“El uso de pronombres neutros, el lenguaje inclusivo o los eufemismos políticamente correctos forman parte de la neolengua contemporánea. Y aunque hay cambios necesarios para la renovación natural de las lenguas, en ocasiones, las transformaciones responden a necesidades políticas.” Esto dice la bajada del artículo publicado en Ethics, el pasado 18 de octubre, por Ricardo Dudda, periodista y editor. Integra la redacción de la revista Letras Libres y es columnista en El País y The Objective, además de autor de La verdad de la tribu. La corrección política y sus enemigos (Debate, Madrid, 2019).
Neolenguas o la nueva higiene verbal
Hay que empezar con George Orwell, el escritor y periodista británico que luchó durante toda su vida contra la manipulación del lenguaje. En su célebre ensayo La política y la lengua inglesa (1946) critica especialmente la neolengua política, que «ha de consistir, sobre todo, en eufemismos, en interrogantes, en mera vaguedad neblinosa». Pero Orwell, cuyos consejos sobre escritura clara son imprescindibles, no es el más indicado para explicar la neolengua contemporánea. El escritor reprobaba la retórica política que busca confundir, ocultar realidades y evadir responsabilidades. Sus enseñanzas, por tanto, no nos sirven para entender los pronombres neutros, el lenguaje inclusivo o los eufemismos políticamente correctos.
Como dice Deborah Cameron, autora de Verbal Hygiene (1995), «los críticos de la corrección política están desplegando el concepto eufemismo de una manera que ‘san George Orwell’ deploraría: como una mueca generalizada hacia palabras que consideran de alguna manera inapropiadas –demasiado largas, demasiado guays, demasiado nuevas, demasiado políticas–. Cuando usan la palabra eufemismo, significa lo que eligen que significa». Ahora bien, se puede sustituir eufemismo por neolengua. No todo neologismo es neolengua orwelliana.
Para hablar de la neolengua contemporánea hay que hablar de poder. En la política de izquierdas contemporánea todo es política, desde lo que desayunamos hasta lo que nos excita en la cama. Y la política siempre ha sido una cuestión de poder. Sin embargo, la concepción del poder que está detrás de esta politización no es la clásica, la maquiavélica; es una concepción foucaultiana. Es decir, todo es política y todo está atravesado por pugnas de poder a menudo invisibles.
Lo explica así el filósofo Richard Rorty en Forjar nuestro país (1999): «El concepto poder denota una agencia que ha dejado una mancha indeleble en cada palabra de nuestro lenguaje y en cada institución de nuestra sociedad. Está siempre ahí, y no podemos verlo ir ni venir. Uno puede divisar a un empresario con un maletín llegando a la oficina de un congresista, y quizá bloquearle la entrada. Pero nadie puede bloquear el poder en el sentido foucaultiano. El poder está tanto dentro como fuera de uno».
Obviamente, según esta lógica, el lenguaje es también siempre político. El activismo en defensa de la «higiene verbal» o de la reivindicación de un lenguaje inclusivo no tiene solo una motivación reparadora, sino que busca también señalar una causa política, problematizar –un concepto muy usado en los estudios culturales– las cosas que hemos asumido como neutrales o ajenas a la política. Como explica Cameron, «la nueva higiene verbal está motivada políticamente y asume que el lenguaje no solo es un medio para las ideas, sino un formador de ideas, que siempre e inevitablemente es político, y que la verdad que dice alguien puede ser relativa al poder que tiene. Este conjunto de asunciones, más que la simple intención de sustituir unas palabras por otras, es lo que hace que la cuestión del lenguaje ‘políticamente correcto’ sea tan explosiva».
Un problema político, no lingüístico
A menudo los activistas por un lenguaje inclusivo o políticamente correcto no intentan resolver un problema lingüístico, sino de representación o reconocimiento político. No es que haya una palabra que ha dejado de evocar lo que tenía que evocar o de definir con exactitud una realidad, sino que de pronto nos hemos dado cuenta de que quizá no estábamos todos incluidos en ella. No importan tanto la morfología, la pragmática o los usos y reglas de lenguaje, sino si la reforma lingüística es capaz de evocar la pugna política que se desea visibilizar.
Pongamos un ejemplo: en junio de 2021, en el Día Internacional del Orgullo LGTBI, la ministra de Igualdad de España, Irene Montero, afirmó en la televisión pública que siempre estaría «del lado de un lenguaje que haga sentir a todas las personas que son importantes, y que existe un compromiso con ellos, ellas y elles». Montero estaba usando un pronombre neutro para reivindicar la existencia de los individuos no binarios, que no se identifican con el género masculino ni femenino. Aquí, el concepto elle importa más como reivindicación política que como reforma lingüística. Sigue la lógica de que «lo que no se nombra no existe». Según Álex Grijelmo, autor de Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo (Taurus, 2021), «decir que lo que no se nombra no existe es olvidar que en la comunicación funcionan el sobreentendido, la presuposición, la insinuación, la ironía… y, sobre todo, el contexto». Para el periodista, la solución no es crear un género neutro, sino que las mujeres (o, por ejemplo, los individuos no binarios) «se apropien de los genéricos en lugar de sentirse excluidas. Ya ha pasado con palabras originariamente exclusivas de los hombres, como homenaje o patrimonio».
Al mismo tiempo, ¿a quién dañan estas reivindicaciones? El activismo por la higiene verbal es inofensivo. Como dice la lingüista Elena Álvarez Mellado, «el pronombre elle es una forma de denominarse a sí mismo, no nos están imponiendo nada a los demás, es lo menos amenazante del mundo». Es una cuestión de autoestima; una comunidad decide nombrarse como desea. El problema está en la implantación más allá de la propia comunidad. Hay una aspiración de universalidad en la reivindicación de los pronombres neutros que choca con la necesidad de la mayoría de los hablantes. Irene Montero no estaba frente a individuos no binarios cuando habló de elles: la pregunta es si pasará como con el desdoblamiento de género, cuyo uso es intermitente y no muy estricto. ¿Insistirá Montero hasta que se generalice?
Un cambio que solo soluciona el problema de una minoría es legítimo e importante, pero es difícil que trascienda ese contexto. Un ejemplo es el concepto latinx, una manera neutra de nombrar a la comunidad latina en Estados Unidos. Según una encuesta del Pew Research Center, solo un 3% de la población latina usa el concepto, y solo uno de cada cuatro ha oído hablar de él. Solo una minoría movilizada y activista usa el concepto. De esto se deduce algo obvio: el problema de invisibilidad que intenta denunciar este activismo no es lingüístico.
La izquierda cultural
Hay quienes creen que esta fijación con los cambios nominales o simbólicos responde a una obsesión de la izquierda contemporánea, que parece que pone menos interés (o el mismo interés) en cambiar las cosas que en renombrarlas. Es lo que Rorty denominó «izquierda cultural, que piensa más en el estigma que en el dinero, más sobre motivaciones psicosexuales profundas y ocultas que sobre una avaricia superficial y evidente». O Tony Judt, que antes de fallecer en 2011 criticó que la izquierda cultural estaba más interesada en las implicaciones metafóricas del poder que en el propio poder. Es un debate largo y complejo, y la visión alternativa sostiene que las cuestiones materiales y las culturales son inseparables: un avance en derechos civiles va acompañado de una normalización moral.
El debate lingüístico es más complejo porque los cambios en la lengua son más lentos que los cambios morales. Como dice Grijelmo, «todo lo que concierne a las lenguas evoluciona con una enorme lentitud. A veces nos deslumbran algunos neologismos, pero la estructura de un idioma se modifica poquísimo. Hace siglos que no se inventan una preposición, un artículo, una conjugación verbal». El lingüista John McWhorter es más abierto a los cambios. Dice que los neologismos o los eufemismos son como los calzoncillos: hay que cambiarlos de vez en cuando.
«En una sociedad lingüísticamente madura deberíamos asumir que los conceptos que utilizamos para ayudarnos a avanzar en nuevas formas de pensamiento requieren de un recambio periódico», dice McWhorter. La «rueda del eufemismo», como ha llamado el psicólogo Steven Pinker a este proceso de reciclaje constante –en el original inglés es treadmill, que es una cinta para correr–, «no es ni el lenguaje de los burócratas, ni tiene que ver con las políticas de la identidad», señala. Y aclara que es un síntoma del hecho de que, por mucho que nos gustaría que fuera al contrario, es más fácil cambiar el lenguaje que cambiar las ideas.
Hay cambios necesarios que forman parte de la renovación natural de las lenguas, que son vivas y dinámicas. En otras ocasiones, sin embargo, los cambios responden más a necesidades políticas que lingüísticas, y no son más que intentos bienintencionados pero ingenuos de cambiar la realidad con herramientas deficientes.
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