Simon Leys |
En 2016, la editorial española Acantilado publicó Breviario de saberes inútiles, un volumen de
ensayos del escritor, ensayista, crítico literario,
traductor, historiador de arte y sinólogo Simon
Leys –seudónimo de Pierre
Ryckmans (1935-2014)– traducido por José Manuel
Álvarez-Flórez y José Ramón Monreal
Salvador. A modo de anticipo, ese mismo año, uno de sus capítulos fue publicado
por la revista mexicana Letras Libres. Por su extensión, se ofrece a continuación
en dos partes. Ésta es la primera
La experiencia de la traducción literaria
(primera parte)
¿Monolingüismo o poliglotismo?
Algunos escritores muestran una
indiferencia, en realidad una hostilidad, hacia todo lo que no está escrito en
su propio idioma. Roland Barthes dijo en una charla: “Tengo poco conocimiento
de la literatura extranjera; a decir verdad, solo me gusta lo que está escrito
en francés.” En una entrevista publicada en The Paris Review, Philip
Larkin expresó puntos de vista similares, pero mucho más vigorosamente:
En una
entrevista anterior afirmó usted que no le interesaba ningún periodo más que el
actual, ninguna poesía más que la escrita en inglés. ¿Quiso decir literalmente
eso? ¿Ha cambiado su punto de vista?
No ha cambiado. No entiendo cómo se puede llegar a
conocer una lengua extranjera lo suficientemente bien para que la lectura de
poemas en ella merezca la pena. Las ideas de los extranjeros sobre poemas
ingleses buenos son horriblemente toscas: Byron y Poe y demás. A los rusos les
gusta Burns. Pero, en el fondo, las lenguas extranjeras me parecen
irrelevantes. Un escritor solo puede tener una lengua, para que la lengua
signifique algo para él.
En contraste con esto, hay muchos escritores que se
sienten inspirados, estimulados y fascinados por lenguas extranjeras: o bien
hacen traducciones literarias (abundan los ejemplos, desde Baudelaire hasta
Pasternak) o intentan crear ellos mismos en la lengua prestada (como los poemas
en francés de T. S. Eliot y de Rilke, o los de Pessoa en inglés). Existe
también el fenómeno de los escritores bilingües: Beckett y Julien Green (a
pesar de que este último no escribió nada en su lengua materna y dejó para
otros la tarea de traducir sus novelas al inglés). Como último caso, y más
notable, están los ejemplos particularmente interesantes de escritores que
adoptan un idioma nuevo o que cambian de lengua (Conrad, Nabokov, Cioran, por
citar solo tres).
Pero la contraposición entre los que son
monolingües y los que son políglotas tal vez sea artificial. En el fondo, puede
que merezca la pena preguntarse si los dos bandos no están al final motivados
por un interés idéntico. ¿No es la misma pasión la que encierra a Larkin en su
idioma y expulsa a Cioran del suyo? Para el uno y para el otro, en concreto,
“el idioma realmente importa”.
Involuntariamente, Cioran arrojó sobre este tema una
luz curiosa. En el curso de una rara entrevista concedida a un periódico
griego, se lanzó a fustigar el idioma rumano y a celebrar el francés: según él,
el rumano era un idioma blando, untuoso, torpe, descuidado, mientras que el
francés poseía altura, rigor, disciplina. Independientemente de cuáles puedan
ser las características objetivas de los dos idiomas, es evidente que Cioran,
sin saberlo, estaba simplemente oponiendo la majestad distante y marmórea de
una lengua extranjera a la intimidad húmeda y escalofriante de una lengua
familiar para él. Un escritor puede extraer su fuerza precisamente de la
resistencia que le ofrece el idioma: Anthony Burgess destacó que el inglés de
Conrad se hizo más flojo cuando se familiarizó más con él; paradójicamente,
cuando Conrad sabía menos inglés escribía mejor. Henri Michaux tiene una forma
única de manipular el francés: da la impresión de que las palabras sean cuerpos
extraños, a los que gira, da vuelta, huele y de los que nunca deja de
distanciarse. Para asombro de uno de sus interlocutores, confesó una vez hasta
qué punto le resultaba difícil escribir en lo que decía que ¡nunca llegaría a
ser su lengua materna! Nabokov, frente a la lengua inglesa, parece un niño
asombrado ante el escaparate de una tienda de juguetes: maniobra con las
palabras y juega con ellas como con un prodigioso trompo multicolor. Si para un
escritor perder su idioma es una pesadilla desesperada, adquirir otro puede
llegar a constituir también el más milagroso de los dones.
Traducción:
labores de amor y artículos de lujo
Debería señalar, para ser justo, que no es siempre una
falta de cultura lo que desluce las traducciones modernas. Muchos traductores
trabajan en condiciones materiales que los condenan a producir resultados
míseros, por competentes y dotados que puedan ser en realidad. Resulta muy
difícil hacer traducciones literarias satisfactorias intentando al mismo tiempo
vivir de ellas. Por mucho talento que posea el traductor, si está traduciendo
para ganarse la vida, debe elegir constantemente entre soluciones para salir
del paso y no morir de hambre. Una buena traducción es al mismo tiempo una
labor de amor y un artículo de lujo. Traducir es perseguir una pasión (¡a menudo
costosa!); raras veces se convierte en una actividad que rinda beneficios.
Mencionaré una experiencia personal: de
todas las traducciones que he hecho, la más cara a mi corazón, porque fue la
que más me costó y la que me proporcionó mayor gozo, fue la del clásico de la
literatura estadounidense Dos años al pie del mástil, de R. H. Dana
(1840).
Reescribí
mi manuscrito tres veces y trabajé dieciocho años en él. Aunque mi versión
francesa (Deux années sur le gaillard d’avant) fue al final bien
recibida por los críticos y por el público, me entretuve en hacer un pequeño
cálculo, cotejando mis derechos de autor con el número de horas dedicadas a ese
trabajo: está claro como el agua que a cualquier barrendero o vigilante
nocturno le pagan cien veces mejor. Arthur Waley, un genio de la traducción
cuyas versiones del chino ejercieron una influencia considerable en las letras
inglesas durante la primera mitad del siglo xx, describió bien las vicisitudes de nuestra tarea: “He
permanecido centenares de veces sentado durante horas sin fin ante pasajes cuyo
significado entendía perfectamente, intentando ver cómo podía trasladarlos
al inglés.” Todos los traductores se enfrentan constantemente a esa situación
cruel, pero aquellos que están obligados a producir un cierto número de líneas
y páginas por día para ganarse la vida difícilmente pueden permitirse el lujo
de buscar obsesivamente la única solución natural y perfecta; el tiempo
apremia, y no tienen más remedio que cortar por lo sano y (algo que enferma el
alma) aceptar soluciones chapuceras.
El hombre
invisible
La
paradoja a la que el traductor se enfrenta cuando prosigue obstinadamente con
su angustiosa tarea reside en el hecho de que no está entregado a erigir un
monumento que conmemore su talento, sino que está por el contrario esforzándose
por borrar todo rastro de su propia existencia. Al traductor solo se le detecta
cuando ha fallado; su éxito estriba en pasar inadvertido. La búsqueda de la
expresión natural y apropiada es la búsqueda de lo que no parece ya
una traducción. Lo que se necesita es dar al lector la ilusión de que tiene
acceso directo al original. El traductor ideal es un hombre invisible. Su
estética es la del paño de cristal de la ventana. Si el cristal es perfecto,
dejas de verlo, no ves ya más que el paisaje que hay detrás de él; solo en la
medida en que tenga defectos cobras conciencia del grosor del cristal que se
interpone entre el paisaje y tú.
La traducción como sustituto de la creación (i)
Roland Barthes subrayaba en algún lugar:
“Un escritor creativo es aquel para el que el lenguaje es un problema.” Como
suele suceder con Barthes, el brillo de la formulación oculta una falta de
rigor intelectual.
La frase de Barthes es al mismo tiempo
demasiado limitada y demasiado amplia. Demasiado limitada porque existen
escritores creativos para los que el lenguaje no es en realidad un problema;
desde Tolstói a Simenon es larga la lista de inventores de mundos y de
personajes que escriben en un lenguaje funcional, neutral, sin lustre. (Nabokov
no podía perdonar a Dostoievski su prosa plana, floja, que él consideraba
adecuada para la narración por entregas. Evelyn Waugh reprochaba a su colega
novelista y amigo Graham Greene que usara palabras sin considerar su peso
específico y su vida autónoma, manejándolas como utensilios indiferentes.) Se
podría incluso afirmar que, a menudo, la capacidad de invención y creación va
acompañada de una cierta indiferencia hacia el lenguaje, mientras que una
extrema atención al lenguaje puede inhibir la creación. La frase de Barthes es
demasiado amplia, sin embargo, porque para los traductores literarios el idioma
constituye siempre el problema central, y esto pese al hecho de que los
traductores no son creativos per se. La traducción
es con frecuencia un sustituto de la creación, cuyos procedimientos imita. Como
dijo Maurice-Edgar Coindreau, el gran traductor e introductor en Francia de la
literatura estadounidense moderna: “El traductor es el mono del novelista. Debe
hacer las mismas muecas, le gusten o no.” La traducción puede remedar la
creación todo lo que le plazca, pero nunca puede reclamar el mismo estatus;
“traducción creativa” solo podría ser un término peyorativo, lo mismo que se
dice de un contador corrupto que practica la “contabilidad creativa”.
Un sustituto de la creación (ii)
Hay un pasaje en la correspondencia de
Jules Renard, que debería interesar a cualquier escritor, en el que describe
con agudeza la angustia permanente e inagotable de la creatividad: “Pese a lo
muy acostumbrado que debería estar a ello, cada vez que se me pide algo, lo que
sea, me siento tan atribulado como si estuviera escribiendo mi primera línea.
Esto está relacionado con el hecho de que no progreso, de que escribo cuando me
viene, y siempre tengo miedo a que no venga.” Cuando esta angustia se
confirma y se congela en un bloque, el trabajo de traducción, que es una
especie de pseudocreación, puede convertirse en refugio de un escritor. La
historia de la literatura ofrece numerosos ejemplos, de Baudelaire a Valery
Larbaud; no solo la traducción, sino varias actividades alternativas más pueden
cumplir el mismo papel: adaptaciones teatrales, por ejemplo, como cuando Camus
adaptó a Faulkner. Hay equivalentes en las otras artes. Shostakóvich habla en
sus memorias de ese terror punzante a la esterilidad, y da varias recetas para
impedir que se agote la inspiración; destaca, por ejemplo, la utilidad del
trabajo de transcripción orquestal: el objetivo es preservar a toda costa una
forma de actividad artística, una imitación de la actividad creadora, con el
fin de “estimular la producción” o de cruzar el desierto en busca de una nueva
fuente. Como sustituto temporal o permanente de la creación, la traducción está
vinculada a ella de modo estrecho, y es sin embargo de una naturaleza
diferente, pues ofrece una inspiración artificial. En lugar de “yo
escribo cuando me viene, y siempre tengo miedo a que no venga”, lo que tenemos
aquí es la certeza confortante del “¡ha llegado, aquí está!”. Uno puede
sentarse a su mesa cada mañana a la misma hora, seguro de que va a crear algo.
Por supuesto, la calidad y la cantidad de la producción diaria pueden variar,
pero la pesadilla de la página en blanco, en cambio, queda definitivamente
exorcizada. Es también esta misma garantía tranquilizadora la que sitúa
fundamentalmente la traducción en el dominio del artesano más que en el del
artista. Por difícil que pueda ser a veces la traducción, está en el fondo, a
diferencia de la creación, libre de riesgos.
(continúa mañana)
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