jueves, 10 de septiembre de 2020

La experiencia de la traducción literaria (I)

Simon Leys

En 2016, la editorial española Acantilado publicó Breviario de saberes inútiles, un volumen de ensayos del escritor, ensayista, crítico literario, traductor, historiador de arte y sinólogo Simon Leys –seudónimo de Pierre Ryckmans (1935-2014) traducido por José Manuel Álvarez-Flórez y José Ramón Monreal Salvador. A modo de anticipo, ese mismo año, uno de sus capítulos fue publicado por la revista mexicana Letras Libres. Por su extensión, se ofrece a continuación en dos partes. Ésta es la primera

La experiencia de la traducción literaria
(primera parte)

¿Monolingüismo o poliglotismo?
Algunos escritores muestran una indiferencia, en realidad una hostilidad, hacia todo lo que no está escrito en su propio idioma. Roland Barthes dijo en una charla: “Tengo poco conocimiento de la literatura extranjera; a decir verdad, solo me gusta lo que está escrito en francés.” En una entrevista publicada en The Paris Review, Philip Larkin expresó puntos de vista similares, pero mucho más vigorosamente:

En una entrevista anterior afirmó usted que no le interesaba ningún periodo más que el actual, ninguna poesía más que la escrita en inglés. ¿Quiso decir literalmente eso? ¿Ha cambiado su punto de vista?
No ha cambiado. No entiendo cómo se puede llegar a conocer una lengua extranjera lo suficientemente bien para que la lectura de poemas en ella merezca la pena. Las ideas de los extranjeros sobre poemas ingleses buenos son horriblemente toscas: Byron y Poe y demás. A los rusos les gusta Burns. Pero, en el fondo, las lenguas extranjeras me parecen irrelevantes. Un escritor solo puede tener una lengua, para que la lengua signifique algo para él.

En contraste con esto, hay muchos escritores que se sienten inspirados, estimulados y fascinados por lenguas extranjeras: o bien hacen traducciones literarias (abundan los ejemplos, desde Baudelaire hasta Pasternak) o intentan crear ellos mismos en la lengua prestada (como los poemas en francés de T. S. Eliot y de Rilke, o los de Pessoa en inglés). Existe también el fenómeno de los escritores bilingües: Beckett y Julien Green (a pesar de que este último no escribió nada en su lengua materna y dejó para otros la tarea de traducir sus novelas al inglés). Como último caso, y más notable, están los ejemplos particularmente interesantes de escritores que adoptan un idioma nuevo o que cambian de lengua (Conrad, Nabokov, Cioran, por citar solo tres).

Pero la contraposición entre los que son monolingües y los que son políglotas tal vez sea artificial. En el fondo, puede que merezca la pena preguntarse si los dos bandos no están al final motivados por un interés idéntico. ¿No es la misma pasión la que encierra a Larkin en su idioma y expulsa a Cioran del suyo? Para el uno y para el otro, en concreto, “el idioma realmente importa”.

Involuntariamente, Cioran arrojó sobre este tema una luz curiosa. En el curso de una rara entrevista concedida a un periódico griego, se lanzó a fustigar el idioma rumano y a celebrar el francés: según él, el rumano era un idioma blando, untuoso, torpe, descuidado, mientras que el francés poseía altura, rigor, disciplina. Independientemente de cuáles puedan ser las características objetivas de los dos idiomas, es evidente que Cioran, sin saberlo, estaba simplemente oponiendo la majestad distante y marmórea de una lengua extranjera a la intimidad húmeda y escalofriante de una lengua familiar para él. Un escritor puede extraer su fuerza precisamente de la resistencia que le ofrece el idioma: Anthony Burgess destacó que el inglés de Conrad se hizo más flojo cuando se familiarizó más con él; paradójicamente, cuando Conrad sabía menos inglés escribía mejor. Henri Michaux tiene una forma única de manipular el francés: da la impresión de que las palabras sean cuerpos extraños, a los que gira, da vuelta, huele y de los que nunca deja de distanciarse. Para asombro de uno de sus interlocutores, confesó una vez hasta qué punto le resultaba difícil escribir en lo que decía que ¡nunca llegaría a ser su lengua materna! Nabokov, frente a la lengua inglesa, parece un niño asombrado ante el escaparate de una tienda de juguetes: maniobra con las palabras y juega con ellas como con un prodigioso trompo multicolor. Si para un escritor perder su idioma es una pesadilla desesperada, adquirir otro puede llegar a constituir también el más milagroso de los dones.

Traducción: labores de amor y artículos de lujo
Debería señalar, para ser justo, que no es siempre una falta de cultura lo que desluce las traducciones modernas. Muchos traductores trabajan en condiciones materiales que los condenan a producir resultados míseros, por competentes y dotados que puedan ser en realidad. Resulta muy difícil hacer traducciones literarias satisfactorias intentando al mismo tiempo vivir de ellas. Por mucho talento que posea el traductor, si está traduciendo para ganarse la vida, debe elegir constantemente entre soluciones para salir del paso y no morir de hambre. Una buena traducción es al mismo tiempo una labor de amor y un artículo de lujo. Traducir es perseguir una pasión (¡a menudo costosa!); raras veces se convierte en una actividad que rinda beneficios.

Mencionaré una experiencia personal: de todas las traducciones que he hecho, la más cara a mi corazón, porque fue la que más me costó y la que me proporcionó mayor gozo, fue la del clásico de la literatura estadounidense Dos años al pie del mástil, de R. H. Dana (1840).

Reescribí mi manuscrito tres veces y trabajé dieciocho años en él. Aunque mi versión francesa (Deux années sur le gaillard d’avant) fue al final bien recibida por los críticos y por el público, me entretuve en hacer un pequeño cálculo, cotejando mis derechos de autor con el número de horas dedicadas a ese trabajo: está claro como el agua que a cualquier barrendero o vigilante nocturno le pagan cien veces mejor. Arthur Waley, un genio de la traducción cuyas versiones del chino ejercieron una influencia considerable en las letras inglesas durante la primera mitad del siglo xx, describió bien las vicisitudes de nuestra tarea: “He permanecido centenares de veces sentado durante horas sin fin ante pasajes cuyo significado entendía perfectamente, intentando ver cómo podía trasladarlos al inglés.” Todos los traductores se enfrentan constantemente a esa situación cruel, pero aquellos que están obligados a producir un cierto número de líneas y páginas por día para ganarse la vida difícilmente pueden permitirse el lujo de buscar obsesivamente la única solución natural y perfecta; el tiempo apremia, y no tienen más remedio que cortar por lo sano y (algo que enferma el alma) aceptar soluciones chapuceras.

El hombre invisible
La paradoja a la que el traductor se enfrenta cuando prosigue obstinadamente con su angustiosa tarea reside en el hecho de que no está entregado a erigir un monumento que conmemore su talento, sino que está por el contrario esforzándose por borrar todo rastro de su propia existencia. Al traductor solo se le detecta cuando ha fallado; su éxito estriba en pasar inadvertido. La búsqueda de la expresión natural y apropiada es la búsqueda de lo que no parece ya una traducción. Lo que se necesita es dar al lector la ilusión de que tiene acceso directo al original. El traductor ideal es un hombre invisible. Su estética es la del paño de cristal de la ventana. Si el cristal es perfecto, dejas de verlo, no ves ya más que el paisaje que hay detrás de él; solo en la medida en que tenga defectos cobras conciencia del grosor del cristal que se interpone entre el paisaje y tú.

La traducción como sustituto de la creación (i)
Roland Barthes subrayaba en algún lugar: “Un escritor creativo es aquel para el que el lenguaje es un problema.” Como suele suceder con Barthes, el brillo de la formulación oculta una falta de rigor intelectual.

La frase de Barthes es al mismo tiempo demasiado limitada y demasiado amplia. Demasiado limitada porque existen escritores creativos para los que el lenguaje no es en realidad un problema; desde Tolstói a Simenon es larga la lista de inventores de mundos y de personajes que escriben en un lenguaje funcional, neutral, sin lustre. (Nabokov no podía perdonar a Dostoievski su prosa plana, floja, que él consideraba adecuada para la narración por entregas. Evelyn Waugh reprochaba a su colega novelista y amigo Graham Greene que usara palabras sin considerar su peso específico y su vida autónoma, manejándolas como utensilios indiferentes.) Se podría incluso afirmar que, a menudo, la capacidad de invención y creación va acompañada de una cierta indiferencia hacia el lenguaje, mientras que una extrema atención al lenguaje puede inhibir la creación. La frase de Barthes es demasiado amplia, sin embargo, porque para los traductores literarios el idioma constituye siempre el problema central, y esto pese al hecho de que los traductores no son creativos per se. La traducción es con frecuencia un sustituto de la creación, cuyos procedimientos imita. Como dijo Maurice-Edgar Coindreau, el gran traductor e introductor en Francia de la literatura estadounidense moderna: “El traductor es el mono del novelista. Debe hacer las mismas muecas, le gusten o no.” La traducción puede remedar la creación todo lo que le plazca, pero nunca puede reclamar el mismo estatus; “traducción creativa” solo podría ser un término peyorativo, lo mismo que se dice de un contador corrupto que practica la “contabilidad creativa”.

Un sustituto de la creación (ii)
Hay un pasaje en la correspondencia de Jules Renard, que debería interesar a cualquier escritor, en el que describe con agudeza la angustia permanente e inagotable de la creatividad: “Pese a lo muy acostumbrado que debería estar a ello, cada vez que se me pide algo, lo que sea, me siento tan atribulado como si estuviera escribiendo mi primera línea. Esto está relacionado con el hecho de que no progreso, de que escribo cuando me viene, y siempre tengo miedo a que no venga.” Cuando esta angustia se confirma y se congela en un bloque, el trabajo de traducción, que es una especie de pseudocreación, puede convertirse en refugio de un escritor. La historia de la literatura ofrece numerosos ejemplos, de Baudelaire a Valery Larbaud; no solo la traducción, sino varias actividades alternativas más pueden cumplir el mismo papel: adaptaciones teatrales, por ejemplo, como cuando Camus adaptó a Faulkner. Hay equivalentes en las otras artes. Shostakóvich habla en sus memorias de ese terror punzante a la esterilidad, y da varias recetas para impedir que se agote la inspiración; destaca, por ejemplo, la utilidad del trabajo de transcripción orquestal: el objetivo es preservar a toda costa una forma de actividad artística, una imitación de la actividad creadora, con el fin de “estimular la producción” o de cruzar el desierto en busca de una nueva fuente. Como sustituto temporal o permanente de la creación, la traducción está vinculada a ella de modo estrecho, y es sin embargo de una naturaleza diferente, pues ofrece una inspiración artificial. En lugar de “yo escribo cuando me viene, y siempre tengo miedo a que no venga”, lo que tenemos aquí es la certeza confortante del “¡ha llegado, aquí está!”. Uno puede sentarse a su mesa cada mañana a la misma hora, seguro de que va a crear algo. Por supuesto, la calidad y la cantidad de la producción diaria pueden variar, pero la pesadilla de la página en blanco, en cambio, queda definitivamente exorcizada. Es también esta misma garantía tranquilizadora la que sitúa fundamentalmente la traducción en el dominio del artesano más que en el del artista. Por difícil que pueda ser a veces la traducción, está en el fondo, a diferencia de la creación, libre de riesgos.

(continúa mañana)


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