En
2020, en este blog, se publicaron sendas investigaciones sobre el valor de los
libros en Latinoamérica (16 de julio) y cuánto ganan los traductores literarios en
España y en Latinoamérica (17 de julio). Una y otra investigación
sirvieron para demostrar que el valor de los libros argentinos es muy similar al valor de
los libros de los otros países de la región, pero que la tarifa que ganan los
traductores argentinos es muy inferior a la que se paga en el resto de
Latinoamérica.
Esta
situación, con la inflación y la consiguiente devaluación del peso argentino, se
ha agravado notablemente, razón por la cual la ya degradada profesión de
traductor literario se encuentra en estos momentos en una de las peores
instancias de su historia.
La
falta de organización de los traductores literarios y de instituciones
representativas que defiendan de manera real y consistente los intereses de
todos los traductores literarios se combina con la naturaleza misma de la
profesión, acaso una de las más solitarias que puedan imaginarse.
Aprovechando
ese vacío, la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI), que es
una de las pocas instituciones que pretende agrupar a traductores e intérpretes
de muy diverso pelaje, se ha arrogado el derecho de “representar” a todo el
mundo, pero la realidad de los intérpretes y de los traductores científico
técnicos (la gran mayoría de los socios de AATI) y la de los traductores
literarios (una minoría) permite todo tipo de discriminaciones. En el primer caso, existen reglas claras y mecanismos de fiscalización; en el segundo, no.
Así, cuando uno entra en la página de la AATI, hay una parte que conduce a los Aranceles Orientativos. Si se lee en detalle, allí uno encontrará que inmediatamente dice: “Las tarifas que figuran a continuación constituyen un valor mínimo promedio sugerido. Obviamente, cada trabajo dependerá de las circunstancias de contratación”. Hasta acá, las intenciones son buenas.
Sin embargo, esa recomendación se apoya en un malentendido. Luego de haber conversado con muchas personas sobre la manera que tiene la AATI para obtener ese valor mínimo de referencia, la respuesta repetida ha sido que se llega a él a través de un cuestionario que la AATI les hace llegar a los traductores literarios afiliados a la institución. Esas respuestas luego se promedian y de ahí surge el valor.
Si el mecanismo contemplara a cientos de personas, sería representativo de lo que ofrece el mercado, aunque no del valor que le corresponde al trabajo, como en el caso de los traductores legales y los científico-técnicos.
Pero lo cierto es que la encuesta es respondida por un número muy pequeño de traductores, con lo que por ese lado ya pierde representatividad y valor estadístico real.
A ello se suma que ese promedio no tiene que ver con lo deseable, sino con lo que se paga, que es poco. El mercado, se sabe, siempre va a ofrecer menos de lo deseable, porque a un editor le resulta más fácil pagarle menos a un traductor que al proveedor del papel o a la imprenta, cuya inflexibilidad no admite opciones. El traductor literario, entonces, se convierte en una variable más; probablemente, una de las más débiles de toda la cadena de producción y la cifra obtenida refleja esa miseria.
Sin embargo, muchas editoriales, a la hora de negociar con los traductores, se aferran a los valores que ofrece la AATI, como si ésta estuviera hablando de algo distinto del resultado de una encuesta del todo tautológica: primero se obtiene, con muy poco rigor, lo que suele pagar el mercado, y luego se sugiere que se pida exactamente lo mismo, y ahí termina todo.
Acaso ingenuamente o por falta de experiencia en el mundo editorial, la AATI no contempló que, con cierta picardía, los editores se basan en ese valor (que no es otro que el establecido por ellos) y lo suelen considerar no como un piso mínimo, sino como un techo. A partir de ello, las tarifas sugeridas por la AATI se convierten en un búmerang contra los traductores porque siempre habrá un editor que se servirá de esos datos para decir que su editorial hace las cosas bien ya que sigue a la AATI y ésta, asombrosamente, no lo desmentirá.
Hay entonces unas cuantas cuestiones sobre las cuales vale la pena interrogarse:
1) ¿cuál es el número real de traductores literarios con inserción en el mercado editorial que responden a la encuesta de la AATI?
2) ¿se trata de un número representativo o de una ínfima minoría?
3) ¿por qué la AATI no ha logrado convencer para que formen parte de la institución un mayor número de traductores activos?
4) ¿por qué la AATI, que para otros tipos de traducción e interpretariado acerca sus cifras a las del Colegio de Traductores de Argentina, a la hora de ponderar el valor de la traducción literaria se contenta con los valores de mercado fijados por las editoriales?
5) ¿publicó alguna vez la AATI los números de esa encuesta?
6) ¿publicó alguna vez la AATI lo que paga cada editorial?
7) ¿denunció la AATI a las editoriales que pagan por debajo de la tarifa mínima que sugiere? ¿Y a las que pagan con muchos meses de demora?
8) ¿por qué la AATI no considera como valores de referencia los que se paga en los otros países de Latinoamérica, cuando una simple comparación entre los precios de tapa de los libros editados en los diferentes países demuestra que no existen grandes diferencias entre sus valores en los distintos mercados?
9) ¿por qué la AATI no exige que, al igual que ocurre en Uruguay, Chile, Perú, Colombia, México y España se consideren las tarifas por página y no por millar de palabras (lo que equivale a dos páginas y media de un libro)?
10) ¿en qué medida la AATI tendría la honradez de reconocer su error para admitir que sus valores de referencia no son verdaderamente representativos?
Todas estas cuestiones desembocan en dos preguntas cruciales:
11) ¿en qué consiste la representación de la AATI ante quienes incumplan o lisa y llanamente exploten a los traductores?
12) ¿en qué coniste la defensa de esa institución a los traductores literarios?
Concedamos que los traductores son en buena medida responsables de esta situación porque casi nadie hace público lo que cobra ni se preocupa por lo que cobran los colegas. La soledad, digámoslo con todas las letras, nos aísla de los demás y prohija la mezquindad. Luego, siempre hay alguien dispuesto a trabajar por menos plata porque a) en el caso de los jóvenes, con tal de entrar en el mercado laboral, aceptan cualquier cosa, b) hay muchas personas ociosas que traducen por pasatiempo y que, por lo tanto, no viven de la traducción literaria, de modo que poco les importan las tarifas que reciben y c) todo el mundo tiene miedo de alzar la voz, no sea cosa que no vuelva a ser llamado por las editoriales.
En ese contexto, el ejemplo de los traductores de Le Monde Diplomatique, edición del cono sur, cobra verdadera relevancia: la editorial Capital Intelectual –un grupo que en sus orígenes tuvo a varios miembros del Partido Comunista argentino, algunos de los cuales luego pasaron a militar en el PRO, y que forma parte del Grupo Insud*– paga tarifas por debajo de los valores mínimos de referencia y lo hace con demora de varios meses, lo cual ha llevado a ese grupo de traductores a declararse en huelga, gesto inédito en la historia de la traducción en nuestro país.
La AATI, como es de rigor, manifestó su apoyo, limitándolo a una discreta declaración formal: “La AATI apoya el reclamo justo de los y las colegas de #TRADUCTORESDIPLÓ que están pasando por una situación laboral muy difícil”.
Considerando ese gesto, ¿qué pasaría si los traductores editoriales se pusieran de acuerdo en no trabajar en la medida en que las tarifas locales no fueran equiparadas con las de nuestros vecinos? ¿Sería esto posible? ¿En qué medida instituciones como la AATI apoyarían esa medida de fuerza? ¿Harían suya esta aspiración? ¿O se verían limitadas por el escaso número de traductores literarios con probada actividad y prestigio en el mercado editorial inscriptos en la institución?
Una cosa es organizar unas jornadas de traducción, dar clases orientativas para jóvenes traductores que se inician en la profesión o discutir normas generales que tienden a la abstracción. Otra muy distinta es defender más allá de la retórica los intereses de los traductores, discutir con los editores y denunciar a quienes no cumplen con las condiciones mínimas para que la traducción literaria sea un trabajo digno. El gasto, hasta ahora, fue poco. Las buenas intenciones no alcanzan.
Jorge Fondebrider
*ver la referencia en:
https://es.wikipedia.org/wiki/Grupo_Insud
Es muy bueno tu análisis. Me solidarizo con él. Sólo me permito decir que los traductores "ociosos" no traducimos como "pasatiempo". Y en los pocos casos en que los traductores no profesionales de poesía podemos publicar algo, lo hacemos con editoriales independientes, es decir, pobres, casi diríamos no comerciales. Pero nuestras traducciones las valoramos como trabajo, aunque las hagamos por placer o vocación o ganas.
ResponderEliminarTu observación es justa, Jorge. Debí ser más preciso en la descripción. De todos modos, considerando el número de libros que tradujiste y la calidad de los títulos, no te consideraría jamás "traductor ocioso". Pienso más bien en gente que entra en el mercado comercial, que no es el de la poesía, y que traduce por muy poca planta, sin considerar que de ese modo atenta contra los traductores que viven de la traducción.
ResponderEliminarEntendido. Gracias por la aclaración.
ResponderEliminarEstimado: en Colombia hace tiempo NO cobramos por página, sino que partimos de una tarifa básica que se ajusta según la naturaleza del texto literario. Cordial saludo.
ResponderEliminarEstimado Mateo:
ResponderEliminarMe dice que, en Colombia, no cobran por página, sino de una tarifa básica. ¿En qué consiste esa tarifa? ¿Cómo se aplica a libros de distintas dimensiones? Le agradecería mucho que nos ilustrara al respecto para tener más referencias. Saludos cordiales.