miércoles, 17 de septiembre de 2025

"Oggi io sono un po’ triste"

El pasado 12 de septiembre, en su columna semanal del diario Perfil, Daniel Link reflexionó sobre quiénes ostentan la propiedad del lenguaje. Sus conclusiones, a continuación.


Los dueños del lenguaje

Una pregunta decisiva, que las humanidades (hoy bajo ataque inexplicable) han formulado varias veces con respuestas bien distintas es a quién le pertenecen las lenguas.

En mis horas muertas hago un curso online de italiano, a través de una plataforma célebre para el aprendizaje de idiomas (es, realmente, extraordinaria). Comete errores, sobre todo con el par de verbos ser/estar. Da como traducción correcta de Oggi io sono un po’ triste, “Hoy yo soy un poco triste”. Es cierto que el ser puede pensarse como discontinuidad (hoy ya no soy lo que fui ayer), pero aquí pareciera que se alude a un estado pasajero.

Por supuesto, lo que está bien o lo que está mal depende de a quién consideremos autoridad para decidirlo, a quién consideremos dueño de las normas lingüística y, por lo tanto, del lenguaje.

Cualquiera podría pensar que, respecto de la lengua italiana, esa es una pregunta fácil de contestar: ¡los italianos! Pero ese colectivo reúne a varios conjuntos que no usan la lengua de la misma manera: los sicilianos, los romanos, los napolitanos, los milaneses. Podríamos decir, entonces, que la autoridad sobre una lengua la ejercen quienes la usan.

Es el argumento que se esgrime siempre en contra de la pretendida autoridad de la Real Academia Española, para la cual los legítimos dueños del castellano son quienes lo amasaron durante siglos a partir de los restos del latín. La propiedad del castellano es más compleja que la del italiano precisamente por las repúblicas hispanoparlantes, que reivindicaron su independencia lingüística al mismo tiempo que la política.

Tan así fue que a los académicos reales no les quedó más remedio que aceptar (muy entrado el siglo XX) que el castellano es una lengua pluricéntrica, porque tiene más de una variedad estándar.

La autoridad, pues, pasó a manos de los hablantes nativos (el español es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos, 477 millones, solo por detrás del chino mandarín).

El problema de esa masividad se complejiza con la industrialización de la lengua, es decir, cuando la lengua pasa a ser materia prima de empresas internacionales de comunicación, que elaboran su propio estándar (por ejemplo: las empresas multimedia que distribuyen contenidos para la televisión). Allí, la propiedad de la lengua no se decide ni por el nacimiento ni por el uso, sino por el rendimiento (los subtítulos se elaboran en dos versiones: español peninsular y español latino, sin que se sepan bien los fundamentos de esas decisiones).

Transformada de medio de comunicación o de expresión (que no son la misma cosa) en mercancía, los dueños de la lengua pasan a ser quienes someten a ella a la mayor explotación, y la más exitosa.

Vuelvo a mi curso de italiano, en la plataforma más importante del mundo (hay más norteamericanos estudiando idiomas a través de ella que en todas las escuelas estadounidenses). Es una máquina, que funciona con algoritmos diseñados alguna vez por lingüistas y pedagogos expertos y que ahora funciona de manera más o menos automática, asistida por inteligencias artificiales. Cada error que cometo me quita una “vida” en el proceso de aprendizaje (ese vaciamiento vital pretende que pague una cuota mensual de dólares para seguir aprendiendo, sin terror a la muerte).

Hay un botón que permite “reportar” errores, pero esa función, lejos de transformarnos en una autoridad, nos transforma en trabajadores gratuitos (esclavos) de y para la máquina. Es lo mismo que sucede cuando Google Maps nos pide que reportemos, confirmemos o desechemos alguna circunstancia en un trayecto que estamos realizando.

Lo que se nos aparece es una nueva forma de apropiación: ya no son ni los hablantes nativos, ni los usuarios, ni las compañías multimediáticas quienes toman decisiones sobre las lenguas (y sus equivalencias) sino directamente el sujeto abstracto y maquínico que habita en los algoritmos.

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