Lo que sigue es la segunda parte del artículo de Simon Leys publicado en el día de ayer, con traducción de José Manuel Álvarez-Flórez y José Ramón Monreal Salvador.
La experiencia de la traducción literaria
(segunda parte)
Un sustituto de la creación (iii)
En realidad uno solo puede traducir con
éxito aquellos libros que le habría gustado escribir. Para que una traducción
literaria sea vivaz e inspirada, el traductor debe conseguir identificarse con
el autor, por cuyo espíritu pasa a estar habitado. A mí me parecería imposible
traducir bien a un escritor por el que no sintiese ni simpatía ni respeto, o
cuyos valores no compartiese, o cuyo universo intelectual, moral, artístico y
psicológico me fuese indiferente u hostil. Esto es algo tan general que lo repiten
todos los grandes traductores. Por ejemplo, Coindreau: “Un traductor debe
conocer sus propias limitaciones y no aceptar obras que él mismo no podría o,
más exactamente, no habría deseado escribir. Traducir es un acto de
colaboración amorosa.” Y Valery Larbaud: “Estoy absolutamente seguro de que una
traducción cuyo autor empieza diciendo en su prefacio que la eligió porque le
gustaba el original tiene todas las posibilidades de ser buena.” Pero luego va
mucho más allá, pues expone la idea de que la traducción es una especie de
plagio sublime. Según él, el primer gesto del escritor es el del plagio. (André
Malraux destacaba el mismo fenómeno en las artes plásticas, comentando por
ejemplo cómo el joven Rembrandt solía imitar a Pieter Lastman: “El genio empieza
con el pastiche.”) Larbaud continúa: “Solo más tarde, cuando nos hemos dado
cuenta de que por regla general no nos gustan nuestras propias obras, de que es
suficiente para que nos guste un poema o un libro sentir que no es nuestro,
solo entonces percibimos la diferencia entre tuyo y mío, y ese plagio pasa a
ser no solo odioso para nosotros, sino imposible. Y sin embargo persiste en
nosotros algo de ese instinto primitivo de apropiación. Habita en lo profundo
de nuestro ser como uno de los vicios instintivos de la infancia, que el pleno
desarrollo de nuestro carácter se niega a permitir que despierte de nuevo.”
El contacto con una obra maestra transmite
una especie de carga eléctrica: recuérdese el famoso grito del joven Correggio
al descubrir una obra maestra de Rafael: “Anch’io sono pittore!” (“¡Yo también
soy pintor!”). En el campo literario, de acuerdo con Larbaud, existe “un
instinto profundo al que responde la traducción, y que convierte a los
individuos, dependiendo de su valor moral, o quizá de su grado de vigor
intelectual, en plagiarios o traductores”. La traducción es, pues, una
sublimación de nuestra propensión espontánea al robo o al plagio: “Traducir una
obra que nos gusta significa penetrar en ella a un nivel más profundo de lo que
podemos hacer con una simple lectura; significa poseerla más completamente,
apropiárnosla en algunos sentidos. Ese es siempre nuestro objetivo, plagiarios
como somos todos en origen.”
Un sustituto de la creación (iv)
El hecho de que la traducción sea un
sustituto de la creación tiene su corolario: las traducciones tienen un puesto
legítimo en la œuvre de un escritor, junto con sus obras originales. Es
válido y apropiado incluir, por ejemplo, en una edición de las obras completas
de Baudelaire, de Proust, de Larbaud o de Lu Xun, las traducciones que
hicieron. El gran escritor chino moderno Zhou Zuoren, cuyos ensayos están
intercalados con una vasta variedad de traducciones (clásicos griegos,
literatura japonesa clásica y moderna, literatura inglesa), desarrolló esta idea:
un escritor puede traducir diversos textos con el fin de dar forma a cosas que
tenía dentro de sí mismo pero que no podía hallar otros medios de expresar. Ese
es el motivo de que resulte apropiado incluir esas traducciones en cualquier
colección de sus propias obras. Lo mismo reza para las citas y las notas de
lectura que ciertos escritores acumulan, y que los ingleses llaman a veces
“libro de citas” (véase, por ejemplo, Commonplace book de E. M. Forster,
o Spicilège de Montesquieu). Agrupa todas las páginas que has copiado en
el curso de tus lecturas, sin que haya una sola línea tuya, y el conjunto puede
llegar a ser el retrato más exacto de tu mente y de tu corazón. Estos mosaicos
de citas parecen collages pictóricos: todos los elementos son prestados,
pero juntos forman cuadros originales.
Algunos problemas técnicos
Cuando la traducción es al inglés (por
ejemplo), la cuestión es, más que la de dominar la lengua extranjera, la de
dominar el inglés. Esto podría convertirse en un axioma: Es deseable
entender el idioma del original, pero es indispensable dominar la lengua de
destino. Esta fórmula puede parecer al mismo tiempo un chiste y una
perogrullada, pero es un hecho cierto que hay traducciones que son obras
maestras literarias, que han ejercido una influencia considerable, y que han
sido hechas por traductores que apenas conocían la lengua del original, si es
que sabían algo de ella; su capacidad se debía exclusivamente al hecho de ser
grandes estilistas en su lengua materna. El caso más ilustre y singular es sin
duda el de Lin Shu (1852-1924), una figura capital de la historia literaria de
la China moderna. Sin conocer una sola palabra de ninguna lengua extranjera,
Lin Shu tradujo casi doscientas novelas europeas, y este vasto cuerpo de
ficción extranjera contribuyó poderosamente a la transformación del horizonte
intelectual de China al final del Imperio. Convaleciente tras una grave
enfermedad, Lin Shu recibió hacia 1890 la visita de un amigo que había regresado
recientemente de Francia. El amigo le habló de una novela muy popular en Europa
en esa época, La dama de las camelias, y le sugirió que emprendiese su
traducción. Colaboraron los dos de la manera siguiente: el amigo relataba la
trama, y Lin Shu iba traduciéndola al chino clásico. Esta Dama de las
camelias china tuvo un éxito prodigioso. Hay que decir que es inmensamente
superior al original: a pesar de ser escrupulosamente fiel a la narración de
Dumas fils, que reproduce párrafo por párrafo, frase por frase, su
estilo es admirable por su nobleza y su capacidad de concisión... ¡Imaginémonos
en qué se convertiría una novela por entregas si se reescribiese en el latín de
Tácito! (Cuando Mao Zedong recibió a una delegación de senadores franceses,
alabó La dama de las camelias como el mejor ejemplo del genio literario
francés, para gran perplejidad de sus visitantes: como todos los intelectuales
de su generación, había leído la traducción de Lin Shu, medio siglo antes, y
había conservado un recuerdo indeleble de ella.) Estimulado por este éxito
inicial, Lin Shu continuó su tarea, emprendiendo traducciones con varios
colaboradores; dependiendo por completo de los gustos y los conocimientos
variables de ellos, construyó una œuvre enorme y heteróclita, traduciendo
en tropel a los gigantes de la literatura mundial (Victor Hugo, Shakespeare,
Tolstói, Goethe, Dickens) así como a buen número de autores de segunda fila
como Walter Scott y R. L. Stevenson, y a escritores populares como Anthony Hope
y H. Rider Haggard (por el que llegó a sentir una especial predilección); y
luego también a los portavoces de naciones oprimidas, de los polacos, los
húngaros, los serbios, los bosnios... ¡e incluso a Hendrik Conscience, con su El
león de Flandes!
Lo que ejemplifica el caso fascinante de
Lin Shu respecto a lo que nos interesa aquí es la importancia del estilo: el
arte literario del traductor puede compensar incluso una profunda incompetencia
lingüística... aunque este sea, sin duda, un ejemplo extremo. Como regla
general sería justo decir que, si el traductor es de verdad un escritor, el
sentido erróneo ocasional puede incluso no invalidar su obra. Sin embargo,
todos los recursos de la filología no le servirán de nada si escribe sin oído
literario. De lo que se deduce también que los mejores traductores son
normalmente aquellos que traducen de una lengua extranjera a su lengua materna,
y no viceversa. Servirá un ejemplo: las dos traducciones más prestigiosas de
las Analectas de Confucio al inglés fueron durante mucho tiempo las de
Arthur Waley y D. C. Lau. La traducción relativamente vieja de Waley contiene
algunos errores bastante notorios y varias interpretaciones discutibles, pero
está escrita en un inglés admirable. La traducción más reciente de Lau es
filológicamente más de fiar, pero desde un punto de vista literario parece
haber sido compuesta en una computadora por una computadora. Un
angloparlante que no sepa nada de Confucio haría mejor en pasar primero por
Waley: aunque se extravíe en ciertas cuestiones de detalle, descubrirá al menos
que las Analectas de Confucio es un libro bello, mientras que existe el
riesgo de que este aspecto esencial se les escape a los lectores de la
traducción más exacta de Lau. Asimismo, especialistas del alemán han criticado
con severidad las traducciones de Kafka de Alexandre Vialatte al francés.
Aceptando incluso que este cometió numerosos errores, cuando leo las nuevas
versiones rigurosamente corregidas que sustituyen ahora a las viejas, me parece
que lo que Vialatte ofrece aún, y que resulta más fundamental que la exactitud
filológica, es verdad literaria. Aunque su conocimiento del alemán pueda
resultar a menudo deficiente, su comprensión del genio de Kafka, de la
naturaleza esencialmente cómica de ese genio, es al final la
medida de un sentido más veraz del texto; un sentido que las incomparables
dotes artísticas de Vialatte nos proporcionan, a su vez, en francés. Lo que
tenemos aquí es un ejemplo del axioma primordial establecido por san Jerónimo,
el santo patrono de nuestra hermandad: “Non verbum e verbo, sed sensum
exprimere de sensu” (dar el sentido más que las palabras del texto).
Verbum e verbo
Al trasladar las palabras del texto, todos
los traductores se equivocan de cuando en cuando, pero tales accidentes son
remediables, pues se trata de errores elementales ortográficos y tipográficos.
La receta para el éxito es simplemente utilizar buenos diccionarios,
preferiblemente de la variedad monolingüe. Lo más fácil de traducir son las
expresiones difíciles; lo más difícil son las expresiones fáciles. Quiero decir
con esto que las expresiones abstrusas y los términos raros se detectan
enseguida, y pueden localizarse de lejos; son peligros claramente marcados que
se pueden superar con prudencia, diccionario en mano. El peligro surge con palabras
de apariencia sencilla y cotidiana que uno cree que entiende a la perfección,
mientras que en su contexto pueden en realidad corresponder a un vocabulario
muy distinto, técnico o especializado, o a un uso no codificado de la lengua
hablada. Me había propuesto ofrecer algunos ejemplos de errores sorprendentes
cometidos por excelentes traductores con el fin de demostrar que profesionales
profundamente conocedores del idioma, especialistas en desentrañar los
rompecabezas lingüísticos más complejos desde dentro del enclave de sus
bibliotecas, lejos de la calle y de su vida, se las arreglaron para caer en
trampas muy elementales. Pero ¿qué utilidad puede tener la crítica ociosa?
Estoy seguro de que lo que quiero decir está claro, pues en el fondo solo es
una ilustración del viejo principio de la navegación: es peligroso no conocer
la propia posición, pero es mucho peor no saber que uno no sabe.
Permítaseme mencionar de nuevo el problema
particular que plantean pasajes oscuros o corruptos de textos antiguos. Ciertos
traductores se equivocan aquí por un exceso de ingenio: dan sentido a pasajes
que no poseen ya ninguno; y donde el original es hermético e irregular, su
traducción da una impresión engañosa de claridad y fluidez. Jean Paulhan
ilumina este fenómeno (a propósito de una traducción de Lao Tse): “Los mejores
traductores son en este caso los más estúpidos, que respetan la oscuridad y no
buscan dar sentido al material que manejan.”
Sensum exprimere de sensu
Los errores cometidos del orden de verbum e verbo
son veniales y fácilmente localizables. Pero en el campo de sensum exprimere
de sensu, todos los errores son fatales. Se pueden cometer errores de
sentido, y se cometen inevitablemente, pero los que son imperdonables son los
errores de juicio y de tono. La forma que tiene el traductor de trasladar el título
de una obra que está traduciendo indica claramente esto, y Coindreau nos
aporta de nuevo ejemplos interesantes. El título de la novela de William Styron
Set this house on fire [Esta casa en llamas, se tituló en
español] (que, con su resonancia bíblica, plantea un desafío que Coindreau
supera magníficamente con La proie des flammes), si se tradujese por Fous
le feu à la baraque, se convertiría instantáneamente en el título de una
novela barata de misterio. El título de The grapes of wrath [en español
se tradujo como Las uvas de la ira] de Steinbeck se traduce torpemente
por Les raisins de la colère, un título correspondiente a una edición
pirata belga que ganó notoriedad durante la Segunda Guerra Mundial, obligando a
Coindreau a prescindir de la brillante solución que había previsto: Le ciel
en sa fureur. Grapes posee en inglés un solemne tono bíblico, siendo
la alusión clásica al verso de La Fontaine la que da en el fondo el mejor
equivalente posible, mientras que la connotación en francés de grapes (pensemos
en Les vignes du Seigneur) evoca un universo más bien báquico y
rabelesiano. Wuthering heights [Cumbres borrascosas] de Emily
Brontë se convirtió, en la traducción de F. Delebecque, en Les hauts de
hurlevent, una solución magistral. Coindreau explica por qué tradujo God’s
little acre [La parcela de Dios, en la traducción española] de E.
Caldwell como Le petit arpent du bon Dieu: “Le petit arpent de Dieu”
sonaba mal, dice, ¡como una especie de juramento canadiense! “Bon Dieu”
se corresponde con cómo imagina uno que podría expresarse de modo natural el
protagonista, un viejo campesino sucio y pillo. En cuanto a mí, por lo que se
refiere a la narración de Dana, Two years before the mast, la expresión before
the mast se convertiría literalmente en devant le mât o en avant
du mât, que no significan gran cosa en francés. En inglés navegar before
the mast significa hacerlo como un marinero ordinario, ya que en los barcos
altos las dependencias de la tripulación estaban en el castillo de proa, y los
marineros, salvo que estuvieran de servicio, permanecían estrictamente
confinados en el espacio situado “delante del mástil de proa” (pues la parte de
atrás del buque estaba reservada para uso exclusivo de oficiales y pasajeros).
Traducir el título como Deux ans de la vie d’un matelot [Dos años en
la vida de un marinero] habría sido demasiado explícito, cuando lo que se
requería era hacerse eco de la jerga náutica que Dana emplea con tan soberbio
efecto. Como lo que hacía falta además era evitar la desdichada asonancia de
“deux ans”-“gaillard d’avant”, opté al final por Deux années
sur le gaillard d’avant [Dos años en el castillo de proa. En español
se tradujo como Dos años al pie del mástil].
La prueba de la traducción
Se puede ser creativo en un idioma que uno
solo conoce imperfectamente: Conrad aún se hallaba lejos de dominar el inglés
en la época en que escribió La locura de Almayer.
Traducir a un idioma que uno solo conoce imperfectamente es imposible.
No hay otra actividad literaria que exija un dominio tan total del idioma en
que uno trabaja; hay que contar con todos los registros, hay que ser capaz de
dominar todas las teclas y todas las escalas. Cuando uno está componiendo,
tiene a su disposición numerosos desvíos si se enfrenta a un obstáculo: siempre
puede enfocar el asunto desde otro ángulo, o incluso puede inventar algo
distinto si llega el caso. Sin embargo, cuando se traduce los problemas son
inmutables, y no hay posibilidad de eludirlos o de sortearlos; hay que
afrontarlos y resolverlos, uno a uno, siempre que surjan. La traducción no solo
despliega todos los recursos de la escritura, es también la forma
suprema de lectura. Para apreciar un texto, releer es mejor que leer,
aprender de memoria mejor que releer; pero uno solo posee lo
que traduce. Primero, traducir entraña comprensión total. Cuando hemos leído un
texto con interés, con placer, con emoción, suponemos naturalmente que lo hemos
entendido todo... hasta que llega el momento en que intentamos traducirlo. Lo
que solemos descubrir entonces es que con lo que nos hemos quedado es con la
huella del texto en movimiento en nuestra imaginación y en nuestra
sensibilidad; suficiente para mantener la atención de un lector; pero el
traductor, por su parte, necesita cimientos más firmes sobre los que basar su
trabajo. No hay duda de que los pasajes vagos deben traducirse de una manera
vaga y los oscuros de modo oscuro. Pero, para producir una oscuridad y una
vaguedad adecuadas, el traductor tiene que haber penetrado con antelación en la
niebla para atrapar lo que esté escondido tras ella.
Y, paradójicamente, el traductor debe saber
más sobre la obra de lo que sabe el propio autor, pues este, arrastrado por la
inspiración, puede ceder a veces a la embriaguez de las palabras. Tales
transportes le están prohibidos al traductor, que debe mantenerse siempre
sobrio y lúcido. Un escritor astuto puede engañar a sus lectores, pero nunca
puede engañar a su traductor. El trabajo de traducción lo pone todo al descubierto
implacablemente: vuelve la obra del revés, retira el forro, expone las
costuras. La traducción es la prueba más severa a la que se puede someter un
libro. En la prosa discursiva, nada que tenga un sentido es intraducible; el
corolario de ello es que generalmente se descubre que los pasajes intraducibles
no tienen sentido. La traducción es un detective implacable del disparate
pretencioso, un sonar para medir falsas profundidades. Puede habernos
complacido una obra en la primera lectura, pero, si su seducción no es sana, no
soportará la prueba de la traducción. Traducir un libro significa vivir en
intimidad con él durante meses y años, y frecuentar libros así puede resultar
muy parecido a frecuentar gente: la intimidad puede hacer que aumenten el amor
y el respeto, pero también puede producir aversión y desprecio.
Traducible e intraducible
Algunos escritores son fáciles de traducir: Simenon,
Graham Greene, y en general todos los novelistas cuyas tramas se pueden
desenredar de su lenguaje. Otros son difíciles de traducir: Chardonne, Evelyn
Waugh, y en general cualquier novelista cuya narrativa sea inseparable de su
lenguaje. Así, por ejemplo, yo leo a Simenon en inglés y a Greene en francés.
Algunas de sus novelas llevan conmigo veinticinco o treinta años, y sin
embargo, curiosamente, soy incapaz de saber cuál leí en el original y cuál en
traducción. En el primer caso, el idioma es un mero instrumento de creación; en
el segundo, constituye el material mismo de la obra. Cuanto más se aproxima una
obra a la forma poética, menos traducible es. La “idea” de un poema está
presente solo cuando toma forma en palabras; un poema no existe fuera de su
encarnación verbal, lo mismo que no existe un individuo fuera de su piel. Degas
le dijo a Mallarmé que tenía montones de ideas para poemas y le desalentaba
mucho no ser capaz de escribirlos. Mallarmé respondió: “Pero Degas, no es con
ideas con lo que hacemos poesía, es con palabras.” Si bien no es completamente
absurdo contar una novela de Tolstói, sería inconcebible contar un poema de
Baudelaire. Por eso la poesía es por definición intraducible (de ahí la
recomendación de Goethe de que el verso se traduzca en prosa, para que el
lector no se engañe). Puede darse el caso, sin embargo, de que un poema escrito
en un idioma pueda inspirar otro poema en otro idioma. ¡Esos milagros
suceden! Pero la existencia de milagros no invalida la existencia de leyes
naturales: más bien la confirma.
Traducciones que son superiores al original
Creo que fue Gide quien comentó de un
escritor que despreciaba: “Gana mucho en la traducción.” Esta burla feliz
plantea el tema curioso de traductores que mejoran sus originales. Los ejemplos
abundan en este caso. Gabriel García Márquez dijo que la traducción de Gregory
Rabassa de Cien años de soledad es muy superior al original en español.
He hablado antes de Lin Shu; no sol La dama de las camelias gana leída
en chino, sino que (si hemos de creer a Arthur Waley) podría decirse lo mismo
de las novelas de Dickens. Pero el caso más digno de atención probablemente sea
el de Baudelaire como traductor de Edgar Allan Poe. Los especialistas
anglosajones que leen francés prefieren casi unánimemente las traducciones de
Baudelaire a los originales de Poe, al que suelen considerar “aburrido, vulgar
y carente de buen oído”; mientras que sigue siendo fuente de infinita
perplejidad para críticos ingleses y estadounidenses el que, siguiendo a
Baudelaire, grandes poetas franceses como Mallarmé, Claudel y Valéry pudieran
adorarlo y tomar en serio su mezcolanza indigerible de pseudociencia y fantasía
metafísica. El hecho es que a menudo son los escritores mediocres los que mejor
se prestan a los gloriosos malentendidos de traducción y exportación, mientras
que los escritores de talento se resisten a los esfuerzos de los traductores.
Du Fu, el más grande y perfecto de todos los poetas clásicos chinos, se
convierte traducido en árido y gris, mientras que su contemporáneo Hanshan,
cuya obra es insípida y vulgar (y fue en general ignorada, muy justamente, en
China), gozó de un éxito inmenso en reencarnaciones poéticas coloristas en
Japón, en Estados Unidos y en Francia... La traducción puede servir como una
pantalla perversa que oscurece ejemplos de auténtica belleza y otorga al mismo
tiempo una súbita frescura a tópicos trillados. La poesía de Mao Zedong, por
ejemplo, debió su fortuna no solo al martilleo de la propaganda y a los mitos
políticos de un periodo determinado, sino también al hecho de que pertenece
claramente a esa categoría de obras que “mejoran con la traducción”, porque la
traducción consigue ocultar su vulgaridad original. Randall Jarrell, en una
novela ferozmente divertida, Pictures from an institution, dice de uno
de sus personajes: “No le gustaría ni la mitad de lo que le gustaba el alemán
si tuviese que aprenderlo. No existe felicidad comparable a no saber distinguir
un tópico de una genialidad.” Y en El guardián entre el centeno el joven
héroe tergiversa completamente el sentido de un verso de Robert Burns (que
proporciona a Salinger el título de la novela): este maravilloso error se
convirtió para él en fuente de una delicia poética mucho más pura y más
profunda que la que habría extraído de una lectura correcta del poema en
cuestión... Aún está por escribirse un “homenaje al error”.
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