritura de Miguel Sáenz.
Fruto
de esa labor, por si fuera poco el aprecio general y la gratitud de los
lectores de esas obras que figuran entre lo más relevante y granado de la
literatura contemporánea en lengua alemana (y la traducción de un autor o una
obra de verdad relevante es ya de por sí un galardón), fue la concesión, de la
que se le hizo objeto hace unos años, de un doctorado honoris causa por la Universidad de
Salamanca. No creo equivocarme si escribo que fue el primer reconocimiento de
tal género y calibre que una universidad española tributa a la labor de un
traductor como tal traductor, y no por ejemplo como escritor y, también,
traductor. Enhorabuena al traductor, que bien ganado se lo tenía, y enhorabuena
asimismo a la institución universitaria por su apertura, que ya venía haciendo
falta.
Pero
en su discurso de agradecimiento, Miguel Sáenz habló entre otras cosas de «la
soledad del traductor». Y ahí, mi verdaderamente apreciado colega, no puedo por
menos que discrepar.
Frente
a lo que pueda parecer, las verdaderas discordancias, o tal vez las más
fecundas, nacen justamente del aprecio, y no al revés. Y en la discordancia de
las cosas —y a lo mejor también al mismo tiempo en el aprecio— se cuece siempre
buena parte de lo más enjundioso de nuestras cosas humanas. Heráclito desde el
principio y para siempre.
Pues
bien, no creo —o no percibo— que haya nada más diametralmente opuesto que la
soledad y la traducción, que la soledad y el traductor. Antes al contrario,
entiendo que el traductor no está nunca solo de veras y que, hasta a veces, esa
falta de soledad es, como trataré de ejemplificar aquí abajo o en otra entrega,
un auténtico engorro. Por mi experiencia diré que el traductor no sólo no está
nunca solo cuando traduce sino que incluso está demasiado acompañado. El
autor, las palabras del autor, su escritura, no le dejan nunca en paz, se le
pegan, se le pegan como una estupenda compañía o bien como un verdadero
fastidio, pero se le quedan pegados como alguien de quien uno no consigue
desembarazarse ni a sol ni a sombra. Eso es, el traducido no le deja al
traductor ni a sol ni a sombra. Que éste lo quiera o no, que le satisfaga o
atosigue, en nada invalida la cuestión de fondo, por cuanto los problemas que
plantea cada palabra de la obra que traduce, su ritmo —¡ah su ritmo!—, su tono,
su atmósfera, la personalidad y presencia del autor… acompañan al traductor
quieras que no a todas horas, de día y de noche, cuando traduce y cuando no
traduce pero sin embargo también traduce porque no tiene más remedio que estar
con su obra y su autor pegaditos a su oído.
Ya
Kafka aludió al hecho de que nadie está verdaderamente solo cuando trata con
las palabras, y es verdad o eso me parece. La verdadera soledad es la ausencia
de palabras, es haberse quedado sin palabras, lo mismo tal vez que la verdadera
huida de los dioses es asimismo la huida de las palabras. Nos quedamos sin
palabras, y es que ya estamos solos. El más drástico y último abandono es el de
las palabras. Y el traductor siempre tiene que ver con unas palabras previas,
de base, siempre está acompañado de palabras, de palabras que vienen con
problemas pero también con un ritmo, con un tono, una atmósfera, unos sentidos.
La traducción, si me apuro, es lo contrario de la soledad; siempre hay en la
traducción por lo menos dos, siempre hay una compañía, la compañía del autor,
la compañía de la otra lengua, la de la tuya resonando, siempre hay dos
atmósferas, la del mundo del que se traduce y la del mundo en el que se traduce
o al que se traduce, dos tonos, y el esfuerzo por hacerlos uno. Uno el mundo ya
creado y el mundo en construcción. Y quien anda pegado además a un esfuerzo,
anda también ya en compañía.
Delicioso e inteligente texto.
ResponderEliminarUn saludo afectuoso de otra profesión que, solo en apariencia, practica la soledad.