Hubo muchas repercursiones del discurso de Guillermo Saccomano en la inauguración de la 47 Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. Los interesados podrían, por ejemplo, consultar lo que publicó el editor Hugo Levín en Cultura InfoBAE, lo que escribió el editor Ariel Granica en La Nación. También los diversos puntos de vista de escritores e intelectuales del más variado pelaje; entre otros, Alejandro Dujovne en el diario.ar; lo que opinaron Ezequiel Martínez, Alejandro Katz, Gaby Comte, Agustina Bazterrica, Esther Cross, Cecilia Szperling y Norma Morandini en Clarín; lo que escribió el poeta Eduardo Mileo en Prensa Obrera. También, las opiniones en Cultura InfoBAE de Federico Andahazi, Esteban Schmidt, Leticia Martin, Guillermo Martínez, Diego Maquiera, etc., etc., etc. Quien así lo desee, puede buscar en todos esos medios cada una de las declaraciones y juzgarlas sin intermediación alguna.
Ahora bien, leyendo todos esos
comentarios, como considerando todas las conversaciones no registradas por la prensa, da la impresión de que hay dos posiciones muy claras, cada una de las cuales tiene distintos matices: por
un lado, la de muchos editores que, preocupados por el negocio y amparándose en
lo que pomposamente llaman “la industria del libro”, tienden a señalar que Saccomano no está lo suficientemente informado y que sus puntos de vista son
infantiles, lo que hace que él no sea un interlocutor válido para discutir nada (hay también quien se apoya en lo que algunos interpretaron como una falta de modales, un comportamiento tramposo, etc.); por otro, está el punto de vista de un buen número de los escritores (con las excepciones del caso) que señalan, que lo que Saccomano sostuvo (y hay quien cree que de manera desmañana) tiene la suficiente importancia como para dar lugar a un debate
más amplio.
Sin embargo, nada parece indicar que ese debate vaya a suceder
porque toda esa gente que "realmente sabe" no tiene demasiadas ganas de tener que
discutir con escritores y traductores que, al fin y al cabo, son apenas piezas menores de esa industria o, como solía decir un editor de Adriana Hidalgo, "la argamasa sobre la que trabaja el editor".
Por otra parte, ese debate llevaría a tener que discutir porcentajes y comprobar si es justo que un escritor gane entre un 8 y un 10% del valor de tapa de un libro, un traductor entre el 1 y el 4%, un editor entre un 25 y 30%, un distribuidor más de un 35% y un librero del 35 al 50% en razón de sus bocas de expendio. Todos dicen que tienen gastos y que arriesgan; también que los libros no son un negocio. Pocos, salvo Saccomano, son capaces de afirmar públicamente que un libro muchas veces se escribe o traduce a lo largo de varios años, en los que hay que comer, pagar cuentas y cumplir con obligaciones tan importantes como las que tienen los otros miembros de esta cadena de producción (para utilizar una terminología grata a los industriales del libro).
Lo problemático, lo que en opinión de toda esa gente ofendida no puede ni debe decirse, es que sin escritores y/o traductores no habría libros. Ésa es la única parte de la ecuación que no puede reemplazarse. Todas las otras, sí.
Jorge Fondebrider
Querido Jorge, no necesito el discurso narcisista de Saccomano para debatir cuánto debe recibir el traductor por derechos de autor en la industria editorial.
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