martes, 5 de junio de 2012

"Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe"

Un largo artículo del traductor español Jordi Doce, publicado en la ediciòn on line del Periódico de Poesía, de México, nº 49, correspondiente al mes de mayo de este año.

Traducir: Dos asedios

I. Teoría
 
Si echamos la vista atrás, advertimos que escribir poemas ha sido durante mucho tiempo sinónimo de traducirlos. La historia de la poesía occidental es un palimpsesto de continuas reescrituras que han oscilado entre la traducción filológica y la versión libre, pero que en ningún caso han sabido resistirse a la tentación del hurto y el contrabando fronterizo. Leer nuestro pasado literario es pasearse por un museo sin cámaras ni medidas de seguridad, caminar escoltado por obras perdurables que se ofrecen al visitante como los puestos de un mercado oriental. ¿Quién no querría llevarse algo, por mísero que fuera? La historia de la poesía renacentista y barroca es una historia de préstamos y robos más o menos disimulados, un trapicheo incesante de motivos, ideas y códigos compartidos. Un ejemplo, no de los más recordados: el famoso soneto de Quevedo que comienza “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino” no es, en realidad, más que la traducción de un soneto de la serie Antiquitez de Rome, del francés Joachim du Bellay (“Nouveau venu qui cherches Rome en Rome”), también traducido al inglés de la época por Edmund Spenser. Una comparación detallada entre los tres sonetos nos da una estimación muy precisa de la personalidad de sus tres autores; pero no puede vadear el hecho incontestable de su origen: los tres, inclusive el poema de Du Bellay (que parte de ciertos modelos de la poesía latina de la época), son traducciones.

Todo texto literario es la traducción de otro que lo antecede, incluso si no existe.

*
Son muchos los que se apoyan en el parcial o presunto hermetismo de cierta poesía moderna, o en la falta de entendimiento que a veces suscita en sus lectores, para negar la posibilidad de su traducción. A tales alegaciones habría que responder: “¿Puede afirmar sin lugar a dudas que comprende todo lo que lee o le dicen, o incluso lo que usted mismo cree pensar? ¿No le ha pasado alguna vez (mejor dicho, casi siempre) que cuando quiere explicar alguna cosa percibe que no le entienden o no se hace entender? ¿Significa tal cosa que la comunicación, con todo y con ser imperfecta (cosa que podemos muy bien aceptar), es imposible?”

Así también la traducción: no existe la traducción ideal como no existe la comunicación ideal; ambas están sujetas a ruidos e interferencias, a la esencial falibilidad del ser humano y la escasa disposición de nuestro entorno a colaborar con nuestra voluntad de comunicarnos o de traducir: en un caso es la resistencia del idioma, que hace naufragar muchos de nuestros esfuerzos traductores; en el otro es la acústica del aire o de la estancia que nos acoge, y en la que naufragan una parte importante de nuestros esfuerzos comunicativos.

*
La presunta dicotomía conocimiento/comunicación, tan virulenta en una etapa reciente de nuestra historia literaria, no tiene, a poco que se la examine, fundamento alguno. Si no hay comunicación no puede haber conocimiento, pues el conocer es siempre un acto transitivo, que implica alteridad y desdoblamiento, un ir y venir entre dos orillas, incluso si esas orillas están en uno mismo (lo que viene a confirmar que conocer es siempre un reconocer, la llegada de algo que nos interpela desde el momento mismo en que advertimos su existencia). Y viceversa: si no se traslada algún tipo de conocimiento, entonces no hay comunicación digna de ese nombre; dicho de otro modo, la acción de comunicarse trae aparejada la existencia de un mensaje, de algo comunicable y por tanto cognoscible a la luz de los sentidos o el entendimiento. Comunicación y conocimiento: ¿qué otro nombre podría darse a este binomio falsamente conflictivo sino el de traducción? 

*
Cuando surge la pregunta, por lo común algo maliciosa, de si alguien ha de ser poeta para traducir poesía, cabe responder algo parecido a esto: “Puede no serlo a priori, pero sí, por fuerza, a consecuencia de su trabajo de traducción. Olvidamos con demasiada frecuencia que el artista no es el productor de una obra de arte, sino su producto. No es el poeta el que hace el poema, sino el poema el que nos permite afirmar que su autor es poeta”. Lo mismo es predicable de la traducción literaria, sea o no poética. Quien traduce poesía es libre de comenzar su tarea con la disposición que más le convenga, pero, si la culmina con éxito, se habrá convertido en poeta lo pretenda o no. 

*
Para la tradición idealista alemana (a la que, en parte, se adscribe Ortega y Gasset), traducir un poema ha de suponer un forzamiento y apertura de la lengua a la que se traduce; o, lo que viene a ser lo mismo, un enriquecimiento de la propia lengua con los códigos y estructuras del idioma del poema original. De tal forma que un idioma, al abrirse a otros mediante el ejercicio de la traducción, se iría aproximando a esa lengua ideal, prebabélica, que está en el origen de la dispersión y fragmentación actuales.

*
Con todo, y aun si no creemos en ninguna lengua total o ideal que otorgue trascendencia a este esfuerzo de ampliación y forzamiento de nuestro pequeño idioma, cabe entender el ejercicio traductor como una variante o prolongación de la creación literaria: se trata, en ambos caso, de violentar la convención, fracturar los clichés petrificados por el uso y la rutina, volar los puentes mismos sin los cuales tales actividades serían imposibles. Escribir, traducir: tareas inmensamente sutiles y paradójicas, como mantener el equilibrio sobre un alambre, cuya única función es hacernos temblar y titubear en la seguridad de nuestros asientos. Podría decirse, a riesgo de incurrir en la exageración, que, del mismo modo que escribimos para mostrar la dimensión imperfecta y mendaz del lenguaje (convención a la que nos agarramos para no caer en el absurdo), traducimos para revelar, precisamente, la imposibilidad de traducir en el sentido lato del término, y demostrar, de paso, que no existe nada semejante a una traducción perfecta. Nadie, ni siquiera el lector más exigente, es más consciente que un buen traductor de las limitaciones de su trabajo.

*
Nada más prescindible, tal vez, que el diccionario cuando empezamos a traducir. En ese primer estadio, lo que menos importa es encontrar sinónimos o equivalencias léxicas, o comprender de manera profunda el sentido de ciertas frases y expresiones idiomáticas. Todas estas búsquedas no son nada sin la búsqueda fundamental de una lengua personal capaz de generar la traducción desde dentro de nuestro propio idioma. La mayoría de las traducciones literarias nacen mermadas fatalmente por esa carencia: el traductor puede ser alguien experto que domina tres lenguas, acostumbrado a manejar con perspicacia diccionarios y manuales, que ha leído biografías del autor y estudios críticos de su obra, pero todo este esfuerzo será en balde si no consigue forjarse una idea del estilo del original y plasmarlo en su trabajo. La traducción ha de ostentar la trabazón y coherencia orgánica que tiene el texto original, y el traductor debe lograr que el lector perciba ese cuerpo sensible antes incluso de entenderlo, de abarcar su significado más o menos literal. Si esto no es así, la traducción será invisible en la dimensión que más importa, la de los sentidos.

*
Traducimos porque de otro modo nuestro idioma nunca hubiera salido de su estadio primitivo, y así tampoco nuestra literatura hubiera dejado atrás la piel de la oralidad y la repetición ritual. Pero es la traducción precisamente la que permite que todos los cambios de que ha sido testigo el tiempo perduren como anillos en el tronco del idioma, para que nosotros podamos revisarlos a voluntad, contar sus años que son también los nuestros.
 
II. Práctica
 
En otras ocasiones he definido la traducción literaria, y más en concreto la poética, como un ejercicio de desdoblamiento dramático, una actuación forzada por el desafío a ser otro,una heteronimia de contenidos preexistentes que piden ser reformulados en otra lengua. No hay exageración cuando afirmo que, al traducir a poetas tan diferentes como W. H. Auden, Ted Hughes o Charles Tomlinson, he debido ensayar mi papel lo mismo que un actor: leer una y otra vez el guión de los poemas originales, hacer anotaciones al margen, buscar información complementaria, empaparme de la atmósfera y las circunstancias en que el autor los escribió; y, finalmente, a base de numerosos ensayos, hacerme con mi nuevo papel, hablar con otra voz, decir el texto ajeno como si fuera propio, uncirlo a las cadencias de la sangre.

Se trata, en rigor, de un esfuerzo imaginativo que es menos una transformación del yo que el desarrollo de algunas vetas o hebras que hasta entonces habrían permanecido latentes, atrofiadas, retenidas en un profundo estado germinal. El yo es también esas otras voces, esos otros yoes, por frágiles o incipientes que puedan parecernos. Y traducir, interpretar, es también una huida liberadora de la cárcel de lo que somos, un medio de burlarnos de nosotros mismos, de reinventarnos, de conjurar o conjugar de otra manera eso que oscura y fatalmente percibimos ser. 

*
Un amigo actor me cuenta que una buena caracterización depende muchas veces de dar con un rasgo del personaje (una mueca, un tic, una forma de andar o de moverse o de hablar…) que lo define o lo resume. Ese rasgo es una suerte de palanca que permite reconstruir la totalidad del personaje, el puente o nexo que permite al actor ser uno con su interpretación, convencerle de su pertinencia y su veracidad.

Como mi amigo el actor, muchas veces no he estado seguro de mi interpretación hasta que no he dado con un giro verbal, una superstición fonética, una forma de emparejar o articular las palabras que de alguna manera resume o singulariza el texto original. En los Cuatro Cuartetos de Eliot, como explico más adelante, fue la impresión de intensa simetría entre los dos hemistiquios que conformaban el verso en los pasajes más reflexivos o meditativos; una simetría que no era forzada ni solemne, que se desplegaba con una soltura calma, casi morosa, capaz de tensarse sin disonancias. En Auden fue más bien su gusto por las incongruencias verbales y la adjetivación grotesca, su pasión por las jergas y la pedrería feísta en convivencia inmediata con un lenguaje culto, de alta conciencia y gradación literarias. En Simic, la sequedad verbal, el desmarque irónico, el humor negro. En De Quincey, en fin, la coquetería sintáctica, la jouissance con que tuerce y retuerce la frase sin perder nunca de vista sus dos extremos.

*
A menudo asocio ciertas traducciones a las imágenes mentales que presidían mi trabajo. Mi recuerdo de la traducción de Los césares, de Thomas de Quincey, por ejemplo, está ligado a una calle de Oxford por la que pasaba ocasionalmente de camino a la Taylor Institution, hace exactamente diez años. Una y otra vez, mientras rescribía a De Quincey, primero a mano en la libreta y luego en la pantalla del ordenador, pensaba en aquella calle, me situaba en uno de sus tramos, retenía su atmósfera, su juego de luces y sombras: una calle patricia y silenciosa, de fachadas de arenisca con puertas pintadas de colores vivos y escaleras siempre húmedas donde los estudiantes recostaban sus bicicletas. Se trataba, sin duda, de un truco de la mente para guardar fuerzas y favorecer la concentración; una forma de prevenir distracciones y blindarme contra mi entorno inmediato. Sin embargo, ahora pienso que era algo más: yo estaba realmente ahí y realizaba mi trabajo en ese tramo concreto de calle; mi otro yo, a la búsqueda de una atmósfera más propicia, había terminado regresando a Oxford, tal vez porque allí había traducido a De Quincey por primera vez y una vaga superstición le vinculaba a aquel lugar. Yo era mi fantasma, y el fantasma era el traductor.

*
Todo el edificio de la traducción se sostiene sobre una paradoja insoluble, esto es, un desafío a la razón. El novelista danés Jens Christian Grøndahl lo ha expresado mejor que nadie:

Ser traducido es simultáneamente una liberación y una pérdida, porque sucede a costa de mi lengua. Sólo me queda esperar que el traductor sea capaz de rescribir mi novela tal y como yo la habría escrito si fuera español. Pero ¿habría escrito yo alguna vez ese libro si fuera español?

Cuando traduzco la poesía de Auden llevo a cabo un ejercicio de literatura-ficción que consiste en imaginar cómo serían sus poemas si hubiera nacido en España en algún momento del siglo veinte. Pero ¿habría escrito Auden estos mismos poemas de haber sido español? No es sólo un asunto (obvio) de lengua o de biografía, sino también de tradiciones literarias y del estado en que cada escritor recibe su idioma literario. Y es evidente que el idioma de la modernidad anglosajona no era el de nuestra modernidad: cambian las líneas de salida, las perspectivas, los puntos de contraste y de referencia, los horizontes, las expectativas…

Y, sin embargo, debo escribir los poemas que Auden habría escrito de ser español. Debo fingir que soy un poeta que no habría podido existir, que de hecho nunca existió. Debo violentar la lógica y el sentido común para producir discurso, sentido. Incluso si mi obligación es inaugurar un espacio literario nuevo, abrir el idioma a otra sensibilidad, otra forma de conjugar las palabras y el mundo. Que es, por lo demás, lo que todo escritor ha de aspirar a hacer.

*
El asunto se complica en el caso de las antologías. Traducir un libro de poemas es interpretar el papel de su autor en un momento concreto de su existencia creadora. Traducir una antología, en cambio, es interpretar ese papel a lo largo del tiempo, en sus cortes, correcciones, cambios de opinión, despliegues y repliegues. Hay que reproducir una larga y compleja trayectoria literaria en meses o años, ser alternativamente el poeta joven y el viejo, el maduro y el decadente. El ejercicio dramático deviene entonces, al menos en parte, reflexión biográfica, desvelamiento de las fallas y las claves que condicionan una vida. 

*
Alguien me dirá que estoy mezclando groseramente sujeto poético y sujeto civil, que confundo la existencia del escritor con su obra. No es el caso. Trato más bien de vislumbrar el lugar desde donde el escritor se reinventa en la página, las tensiones e inquietudes con que ha generado sus diseños de lenguaje a lo largo del tiempo. El Eliot de La tierra baldía no es el poeta de los Cuatro Cuartetos. Algo ha cambiado en su forma de concebir la poesía y tal vez la vida. ¿Por qué no investigar este quiebro, exhumar sus raíces, remontarnos a unas fuentes que, a poco que escarbemos, suelen estar del lado de la experiencia vital?

Dicho esto, no olvido que en poesía lo más superficial (esto es, la textura del lenguaje, el plano verbal, la manifestación visible de la forma) es lo más profundo. 

*
Ocurre a veces que algún lector me pregunta el porqué de ciertas decisiones textuales. Mi respuesta es siempre insatisfactoria. Pasado el tiempo, he olvidado el motivo por el que traduje unos versos de esta o aquella manera y me invade (no por mucho tiempo) la duda, el temor a haberme equivocado.

Dos fuerzas contienden sobre la página: por un lado, el respeto a la literalidad semántica; por otro, la propia fuerza orgánica, moldeadora, que la traducción libera desde sus primeros versos, y en la que se inscriben su clave rítmica y tonal, su peculiar diseño de lenguaje. Esta fuerza no sirve sólo para ponernos en situación, captar la longitud de onda en la que hemos de recibir, por así decirlo, los demás versos, sino que garantiza igualmente la integridad estética del resultado, su condición inexcusable de poema. De ahí que muchas veces las soluciones finales no sean las más inmediatas ni las que propondría un lector capaz de acceder al sentido literal de los versos. Ello no quiere decir que vulneren esa literalidad, sino que su impulso primero viene de otro sitio, de aquel germen rítmico y tonal que va tendiendo sus zarcillos y ramajes hasta configurar un texto vivo, tensado, pulsátil. Porque el poema ha de estar vivo, crecer con su sangre, dibujar el perímetro resonante de sus propios latidos.

Es un hecho que estos latidos (esta plusvalía de placer estético) sólo los perciben quienes están educados o programados para hacerlo. Los demás se atoran en la comparación con el texto original y advierten sólo las distancias, las diferencias. De ahí que mi duda o mi temor sean fugaces. Si no son capaces de escucharlos por sí solos, no hay nada que pueda hacer por ellos
.
*
Releyendo mi diario hace poco, me encontré con una anotación que venía a subrayar, de manera inconsciente quizás, un aspecto no muy debatido del trabajo traductor. Me refiero a la traducción como escucha, como atención paciente y erizada de una voz (una longitud de onda, dije antes) cuyos matices y tonalidades condicionan fatalmente el proceso; lo condicionan y también lo facilitan, puesto que nos permiten descartar de mano una serie de alternativas que simplemente no encajan con esa voluntad primera:

Hojeo una antología bilingüe de Joan Vinyoli, publicada recientemente; aquí y allá, continuas imperfecciones en la versión castellana que me inquietan. Apetece ir línea por línea ajustando su flujo y su cadencia. Los poemas suenan levemente desafinados, como si los traductores hubieran oído voces lejanas o confusas, que no supieron transcribir a tiempo […].

Cuando leemos una traducción mediocre decimos que no nos suena. La frase es la expresión no tanto de una voluntad normativa o normalizadora (aunque puede serlo en aquellos que hacen de la corrección lingüística una especie de baluarte profiláctico) cuanto de una sospecha profunda sobre la dimensión mágica o hechizante de la poesía. El buen poema se nos impone, nos transporta, porque suena, esto es, comulgamos antes con su música que con su sentido. O mejor, su sentido es su música. Según Auden: memorable speech,habla memorable. La sensación, cuando leemos un buen poema o un buen fragmento de prosa, de que esto es así y no puede ser de otro modo. Lo dijo Larrea: “Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor”, el resplandor de un fuego que suelda palabras que nunca antes habían estado juntas.

Si el traductor de poesía no aspira a recrear algo de esa magia, a hacer de su imaginación verbal una “fiera forja” (Blake), al menos en parte, mejor que se dedique a otra cosa.

lunes, 4 de junio de 2012

Marietta Gargatagli habló de género, pero no se refirió ni al poplín ni a la sarga

En una nueva reunión del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, nuestra vieja conocida Marietta Gargatagli habló de "Traducción y género". Lo hizo en dos sentidos: por un lado, sirviéndose de varias versiones de Un cuarto propio, de Virginia Woolf, demostró cómo más allá de los intentos groseros de subrayar las cuestiones genéricas, una buena traducción pone en primer plano el elemento ideológico sin necesidad de ayudas externas. Luego, trazó un panorama del lugar que ocupa la traducción y de los muchos rasgos que comparte con las características que suelen atribuírsele a la femineidad. En la presentación, como es de suponer, no estuvo ausente la polémica, como podrá verse acá .


Marietta Gargatagli, doctora en Filología Hispánica y profesora titular de la Facultad de Traducción e Interpretación desde 1976 es, actualmente, profesora emérita del Departamento de Filología Española de la Universidad Autónoma de Barcelona. También dio clases en Italia y, antes de 1976, en la Universidad de Rosario. Colaboradora en revistas, periódicos y editoriales de España es autora de ensayos individuales y participante de obras colectivas entre las que destacan: Borges y la traducción (UAB, 1993); El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América: relatos, leyes y reflexiones sobre los otros (con Nora Catelli, Ediciones del Serbal, 1998); Escrituras de la traducción hispánica (Universidad Austral de Chile, 2009); École, culture et nation (Université Paris X, 2005); Los traductores en la historia (Antioquía, 2005/Editions Unesco, Les Presses de l’Université d’Otawa, 1994/John Benjamins Publishing Co, 1995); Cosmópolis. Borges y Buenos Aires (Barcelona, CCCB, 2002); Héroes de ficción (Ediciones del Bronce, 2000); Heroínas de ficción (Ediciones del Bronce, 1999); Figuras del padre (Cátedra, 1998); La novela del siglo XX y su mundo. Literatura y ciencia (Debate, 1997; Palabras para Larva (Edicions del Mall,1985). Colabora con el Centro Virtual Cervantes y (con Gabriel López Guix) codirige 1611. Revista de historia de la traducción. Ha traducido, entre otras obras, Cartas del fervor de Jorge Luis Borges..

El número de traductores de este mundo

Una nueva columna de Fabio Morábito –cuyo peinado se parece cada vez más al de Muamar Kadhafi–, esta vez especialmente escrita para este blog, por lo que, de todo corazón y ya sin bromas, se la agradecemos en todos los idiomas posibles.

Por qué traducimos

Tal vez la gente de los siglos venideros se preguntará cómo fue posible que en nuestra época haya habido tantas traducciones y que gracias a ellas ningún idioma del planeta, aun el hablado apenas por unos pocos individuos, quedara separado totalmente de los otros. La pobreza lingüística que les tocará vivir, hecha de dos o tres lenguas maestras, si no es que una sola, los inclinará a ver nuestro tiempo sumergido en un caldo idiomático inagotable, constituido por innumerables lenguas y decenas o cientos de miles de traducciones conectándolas a todas ellas, desde las más habladas hasta las más remotas, traducciones hechas a menudo a partir de otras traducciones, y les causará admiración ese ejercicio difundido de metamorfosis, de mimetismo cerebral y de identificación portentosa. Incluso pensarán que traducir de un idioma a otro debió de haber sido nuestra preocupación constante y nuestro entretenimiento principal. Con apenas dos o tres lenguas funcionando en todo el planeta, no faltarán tampoco quienes pongan en duda que en nuestra época pudieron haber existido cientos de miles de idiomas, articulados en complejos árboles de parentesco, con otro tanto número de dialectos derivados de aquellos idiomas, lo bastante disímiles como para hacer dificultosa la comunicación entre regiones y poblados próximos. Se preguntarán entonces cómo pudo ser posible vivir en un mundo así, trasladarse en un mundo así, enamorarse en un mundo así, y una vez que se les demostrara que efectivamente las cosas habían marchado de este modo, concluirán que el número de traductores necesarios para sobrellevar esta monstruosa diversidad lingüística debió de haber sido enorme, inconmensurable, que la traducción en todas sus facetas había ocupado prácticamente todos los intersticios de nuestra vida cotidiana, y cuando los historiadores les probarán, documentos en mano, que no fue absolutamente así y que sólo una porción microscópica de la población se dedicaba a esos menesteres, sacudirán la cabeza agradeciendo haber nacido en una época tan alejada de la nuestra.

viernes, 1 de junio de 2012

¿Un blooper de traducción?

Lo que sigue es un auténtico blooper de traducción. Una vez editada la siguiente noticia, con su presentación e ilustración incluidas, al Administrador le asombró que Robert McCrum ya tuviese una entrada en este blog. Por lo que, luego de grabar lo que hoy iba a presentar, tuvo la curiosidad de volver al nombre de quien firma la nota. Descubrió entonces que, en otra versión, mucho más completa y con otros detalles, ya había publicado esto en este blog el 6 de noviembre de 2011, en traducción de Julia Benseñor. Pero lo interesante es que en la otra oportunidad el original se atribuye a The Guardian y en ésta a The Observer, sin contar otros detalles que se omiten en uno y otro artículo, por lo que la cuestión se constituye en un auténtico misterio que, algún lector con tiempo seguramente va a resolver.

Reproducimos entonces un artículo, sin mención del traductor al castellano, publicado por Robert McCrum en The Observer, de Londres, el 28 de diciembre de 2011 , reproducido en castellano por PressEurop, que puede leerse acá. En la bajada que lo acompaña figura el siguiente texto:  “Con el éxito mundial de Stieg Larsson y de Haruki Murakami, la traducción no había conocido un boom similar desde hace más de una generación. Pero ¿se alcanzará algún día el Santo Grial de la traducción que guarde una fidelidad perfecta con el original?”.

2011: el año del traductor

Se nos dice en el capítulo 11 del Génesis que "Tenía entonces toda la tierra un solo lenguaje y unas mismas palabras". Tras el diluvio del arca de Noé, los supervivientes decidieron celebrar su afortunada ventura de una manera tradicional: con una arquitectura triunfal. "Edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo", así es como recoge la Biblia tal aspiración. "Hagámonos un nombre" dijeron los descendientes de Noé, "por si fueremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra".

Mala suerte. Según el Viejo Testamento, la voluntad de la humanidad de unirse con un propósito común no es del gusto del Todopoderoso. Así que la idea de que hombres y mujeres pudieran ser como dioses fracasó y el proyecto condenado a no tener éxito se llamó Babel. Tal y como reza la versión de la Biblia del rey Jacobo, "allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra". Y para dar buena cuenta de ello, diseminó a los pueblos que hablaban distintos idiomas por todo el planeta.

A principios del siglo XXI, el mundo sigue siendo un mosaico de más de 5.000 lenguas distintas y en liza. Pero para aquellos que todavía sueñan con la implantación de un idioma universal, en pocas ocasiones la perspectiva ha sido tan propicia: 2011 ha sido un año excepcional para el arte de la traducción. ¿Podría realmente reconstruirse la torre de Babel?

Los terrícolas hablamos una sola lengua
Numerosos eruditos de la lengua ahora aceptan la innovadora percepción del filósofo Noam Chomsky de que, pese a los léxicos mutuamente ininteligibles, "los terrícolas hablamos una sola lengua" . Una apreciación que para Chomsky sería evidente para un marciano que viniese de visita. Por esa o por otra gran variedad de motivos, quizá nunca hayamos estado tan cerca de hacernos inteligibles.

A través del impacto de los medios de comunicación globales, ahora existe más que nunca un mercado para la literatura traducida, en la que la lengua predeterminada sería el inglés británico o el estadounidense. Muchas de esas versiones guardan el mismo parecido con el original como el de una alfombra persa y su revés, aunque eso no parece mermar su atractivo para el lector.

Últimamente en Estados Unidos el apetito despertado hacia la "ficción extranjera" – la trilogía Millennium de Stieg Larsson o 1Q84 de Haruki Murakami– ha favorecido una tendencia que inspira que nuevos lectores se interesen por superestrellas de la literatura internacional como Umberto Eco, Roberto Bolaño y Péter Nádas. Quizás haya que remontarse a la década de los ochenta, cuando las novelas de Milan Kundera, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa se convirtieron en bestsellers internacionales, para encontrar una comparación al empuje recibido para introducir la ficción traducida en el mercado literario.

Los traductores son estrellas del rock
Nuevas ediciones [en inglés] de Guerra y Paz de Tolstoi, de Madame Bovary de Flaubert y de En busca del tiempo perdido de Proust han convertido a los traductores con exceso de trabajo – y una raza tímida– en centro de atención mediática. David Bellos, cuyo nuevo libro, Is That A Fish In Your Ear? Translation and the Meaning of Everything [¿Es eso un pez en tu oreja? Traducción y significado de todo, todavía no disponible en español] se publicó en otoño, señala que en Japón, por ejemplo, "los traductores son como estrellas de rock" con su propio libro sobre cotilleo de famosos, The Lives of the Translators 101 [Las vidas de los traductores 101, no publicado en castellano].

Este repentino interés del público global hacia la ficción hubiese sido impensable si no fuese cierto que, según el British Council y respaldado por muchas otras fuentes dignas de crédito, alrededor de la mitad de la población mundial – 3.500 millones de personas – supiesen o tuviesen algún conocimiento de "algunas nociones de inglés". Y por primera vez en la historia de la humanidad, es posible que una lengua se transmita y se comprenda prácticamente en cualquier punto del planeta.

Este fenómeno lingüístico sin precedentes está respaldado por el formidable poder de los medios de comunicación globales. Lindsey Hilsum, la editora internacional de Channel 4 News, informa sobre cómo al preguntar el significado sobre un grafiti en árabe pintado sobre un muro en Tripoli, le dieron una traducción que era una divertida incongruencia debido a un guiño de referencias culturales: "Gaddafi, eres el rival más débil. Adiós"[del conocido programa-concurso de televisión].

 Como era de esperar, y ante estos amplios horizontes, Google está a la vanguardia de lo que se está convirtiendo en una revolución de la traducción, tanto por su alcance como por la técnica que se emplea. La solución de Google para un problema intrínsecamente humano es crear un ordenador que se acerque al Santo Grial de la inteligencia artificial y que pueda traducir el "lenguaje natural".

Google Translate emplea inmensos archivos de documentos ya traducidos y los combina con la probabilidad para dilucidar el significado más cercano, basándose en el contexto. Para que así sea, Google Translate se aprovecha de una base de datos con trillones de palabras, extraídas del corpus de documentación de Naciones Unidas, de las novelas de Harry Potter, de noticias de prensa y de memorandos empresariales.

La lengua universal dependerá de la traducción perfecta

El sueño de una lengua universal depende al final de la traducción perfecta. Dejando a un lado las lecciones aprendidas de Babel, la historia de la Biblia ofrece por sí misma otros cuentos con moraleja, en concreto este año – el cuarto centenario de esa gran catedral del lenguaje, la Biblia del rey Jacobo. Este evento sirve a la vez para celebrarlo y para plantearse si puede existir un ideal o una versión final de una obra semejante. ¿No está cada nueva versión marcada por el propio contexto cultural en el que el traductor trabaja?

 El destino que han corrido las sucesivas traducciones de la Biblia al inglés ilustran el problema de traducir textos de interpretación de manera intemporal en una lengua que está siempre en constante cambio. Los fieles de la Biblia del rey Jacobo, una traducción hecha en tiempo de Shakespeare, se horripilan ante algunas traducciones adaptadas a los tiempos modernos que juzgan absurdas. La New English Bible [Nueva Biblia Inglesa], por ejemplo, reemplaza "lobos con piel de cordero” por algo que se asemeja más al estilo de los Monty Python: "hombres vestidos como ovejas".

Así que a pesar del boom que ha supuesto este año para la traducción y de la proliferación de adelantos técnicos para entendernos mejor los unos a los otros, siempre se nos remite a los eternos juegos de lenguaje de Wittgenstein. De hecho, con numerosas lenguas a lo largo y ancho del mundo, Google Translate todavía tendrá que solucionar versiones locales del acertijo de Fráncfort. No se trata de una recóndita cruz lingüística alemana, sino de la respuesta a una simple pregunta. ¿Cómo se traduce "hot dog" – como comida rápida o como un cachorrito?

miércoles, 30 de mayo de 2012

Una obra importante sobre la traducción, ahora publicada en castellano

 Ha llegado al mail del Administrador del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires la noticia de la publicación de Por qué la traducción importa, de Edith Grossman, por parte de Katz Editores, de Argentina. Celebramos la aparición en castellano de esta obra de la cual ya nos hemos ocupado en las entradas del 17 y 29 de mayo de 2010. Lamentamos, con todo, que en la gacetilla no conste la noticia de quién la tradujo al castellano. A la autora probablemente no le habría parecido bien que así haya sido.

¿Por qué la traducción importa?

En este pequeño e incisivo ensayo, la eminente traductora Edith Grossman reflexiona acerca de la importancia cultural de la traducción, no sólo como el medio que nos permite acceder a la literatura escrita originalmente en uno de los incontables idiomas que no podemos leer, sino como una presencia literaria concreta que nos ayuda a conocer, a percibir desde un ángulo distinto y a atribuir nuevo valor a lo que hasta entonces era desconocido. Grossman explicita asimismo su concepción del trabajo del traductor como un acto de interpretación crítica, un acto creativo, en suma, que requiere "desarrollar un agudo sentido del estilo en ambos idiomas, afilando y ampliando nuestra conciencia crítica del impacto emocional de las palabras, el aura social que las rodea, el escenario y el clima que las informan, la atmósfera que crean". Y lo fundamenta con dos ejemplos bellos y elocuentes presentados en los últimos capítulos: su propia experiencia como traductora del Quijote (que llevó a Harold Bloom a llamarla la "Glenn Gould" de la traducción) y de la poesía del Siglo de Oro español.

Edith Grossman (Filadelfia, Estados Unidos, 1936)
Reconocida traductora de literatura latinoamericana y española, Edith Grossman hizo su carrera de grado en la Universidad de Pennsylvania, realizó estudios de posgrado en la UC Berkeley y se doctoró en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Nueva York. También se ha dedicado a la crítica literaria y a la docencia. Tradujo al inglés Don Quijote, poesía del Siglo de Oro español y obras de autores contemporáneos como Gabriel García Márquez, Antonio Muñoz Molina, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes, entre otros. Su versión del Quijote, publicada en 2003, ha sido considerada como una obra maestra de la traducción del español al inglés y elogiada por críticos y autores como Carlos Fuentes y Harold Bloom.

martes, 29 de mayo de 2012

Jorge Aulicino lee a Roberto Arlt y dice


Una reflexión de Jorge Aulicino, especialmente enviada por él a este blog, en la que se lee la tan mentada desprolijidad de Roberto Arlt a la luz de los textos traducidos que el autor de Los siete locos consumía.

Ironía y traducción

Mi amiga Gabriela Cabezón Cámara solicitó en Facebook títulos de cuentos que trascurren en ambientes únicos y cerrados. Quien esté o quiera asociarse a FB puede consultar la larga lista que le propusieron. Alguien, por alguna razón, recomendó "El jorobadito" de Roberto Arlt. Y yo comenté de inmediato algo así como "claro, 'El jorobadito'", por mostrarme nacional (yo había recomendado "La pata del mono", de W.W. Jacobs). Entonces recordé que "El jorobadito" no ocurre, en rigor, en un solo escenario, aunque al escenario decisivo y el que yo memorizaba es la sala de una casa de la mediana burguesía porteña. No quise corregir el error en el FB de Gabriela. Me puse a leer de nuevo "El jorobadito" y me divertí con él como no me había divertido cuando lo leí por primera vez a los 16 años, una edad que no recomiendo como ideal para leer "El jorobadito".

Supe al rato el porqué de mi regocijo.

Sabrán todos que Arlt está reputado como un genio que escribía mal. Se lo suele comparar con Poe, en este sentido. Se ha dicho, por otra parte, que no sólo los personajes sino también el lenguaje de Arlt son malas copias de los de Dostoievski.

Bien: he aquí que leyendo de nuevo "El jorobadito" observé dos cosas que paso a reseñar. En primer lugar, el uso irónico del lenguaje por Arlt. Esto es que allí donde su personaje habla un dialecto excesivamente literario advirtamos de inmediato una intención paródica.

En los primeros párrafos del relato, donde el personaje narrador recuerda cómo amonestaba al Jorobadito, por su despiadado hábito de apalear a una chancha, el personaje cuenta:

...yo me veía obligado a decirle todos los días:
–Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
–¿Qué se le importa?
–No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...

No hace falta ser demasiado agudo para reparar en el uso del voseo argentino seguido de tres adjetivos de neto cuño literario: "contumaz, obstinado, cruel", para continuar con una conjugación del verbo en “tú”, no en “vos”. Se trata de un verbo asimismo literario: “desfogar”, y que va seguido del plural de furor, decididamente arcaico y literario.

Todo esto, o más bien, decisivamente, el voseo seguido de tantas apelaciones arcaizantes, es lo que me movió a la risa, porque no pude menos que pensar que Arlt era perfectamente consciente de que un personaje porteño o bien hablaba así en plan paródico o bien porque era deliciosamente ridículo. O bien porque quería parecer respetable y culto al escribir su memoria para el público al que va dirigida.

Descarto de plano que ése fuese el lenguaje literario que Arlt se tomaba en serio.

Otros datos, uno en particular, me indican que Arlt manejaba los distintos registros del personaje narrador con la misma plena conciencia con que lo hacía éste con los suyos propios.

Cuando, dostoievskianamente, el personaje lleva al Jorobadito a la casa de su novia para obtener de ella una prueba de amor (un beso al jorobado), ante una de las muchas protestas del jiboso (todas ellas en tono siempre formal, encabezadas por el apelativo "caballero"), le responde brutalmente: "A ver si te callás".

La cuestión que quiero poner a consideración es que la ironía de Arlt frente al lenguaje implicaba una crítica de segundo grado. No sólo al lenguaje pretendidamente refinado que usaba, quizá, la burguesía porteña en sus escritos oficiales y literarios (tal vez incluso hasta en las cartas privadas), sino al lenguaje de las traducciones de las novelas de Dostoievski que había leído Arlt en su juventud. Porque, va de suyo, no leía en ruso. Por entonces, un personaje de Dostoievski decía "marrana" y no "chancha", podía decir “contumaz” en lugar de “porfiado”, y decir “obstinado” para reforzar el mismo significado. De igual modo, en las novelas del ruso solía soplar el “cierzo helado” y los caminantes aguantaban la “cellisca”; y en las novelas de Arlt, pasaban cosas en términos semejantes, aunque no hemos conocido por aquí el “cierzo helado”, ni nadie suele y solía ser interpelado como "contumaz".

La parodia de Arlt, entonces, es sobre una lengua literaria cuya base estaba en la traducción de los textos rusos y franceses en España (en lo que se refiere a las principales novelas del siglo XIX).

No sabemos con exactitud si alguna vez se detuvo a pensar si los rusos, y en particular Dostoievski, hablaban en ese registro, esto es, en un registro literario arcaizante. Ningún traductor suele llegar a esa sutileza –la percepción sutil de los registros locales–, de modo que no podemos pedirle tal refinamiento a la crítica de los lectores a menos que sean bilingües. La crítica de Arlt era la del arcaísmo local, porque ya era arcaico para nosotros ese tipo de lenguaje (recuérdese la parodia de Borges en "El aleph" a través de la figura de Carlos Argentino Daneri). Es posible que Arlt y muchos lectores hayan recibido aquel dialecto en su mayor parte a través de los traductores, que en la Madre Patria debían de considerarlo normal, y cuyo registro quizá pensaban como "medio", en tanto aquí lo reproducían sin mayores consideraciones los traductores de la industria local y hasta los periódicos, pero que sonaba arcaico a un oído sensible al lenguaje de la calle, como el de Arlt.


 

lunes, 28 de mayo de 2012

Un blog para tener en cuenta

Miguel Wald acaba de inaugurarse como blogger y, desde el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, aprovechamos para darle la bienvenida reproduciendo la primera entrada que colgó el pasado 26 de mayo. Asimismo invitamos a todo el mundo a ver Algún día vua tener un blo –tal el nombre de su blog– acá.

De barros y palabras

Es difícil decidir sobre qué escribir la primera entrada del blog, pero se me ocurre que quizá no sea inapropiado empezar hablando de arcilla, quiero decir, de la arcilla con la que trabajamos nosotros, los que traducimos, la arcilla del idioma, y para qué la usamos. Y, en principio, quisiera señalar que la arcilla, aunque lo parezca, no siempre es la misma cosa, porque a veces sirve para hacer porcelanas cuya perfección pasa, quizá, por lo visual, y otras sirve para hacer vasijas cuya perfección pasa, en cambio, por su funcionalidad. Una copa de arcilla con una rajadura imperceptible por la que el líquido se filtre es una copa de arcilla que no sirve como copa. En cambio, una copa de arcilla destinada a ser adorno de un aparador con una rajadura imperceptible similar a la de la copa anterior no solo sirve a su propósito (ser un adorno), sino que incluso puede servirlo de manera perfecta (dado que la rajadura es imperceptible). Es decir, el mismo barro, al servir para propósitos distintos y enmarcarse en contextos y situaciones distintas, no es el mismo barro.

Con los idiomas pasa lo mismo. En cada situación, en cada contexto, en cada relación, las variables que entran en juego, los aspectos que participan en la construcción de la totalidad, son diferentes, otros, y el traductor tiene que estar siempre pendiente de esa singularidad, mucho más allá de cualquier generalización teórica, de cualquier suposición de verdad a priori, de cualquier idea de perfección ajena a la situación misma. Porque además, y este es un punto que me parece poco explorado, poco pensado, pero que es clave, el traductor nunca está fuera de la situación comunicativa que está traduciendo: el traductor no es alguien que toma un texto, o una porción de una cultura, digamos, y la traslada a otra cultura. El traductor es, él mismo, parte de esa situación comunicativa, y no un demiurgo exterior. O, para decirlo con la metáfora usual de la traducción como puente intercultural, el traductor no es simplemente el constructor del puente, sino que es, él mismo, parte del puente, parte del punto de anclaje de partida y parte del punto de anclaje de llegada.