Como todo el mundo sabe, Guillermo Schavelzon es un
agente literario argentino establecido en Barcelona. Con un largo pasado en
diversas editoriales de uno y otro lado del Atlántico, ahora, ya ubicado del
otro lado del mostrador, sigue siendo funcional a la lógica de las
multinacionales, para las cuales trabajó durante muchos años. Tal vez bajo esa
luz deban leerse sus opiniones, publicadas en Página 12 del 12 de septiembre pasado opuestas a las manifestadas
en un artículo que Silvina Friera, publicara
en el mismo medio unos días antes (ver entrada de este blog del 10 de
septiembre de este año).
Una
salida ante
“el derrumbe y la catástrofe”
“el derrumbe y la catástrofe”
“La industria del libro vive un momento de franca
desesperación”, dice la nota en que Silvina Friera reúne la opinión de un
calificado conjunto de editores (Página 12,
8 septiembre 2018).
Muy diferente fue la historia cuando la edición argentina,
a mediados del siglo XX, fue capaz de apoyarse y apoyar la excepcional
capacidad de creación que había –y sigue habiendo– en el país, de traducción,
de oficio editorial y de vanguardia cultural. Por eso, logró que casi todas las
grandes obras literarias y de pensamiento de la época (Freud, Proust, Joyce,
Dante, Camus, Sartre, Kafka, Mann, Marx, Gramsci, Althusser, Levi-Strauss...)
se tradujeran y publicaran, por primera vez en español, en la Argentina, igual
que los grandes best sellers
internacionales (Dale Carnegie, Lin Yutang, Saint Exupery, Wilbur Smith,
Stephen King, Ira Levin, Tolkien, Bradbury, Charière...). Eso fue factible,
entre 1950 y 1970, porque las editoriales publicaban para vender en todos los
países de lengua española, no solo para el mercado local. Dos tercios de la
facturación de Emecé, Sudamericana, Rueda, Siglo Veinte y Paidós eran por
ventas al exterior.
Hoy, el principal problema es “el derrumbe” del
mercado nacional, como dicen los editores, porque ningún país de mercado
reducido puede sostener una industria editorial vendiendo solo en el mercado
nacional. Al ser así, todo depende siempre de la coyuntura, y solo se conocen
períodos excelentes o dramáticos, altibajos que no son desconocidos para las
editoriales argentinas. Pero hay otro mundo posible, que está casi al alcance
de la mano. Las posibilidades que ofrece una lengua común para 400 millones de
personas es algo sin igual. No creo que se pueda decir que los editores tienen
que ser comprensivos, porque “el país está sufriendo”; eso sólo lo dice el FMI.
Quien sufre no es el país, sino los pobres, los de antes y los nuevos. Este
mismo plan económico, basado en “la épica del ajuste”, aplicado en España
durante los recientes diez años de gobierno del Partido Popular, ellos lo
consideran un éxito: aunque la mitad de los menores de 30 años no tienen
trabajo, el número de millonarios (los que declaran más de 30 millones de euros
al año) se disparó en un 76%, “y las grandes fortunas crecen sin parar” (ABC, 19.6.2018).
Seguir reclamando apoyos al Estado no funciona:
no los ha dado ni los dará; no le interesa darlos, ni en momentos de
desesperación ni de prosperidad. La industria editorial argentina tiene que
conseguirlo por sus propios medios. Para poder crecer de manera sostenida,
necesita un mercado internacional, lo que hoy en día no es difícil de lograr ni
se necesita ser una gran editorial. No me refiero a las grandes
multinacionales, a las que no se les puede pedir que exporten desde la
Argentina, para lo que tendrían que trasladar lo que ahora son beneficios en
países de moneda estable y sin inflación a uno de gran inestabilidad. Pienso en
el resto de las editoriales, que representan un porcentaje nada despreciable,
tanto a las que tienen un proyecto cultural como comercial. En la actividad
editorial, no alcanza con sobrevivir, se necesita crecer, ya sea publicando cada
vez más o haciéndolo cada vez mejor.
Para vender en otros mercados hay que ofrecer un
catálogo atractivo, lo que requiere salir al mercado internacional de derechos
de autor (de “contenidos”, como dicen los productores de televisión) en
el que Argentina tuvo, hasta los años ‘70, un excelente lugar. Luego, con un
peso sobrevaluado, el negocio fue importar, y las editoriales argentinas
desaparecieron del mercado internacional de los derechos de autor, dejándole
todo a España. Exportar libros argentinos no quiere decir libros de autor
argentino. Aunque si una editorial tiene una buena red de exportación, estará
en mejores condiciones de incluir autores locales en su oferta. Exportar libros
es un negocio, exportar autores argentinos es una acción cultural. Se requiere
un esfuerzo para modificar el concepto de “exportación”, olvidarse del correo,
de los paquetes y de los conteiners. La exportación física de libros es lenta,
costosa, burocrática, y poco rentable. Es de un siglo que ya pasó.
Algunas editoriales están aprovechando las
posibilidades de las nuevas tecnologías, enviando archivos digitales para que,
en otros mercados, se haga la cantidad de ejemplares que se pueda vender, ya
sea cincuenta o cinco mil. Es sencillo, las reimpresiones son rápidas, los costos
son constantes, no hay problemas de papel ni de calidad. Además, no hay fletes,
aduanas, controles burocráticos ni gastos de envío. Cada vez hay más empresas
en España (un mercado más grande que el de todos los países latinoamericanos
sumados) que dan este servicio a editoriales chicas y medianas de otros países.
Esto es hoy la exportación, un negocio optimizado, sin stocks, sin
requerimientos logísticos que ya no hay o son muy caros, donde la eliminación
de gastos permite márgenes que aseguran concentrarse en la actividad esencial
del editor: elegir qué publicar, contratar, encargar, desarrollar proyectos,
traducir, diseñar, hacer todo el proceso previo a la impresión; lo que, en
definitiva, es lo estratégico de la edición. Trabajos que no dependen de la
localización, solo de una buena conexión a internet. Esto es lo mejor del
aporte de las nuevas tecnologías: la digitalización de la edición, que no tiene
nada que ver con el libro digital.
Cuando no existía internet ni se podía imaginar
lo que llegaría años después, lo esencial se lo escuché decir a José Manuel
Lara Bosch, entonces vicepresidente del grupo Planeta: “A América Latina hay
que mirarla siempre en forma conjunta; si miras a un solo país, tienes un
infarto cada cinco años”. Nunca tan válida como hoy esta concepción de la
actividad editorial. Para exportar ya no hay que preocuparse por las tarifas de
transporte ni por tener enormes depósitos donde guardar los libros, ni intentar
sostener un precio estable en dólares. Hace dos semanas, un libro costaba 20
euros, y hoy cuesta 12. El gobierno, en lugar de intentar transformar el
desastre en una alternativa, alentando la exportación de libros, les puso una
retención.
Hace treinta años, España se quedó con todos los
mercados del libro en español, que la Argentina y México no tuvieron
posibilidades de sostener. Hoy España ya no parece una amenaza, mientras que su
gran mercado interno (celosamente cuidado por quienes lo dominan) se convierte
en una oportunidad. La amenaza está en otro lado, los libros vendrán cada vez
más de China, el país que actúa más a largo plazo, por lo que no me llamaría la
atención que comience a ofrecer facturar y cobrar en pesos argentinos.
Creo que hay que poner todos los esfuerzos en
desarrollar una nueva forma de exportación y vender libros en todos los países.
Publicar para el mercado local es como hacer malabarismo. El libro es un
producto sin demasiadas ventajas diferenciales más allá de su contenido, pero
tiene una: se puede producir y fabricar en cualquier lugar, algo que no podrían
hacer los sojeros, por poner un ejemplo. La edición argentina tiene una
oportunidad para volver a lograrlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario