lunes, 9 de octubre de 2017

Ay, la grandísima cultura

El 29 de septiembre pasado, en su columna del diario Perfil, Rafael Spregelburd se refirió a una pieza teatral que vio en Francia y que, en muchos aspectos, se toca con la traducción. Es, entonces, una buena manera de empezar una nueva semana.

Mirar como loco

Sólo puedo alegar en mi favor que el espectáculo es raro. Pero todo era un poco raro, incluso antes. El jet lag, el idioma, el vuelo, la despedida previa, la búsqueda infame de wi-fi, el tranvía normando que se paga sólo con tarjeta y que por algún motivo no acepta la mía, en fin, estoy a expensas de todo. Así que cuando comienza la obra no me doy cuenta de que la espectadora que se sienta al lado mío está loca de atar.

Los actores nos reparten vino, la obra empieza así. Algunos lo beben. A mí no me gusta el vino y no sé para qué sirve. Primer gran error de la noche. La espectadora insiste, con una persistencia molesta, en que comparta su copa. Yo me niego en francés de alguna manera que juzgo educada pero a lo mejor le dije: “El orto trina aquí por Baco”, ya que el francés está hecho de pedacitos irreconocibles de otras palabras que quieren decir cualquier cosa, siempre diferente de lo que uno dice, y “decente” y “descenso” suenan 95% idénticas y –si bien deben provenir de una misma raíz que las ata para siempre– ahora ya deberían estar desatadas y el francés bien podría desplegar alguna técnica cartesiana para diferenciar las cosas simples. Pero no.

Así que si bien no bebo, ella insiste en que me quede con su copa medio llena. Y cada diez minutos me dice algo en francés o en un inglés selenita que ella cree que yo entenderé mejor. Es evidente que es parte de la obra. Yo me hago el que me concentro; actúo de espectador. Pero me sale pésimo. No entiendo a los actores en francés y a los italianos y portugueses apenas a gatas. Luego me enteraré –ya muy tarde– de que el texto ha sido construido por los pícaros directores de Transquinquennal como un espeso cadáver exquisito intercultural. Como la experiencia de L’Ecole des Maîtres es diferente cada año, el colectivo belga (al que conozco bien y quiero con locura) ha decidido experimentar con el fracaso: hacen todo lo que está destinado a fracasar en el teatro. La pseudoceremonia religiosa para el escándalo del devoto (que va poco al teatro), el desnudo artístico o no (la diferencia ya no existe), la violencia entre actores (para ver si el público los frena), la aceptación del desacuerdo (el público es interpelado). La propuesta es inquietante porque se matiza con noticias “reales” (entre ellas, una fiesta millonaria de Macron en Las Vegas para financiar su campaña entre empresarios) y yo celebro que en vez de presentar “energía joven” los directores hayan preferido presentar “joven intelecto”, pero las cosas se tornarán aún más inquietantes porque mi nueva amiga, la del vino, alza la mano para hablar. Les dice a los actores cosas lindas, por ejemplo, que le gustaría poder llorar, acompañarlos en la melancolía, pero que no puede porque lo que hacen es demasiado abstracto. Lo dice en un francés que es de otra parte y, negra como la noche, es tan extranjera como yo, o muchísimo más; sospecho que bajó de la alta luna nueva hace media hora. Todo lo que les dice es tan cierto que doy por descontado que se trata de una actriz mezclada entre el público. Es otro de los clichés del viejo nuevo teatro. Así que decido no obstaculizar nada y la miro en silencio cuando me habla. Los espectadores nos miran. Ella me pregunta si vine en auto. Muevo la cabeza de un lado al otro; en todos los planetas eso es no. Ah, qué bueno, porque quiere saber qué tranvía la devolverá a su casa. Yo no lo sé y mi tranvía no acepta tarjeta argentina. Ella no entiende cuál de todos los idiomas hablo. Yo tampoco. Me habla sin parar y me pregunta si ya terminó a cada rato. Cuando al fin ocurre, espero que salude junto a sus colegas. Su actuación me pareció obvia, exagerada. Pero no sube al escenario.  Recupera la copa de mi mano y sus dedos, nigérrimos, tocan los míos y la copa. Me dice un nombre que no entiendo, me agradece con un apretón de manos por haberla acompañado en el teatro. No está ni triste ni contenta. Ha ido a ver una obra y ahora toca volver a alguna parte.

El mundo se destruye. No era teatro. No había plan. Sus textos no habían sido escritos. Y allí estaba yo, presente, para no entender nada.

Nuestra capacidad de mirar está formada y deformada por la grandísima cultura.


No hay comentarios:

Publicar un comentario