La muy leída entrevista a Marta Rebón, reproducida en este blog el 30 de marzo pasado, fue
publicada en el marco de un dossier sobre traducción que la revista Letras Libres publicó en febrero. De ese
mismo dossier es el siguiente artículo de Miguel Sáenz, que se ofrece a
continuación.
Mi vida de traductor literario
Sé muy bien que generalmente se tiene
por prueba de poco talento y estudio el trabajo de una traducción; pero sea lo que
fuere, no es mi fin pasar por erudito, ni buen traductor.
Fernando de Gilleman (1788)
La
edad tiene sus privilegios. En cuanto uno ha doblado los ochenta se le permite
ensartar recuerdos y escribir sus memorias. Lo malo es que generalmente no se
acuerda de nada y lo que escribe es, casi siempre, una serie de trivialidades.
O sea, que tengo perfecta conciencia del peligro. Sin embargo, creo que estoy
en el momento adecuado para hacer el balance de lo que pomposamente he llamado
“Mi vida de traductor literario”.
Diré
ante todo que la traducción es un vicio, una dependencia, una adicción. Quien
admira una obra literaria extranjera o, peor aún, a su autor, se siente
obligado a compartirlos, reescribiéndolos desaforadamente. Finge hacerlo para
difundir la cultura y posa como benefactor de la humanidad, pero sabe que eso
no es cierto. Si lo hace es porque no tiene más remedio que hacerlo.
Los
editores conocen hace tiempo esa debilidad, congénita o adquirida, y la
aprovechan a fondo. Saben muy bien que cualquier traductor traduciría gratis a
los autores que ama, y procuran que la remuneración de su trabajo se aproxime
lo más posible al cero absoluto, a fin de que el traductor no se sienta prostituido
por el dinero que recibe. Sin embargo, no quiero hablar de sórdidos temas
económicos, sino de los muchos placeres que me ha deparado mi vida de traductor
literario.
Conocer,
por ejemplo, a Thomas Bernhard fue un privilegio. Lo malo es que Thomas Bernhard
no se dejaba conocer. En una ocasión le escribí, consultándole mis dudas sobre
el título de su novela Der
Untergeher (El malogrado, en
su versión española definitiva) y no se tomó la molestia de contestarme. Solía
decir cosas horribles de los traductores, de todos los traductores. Mi revancha
vino cuando, en 1989, se estaba muriendo en Torremolinos, y me llamó para
decirme que quería concederme una entrevista porque tenía muchas cosas que
contar y estaba hasta el gorro de los austríacos. La entrevista nunca tuvo
lugar, porque se me murió antes de la fecha concertada, y ha quedado pendiente,
en el mejor de los casos, para la eternidad. Thomas Bernhard ha sido importante
en mi vida, porque su complicada sintaxis me ha exigido muchas horas de
trabajo.
Curiosamente
(el destino es indescifrable, pero existe), casi al mismo tiempo (día de San
Valentín de 1989), el ayatolá Jomeini dictaba su famosa fetua contra Salman
Rushdie, otro de mis autores favoritos. Todavía recuerdo el descubrimiento de
sus Hijos de la medianoche y
cómo insistí, contra viento y marea, en que no solo había que publicarlo en
español sino que tenía que traducirlo yo.
La
consecuencia fue una amistad de muchos años, porque Rushdie no es solo un
escritor admirable sino un animal social, capaz de entretener con su charla a
cualquier audiencia durante horas. Cuando, al cumplir muchos años, decidí ir
dejando caer a mis autores, debo decir que el único al que realmente
sentí dejar de traducir fue Salman Rushdie. Ningún escritor me había deparado,
simplemente con su estilo, tantas satisfacciones.
Le
escribí entonces un mensaje para que supiera por qué lo abandonaba. Cumplidos
setenta y muchos, yo sentía que tenía que dejar de traducir, porque pensaba,
sencillamente, que ya estaba bien. Y le cité un pasaje de una obra suya en que
el padre de un amigo del protagonista, un hombre de negocios, aparece un día a
la hora del desayuno con una túnica de color cinabrio y un cuenco para pedir
limosna, y anuncia que considera llegado el momento de iniciar su vida ascética.
Rushdie (cuyos Versos satánicos no
había traducido yo de milagro, por una serie de coincidencias que demuestran
que Alá es grande) me comprendió perfectamente y me escribió un mensaje
cariñoso.
Günter
Grass, desde luego. Otra de las satisfacciones de mi vida de traductor. Sabido
es que Günter Grass se reunía con sus traductores para explicarles sus nuevos
libros, discutir con ellos, cocinar para ellos y emborracharse entre ellos, y
que todos sus traductores lo adoraban. Una vez le dije, en ligero estado de
intoxicación etílica, que algún día me gustaría volver a traducir El tambor de hojalata (a pesar del
precedente casi intocable de Carlos Gerhard, que Joaquín Mortiz tuvo el acierto
de publicar en México) y que esa sería mi última traducción. En su día, claro,
traduje en efecto El tambor de
hojalata, pero aquella no fue mi última traducción. Todavía hoy, muerto el
gigante Günter Grass, tengo entre mis manos su último libro, Sobre la finitud, una despedida
estremecedora de alguien que, simplemente, sabe que muy pronto va a morir.
¿Qué
decir de mis otros autores? Kafka fue siempre demasiado inmenso para
mí. Traduje sus tres novelas largas (e inacabadas, sí, las tres) y decidí no
volver a leer una línea sobre Franz Kafka. Lo sabía ya todo.
Y
creo que no sería justo dejar de mencionar a Brecht, aunque eso sea entrar ya
en otro mundo, el de la farándula. Por otra parte, muchas veces el traductor se
encuentra con un dilema: su autor favorito, el autor que admira, dista mucho de
ser, como persona, muy modélico. Bueno, ¿y qué? ¿Quién ha dicho que un genio de
la literatura (o del teatro, que es lo mismo) tenga que ser un modelo de
virtudes cívicas y/o humanas? Un amigo mío, peruano, me dijo una vez que en su
vida solo había conocido a tres grandes poetas de verdad, y dos de ellos eran
unos hijos de mala madre.
Traducir
a Brecht fue siempre para mí una fiesta, y oír mis palabras brechtianas
reproducidas en un escenario, también. En realidad, todo el teatro es
un regalo para el traductor: los actores y actrices entienden los textos,
siempre, mucho mejor que él, que aprende de ellos muchísimo.
¿Quién
más? Me parecería injusto no hablar de Michael Ende, cuya Historia interminable ha sido el
único libro que me ha dado dinero en la vida. Todos los años, religiosamente,
la editorial me anuncia cuántos ejemplares se han vendido y me liquida las
cantidades correspondientes. Increíble. La traducción, la traducción literaria,
¡puede dar dinero!
Recuerdo
muy bien a Michael Ende en España. Era un hombre bueno, reservado, cordial. Su
empanada metafísico-filosófica era considerable, pero funcionaba. Recuerdo a
muchas chicas (y algún chico) que me dijeron que La historia interminable había
cambiado por completo sus vidas. Yo la traduje para mis hijos cuando eran
pequeños, pero no estoy nada seguro de que a ellos les hiciera el menor efecto.
Nunca
traduje mucha poesía (solo Goethe, Grass, Brecht, alguno más) y siempre me
sentí al hacerlo como un impostor. No obstante, cuando veo, por ejemplo, a
excelsos poetas alemanes reducidos literalmente a cenizas por sus traductores,
a escritores en lenguas exóticas vertidos al español por quien no solo ignora
la lengua exótica sino también el español, pienso que he hecho muy bien en
mantener las distancias.
Me
gustaría volver a hablar ahora del teatro, porque, por decisión propia, es
donde todavía me quedan cosas por traducir. Mis mayores satisfacciones,
indudablemente, se las debo a él. Una Gretchen morena recitando como un ángel
versos sublimes (al menos en el original) del Urfaust: “Mi paz se fue, me pesa el alma...” Oír a espléndidos
actores y actrices defender como fieras las imposibles tiradas de El ignorante y el demente o Ritter,
Dene, Voss de Thomas Bernhard. Disfrutar con un Corneille pasado por
Tony Kushner o un Goldoni en versión Fassbinder. Oír a tres gigantes del teatro
interpretando Play Strindberg,
de Friedrich Dürrenmatt, una variante mejorada de la clásica Danza de la muerte.
Escuchar Galileos, Madres Corajes, y Círculos de Tiza Caucasianos pirateados por sinvergüenzas que
habían entrado a saco en mis traducciones. Disfrutar de la elegancia de
Schnitzler, de los increíbles puñetazos en el plexo solar del Marat/Sade, hasta de las fecales
provocaciones de Werner Schwab, no se paga con nada.
Y en
la novela me he dejado olvidados a muchos. Por ejemplo a Alfred Döblin y su Berlín Alexanderplatz, quizá la mejor
traducción que he hecho nunca, a Joseph Roth (perfecto modelo del autor que
cualquier traductor de raza traduciría por nada), al enigmático y siempre
elusivo W. G. Sebald, que empecé a traducir unos cuantos años demasiado
tarde... y a autores con los que he mantenido una relación muy especial, como
el traumatizado Henry Roth, el necrófilo Josef Winkler o mi encantadora amiga
la turca Emine Sevgi Özdamar...
Lo he pasado bien, pero creo que han sido demasiadas traducciones:
podría añadir una retahíla formada por Peter Handke, Hermann Broch, Heinrich
von Kleist, Christa Wolf, Mozart, Wagner, Hans Werner Henze, William Faulkner
(nada menos que William Faulkner)... Mi consejo sincero: no lean libros
traducidos, ni siquiera los míos. Aprendan idiomas. En el peor de los casos,
lean a Rulfo, a Borges y a Valle-Inclán y tendrán cubiertas por completo sus
necesidades básicas. De verdad. Se lo dice un traductor experimentado.
Deberían preguntarles a todos estos traductores-estrella si alguna vez les han pedido que bajaran sus tarifas porque para ellos "traducir es fácil" como hizo conmigo Elisabet Navarro, de Paidós. Por cierto, observen en qué ha quedado convertida esta editorial, libros de autoayuda a tutiplén. Saludos.
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