miércoles, 31 de mayo de 2017
Interpres toma carrera
Los amigos de Interpres nos hacen llegar la presente invitación, que compartimos. En su mail nos decían:
"Los invitamos a nuestra
próxima actividad, en la que Paula Pico Estrada reflexionará sobre la noción de
traductor-autor en el ámbito de la producción editorial académica y analizará
las ventajas y desventajas de este concepto desde el punto de vista de la editorial
como desde el de los traductores."
Los datos están en el flyer y si no los ven, cómprense una lupa.
martes, 30 de mayo de 2017
lunes, 29 de mayo de 2017
Una de lexicografía trasandina
El
22 de mayo pasado, en el periódico chileno Las
Últimas Noticias, el escritor y periodista trasandino Roberto Merino escribió la siguiente columna referida a usos de una
palabra en la lengua castellana, con particular atención a lo que se hizo con
ella en Chile. Suponemos que, al cabo de su lectura, seguramente habrá algún
traductor extranjero que empiece a dar saltos y a tirarse de los cabellos.
No hay tu tía
En un titular de este mismo diario vi hace poco que se hablaba de “tías
del aseo” para referirse a mujeres empleadas para la limpieza en un lugar. Esto
significa que la expresión ya pasó a la normalidad, al uso común. Hace veinte
años nos hubiéramos reído de semejante eufemismo: habría sonado forzado,
siútico y, sobre todo, paternalista.
El problema con esta clase de expresiones es que ponen una insistencia
afectiva en una realidad donde –a juzgar por los sueldos que se pagan y las
condiciones de trabajo que se brindan– el afecto no aparece por ninguna parte.
Una vez me tocó escuchar la alocución de un sociólogo medio agitador,
radical en sus propuestas, intransigente y desagradable. Reforzaba sus
argumentos con cifras que desmentían las cifras oficiales. Llegado el momento
de mencionar a las auxiliares y barredoras salió con la culposa paparrucha de
“las tías del aseo”.
Acabo de enterarme de que la frase “no hay tu tía”, tan usada por Julio
Cortázar, tiene más que ver con el óxido de zinc que con tías propiamente
tales.
Tía es una palabra cálida, que al menos quiere expresar una cercanía
entre la persona a quien le es dirigida y aquella que la enuncia. A veces, en
las familias de antes, había una señora que, sin ser técnicamente tía, se
ganaba la calificación por méritos equivalentes: antiguas complicidades, años
de involucramiento familiar. Llegaban unas tres veces al año generando mucha
circulación de tazas de té y de pan dulce y, eventualmente, pasteles. Se
trataba de señoras muy compuestas en la vestimenta, en el peinado y en la
manera de hablar, que a veces las hacía parecer las entrevistadas de un
programa de radio.
En los años 70, si no recuerdo mal, los niños empezaron a decirles tíos
a los padres de sus amigos. Yo, por la edad que tenía, quedé fuera de la
novedad. Me fue imposible hacer la conversión lingüística necesaria para
prosperar en esa modalidad de aproximación confianzuda. Decidí, en
compensación, tutear a los padres de mis amigos, lo que me parecía mucho más
natural.
La utilización más extravagante de la palabra “tío” se la escuché hace
años a unas alumnas universitarias: buscaban al auxiliar que abre las puertas
de las salas, cambia los tubos fluorescentes quemados y en general asiste ante
las eventualidades que se generan en un piso lleno de gente y saturado de
actividad. Este señor tenía nombre, de hecho todo el mundo sabía su nombre y su
apellido, pero estas niñas se referían a él –con la desesperación del que busca
a un salvador– como “el tío de los pasillos”.
Sin duda la tía más famosa de Chile ha sido Carlina Morales Padilla, la
Tía Carlina, regenta del mitificado prostíbulo de Vivaceta. Por ahí le anda el
Tío Valentín, el pianista de Pin-Pon (1).
Los antiguos viejos verdes solían andar con alguna joven treinta años
menor que presentaban como “una sobrina”, y ellos quedaban, por tanto,
automáticamente referidos como tíos, lo que le daba a la palabra un barniz
libidinoso. El tío en este caso era el sátiro dispuesto a dar el salto sobre su
presa erótica dejando ver en el apuro las patas de macho cabrío. Muy distintos
eran los objetivos y la forma de operar de aquel otro anciano que todos conocen
de sobra y que se hacía llamar Tío Permanente (2).
Notas del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires:
(1) Valentín Trujillo Sánchez (1933), también
conocido como “Maestro Valentín” o “Tío Valentín»”, es un pianista y arreglador chileno de música popular, que se ha destacado por su aparición en diversos programas de
televisión, tales como Pin Pon.
(2) Tío Permanente es la
denominación que se dio a sí mismo el ex militar nazi Paul Schäfer,
fundador en Chile, en 1961. de la grotesca y
sanguinaria Colonia Dignidad, tristemente célebre como centro de detención y tortura en tiempos de la
dictadura de Pinochet.
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Léxicos y vocabularios,
Roberto Merino
viernes, 26 de mayo de 2017
La verdad en cifras de la industria editorial argentina
La siguiente nota fue publicada, con firma de Silvina Friera, en el diario Página 12 del día de ayer. Da cuenta de
las cifras reales de la edición argentina en un informe desarrollado por la
consultora Promage para la Cámara Argentina de Publicaciones (CAP). Casi como
una metáfora se podría decir que ahí está todo, negro sobre blanco.
Caída en
producción y optimismo actuado
Hay tres tipos de mentiras: mentiras, grandes
mentiras y estadísticas”. Esta frase –que el escritor Mark Twain popularizó
atribuyéndosela al primer ministro británico Benjamin Disraeli– viene a la
mente cuando se analiza El Libro Blanco de la Industria Editorial, un informe
desarrollado por tercer año consecutivo por la consultora Promage para la CAP
(Cámara Argentina de Publicaciones), que nuclea a las grandes editoriales,
importadoras y distribuidoras que representan alrededor del 70 por ciento del
mercado editorial. En un año marcado por los tiempos electorales, los actores
principales de la industria también están en campaña. O eso parece. La caída de
la producción entre 2015 y 2016 fue de un 15 por ciento, tanto en títulos como
en ejemplares: 14.700 y 12.480 títulos respectivamente, 55 millones de
ejemplares contra 47 millones. Curiosamente, la diferencia entre la cantidad de
ejemplares, 8 millones, difiere significativamente con las que suministró
Martín Gremmelspacher, presidente de la Fundación El Libro, durante la
inauguración de la 43° Feria del Libro, cuando señaló que de un año al otro se
han dejado de producir 20.000.000 de ejemplares, o sea casi 55.000 ejemplares
por día. Más allá de las suspicacias que genera que se manejen números tan
distintos, hay un núcleo de coincidencia, al menos, en el descenso de la
producción y ventas que, según la CAP, es de un 12 por ciento en el mercado
privado, pero que si incluye al sector público –en 2016, el Estado no compró
literatura infantil para aulas y bibliotecas– el descenso total asciende a un
25 por ciento en ejemplares.
El Estado ausente no es un detalle que a priori
debería llamar la atención, excepto que la “ingenuidad política” en tiempos de
la posverdad cunda en el sector editorial. La demanda pública pasó de 8.600.000
en 2015 a 600.000 en 2016, un desplome del 93 por ciento. Sorprende que en esta
ocasión “El Libro Blanco” despliegue un anexo “optimista” para el primer
trimestre de este año, donde hace hincapié que en marzo pasado hubo una
recuperación de un 8 por ciento en la venta de libros. Aunque el informe señala
que este año el Ministerio de Educación realizó una compra de libros de texto
por 3,6 millones de textos escolares, no dice que ese monto está muy lejos de
los 8,6 millones que se compraron en 2015, una caída superior al 40 por ciento.
Hay editores que sin animarse a decir “esta boca es mía” desconfían de este
“anexo”. Algo que alarma a una parte de la industria del libro es que el Estado
preserva a rajatabla su política de no comprar libros infantiles, algo que
lleva a ironizar a uno de los editores, que recuerda el lema de campaña de
“pobreza cero” y lo aplica a la realidad actual: “libros infantiles cero”.
México, Colombia y España, los principales competidores, tienen políticas
públicas activas de protección de su industria editorial, a diferencia de la
Argentina, que no la tiene.
La exportación del libro argentino, según el
informe de la CAP, sigue en caída libre y está por la mitad de lo que se
exportaba en 2011: 40,3 millones de pesos hace seis años contra los 20,3
millones en 2016. Juan Manuel Pampín de la editorial Corregidor, le dijo a Página 12, en el balance de la pasada
Feria del Libro, que los precios en dólares de los libros argentinos son
“espantosos” y “lo que se podría recuperar por exportación es imposible: un
libro a 250 pesos, por ejemplo, es 15 o 16 dólares. Un dólar en origen son tres
dólares en destino mínimo. O sea que un libro de 15 dólares, sale 45 dólares,
lo que es inaccesible”. “El Libro Blanco” reconoce que “desarrollar los
mercados externos del libro argentino es una tarea de mediano y largo plazo” y
que una dificultad estructural tiene que ver con los altos costos del libro
argentino a causa del peso del IVA en toda la cadena de costos de producción y
de comercialización. La mayoría de las exportaciones del libro argentino no
están destinadas a los principales mercados del libro en castellano, como
México o España, a los que se les vende un 6,7 y un 2 por ciento
respectivamente, sino a Chile, Perú, Uruguay y Bolivia, que juntos representan
el 66 por ciento del total de exportaciones.
Durante los meses de junio y julio de 2016, la
consultora Promage, por encargo de la CAP, realizó un estudio comparativo de
costos de un libro tipo, impresión en offset, papel obra de 80 gramos,
impresión a un color, tapa en cartulina a 4 colores y encuadernación rústica,
en 3 rangos de cantidad de páginas (192, 384 y 640) y en 2 rangos de tirada
(5.000 y 10.000 ejemplares). Se consultaron seis imprentas de la Argentina y
otras tantas de España, México, Perú, Chile, Brasil y China. Imprimir afuera
cuesta entre un 51 y un 66 por ciento menos que imprimir en el país. “Esta
realidad se convierte en el problema mayor de la industria editorial argentina,
que necesita mayor competitividad”, plantean en el informe. Lo novedoso del
“Libro Blanco” es que ha incluido por primera vez a las editoriales
independientes o pequeñas bajo el rótulo de editoriales emergentes, que son 146
y publican el 4 por ciento de los títulos registrados, un 1,5 por ciento de la
producción total de ejemplares.
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Editores,
Editoriales,
Libros y librerías,
Silvina Friera
jueves, 25 de mayo de 2017
Algo sobre incompatibilidad ideológica
El
11 de abril y el 16 de mayo pasados, la traductora española María José Furió
publicó en El Trujamán sendas columnas sobre algunos avatares del
ejercicio de traducir profesionalmente. Pese a que originalmente se ofrecían separadas, aquí van juntas. Entendemos que son un mismo texto separado por cuestiones de tamaño en un medio donde el tamaño importa.
No hables de amor
cuando quieres decir gratis
Los
traductores somos como los payasos del circo clásico: nadie ha de notar que las
estamos pasando canutas ni demasiado bien. Una demostración de algún retazo de
nuestras vidas debe servir para corroborar que somos —mujeres y hombres— dandies modernos: cuando nos apartamos del
ordenador, nuestras vidas discurren entre congresos, concesiones de premios,
cursos de especialización, estancias en el extranjero becadas por gobiernos
cultísimos y paseos entre bouquinistas o por librerías con solera. Qué
decepción se llevan tantos —editores y lectores— cuando descubren que no somos
entidades místicas que se alimentan de la pura letra sino personas alcanzadas
por la realidad. Y por eso, procuramos que no quede huella de nuestras
tribulaciones en la traducción.
A lo mejor estamos traduciendo
los avatares de un par de bobas que, disconformes con el mundo, van a terminar
al cabo de 250 tediosas páginas de pueril pataleo punk estrellando un 4x4
contra un muro o contra una muchedumbre. Para que ese mensaje antisistema se
venda bien es imprescindible, paradójicamente, que el sistema funcione sin
contratiempos: alguien habrá fabricado el portentoso vehículo y lo habrá puesto
a la venta en un concesionario, entre muchos habrán construido esas carreteras
lisas para que las chicas díscolas decidan que se estrellan ellas y no las
estrella el pésimo estado del pavimento, alguien habrá diseñado el sistema de
semáforos y, por supuesto, toda la cadena editorial ha de ir como la seda; el
traductor entregará a tiempo pactado la novela y esperará dócilmente la
transferencia mientras el engranaje sigue su curso.
Si el resultado no está a la
altura de las expectativas del editor, la culpa no será de la falta de
concentración sino de la incompatibilidad ideológica: ¿cómo encontrar equivalente
verosímil a la memez que relata esta novela? Luego, el corrector hará de su
capa un sayo, con la aquiescencia del editor, y las dos protagonistas hablarán
como si hubiesen mamado de la Sorbona o de la Complutense. Sin embargo, la
jerga más o menos escatológica —que, no nos engañemos, constituye el señuelo
ofrecido al lector— se conservará adaptada a la gama vigente en nuestro país
(desde Argentina, lectores sagaces pondrán el grito en el cielo por la
incongruencia general del sucedáneo: benditos argentinos).
En otro momento, bajo nubes de
tribulación distintas, nos habrá caído en suerte traducir las memorias de un
simpatiquísimo editor francés que, por su edad avanzada, no está en condiciones
de ofrecer un texto tan pulido como los que han forjado su merecida reputación.
Da lo mismo: los hechos relatados y su personalidad bastan para interesar a
todo lector apasionado del siglo xx en Francia y del mundo de la edición
en ese país. Que la traducción es un oficio mal pagado se comprueba
precisamente con esta clase de textos, plagados de referencias a los títulos
que conforman la biografía profesional del protagonista, además de las
incontables referencias a hechos, personajes y lugares históricos; añádase que
las repetidas denuncias que jalonaron el trabajo del editor —que contribuyó a
modernizar el panorama literario por la vía de publicar a autores considerados
pornográficos y abyectos— dan pie a juicios y a sentencias emitidas desde
tribunales que han cambiado su ubicación y nombre entre la fecha de los
acontecimientos y la de la publicación de las memorias. Si todo esto no fuese
suficiente trabajo de pesquisa bibliográfica para el traductor, horas y más
horas que no suelen facturarse aparte, la autobiografía incluye extensas citas
de otros ensayos sobre la Liberación y la inmediata posguerra y hay que buscar
la versión española para decidir, considerada la extensión del fragmento, si se
transcribe o si se traduce de nuevo y ofrecemos la referencia bibliográfica en
nota.
Enviada la traducción, releída tantas veces que ya nos parece leer húngaro, esperamos la próxima etapa de revisión de las correcciones. Al cabo de muchos meses, llegan noticias del mundo real. Y ahí se corrobora que la traducción no es un mundo para dandies.
Enviada la traducción, releída tantas veces que ya nos parece leer húngaro, esperamos la próxima etapa de revisión de las correcciones. Al cabo de muchos meses, llegan noticias del mundo real. Y ahí se corrobora que la traducción no es un mundo para dandies.
Después de varios meses sin noticias del editor,
llegó un correo suyo donde ponía énfasis en que la traducción había sido
revisada con el libro delante. Chocaba el dato pues damos por seguro que es así
como se corrige. Advertía algo sobre un código de colores —amarillo y verde—
utilizado por la primera correctora, donde supuestamente solo lo subrayado debía
revisarse. Enseguida se hizo evidente que debía leer de cabo a rabo la
traducción o se publicaría una catástrofe firmada con mi nombre.
Días enteros se fueron en
recomponer el desaguisado y cuando, tras varias llamadas urgentes, el editor
devolvió la llamada, al saber del estropicio explicó que de la corrección
—dividida en dos partes— se habían ocupado dos amigas que habían trabajado «por
amor». Si el que lee estas líneas enarca las cejas será porque no está
acostumbrado a la expresión just for love —tampoco yo la conocía—, eufemismo
adoptado aquí para decir gratis.
Por amor corrigieron y con
triple salto mortal: sin el libro delante, sin saber francés, sin confiar en la
gramática española. Y salió lo que salió, confiados en que la traductora era
como esas madres que van, trapo en mano, repasando lo que ensucian sus retoños.
Siguió lo que los franceses llaman un échange verbal muy tenso donde no se negoció nada
porque nadie cedió. Apoyándome en el contrato y en la LPI,
no acepté regalar cuarenta horas más. El editor parecía creer que si alguien
puede trabajar just
for love, seguramente habría mucho más amor suelto, así que por qué pagar
tantas horas extra. El amor posee, como sabemos, una naturaleza sumamente
elástica. En resumen, los problemas reales del traductor profesional, por duros
que fuesen, le importaban un bledo al amoroso editor. Se lamentó de haber
pagado ya la traducción, sugiriendo así que, de no haberlo hecho, en ese
momento podría obtener, mediante ese turbio amor que era su marca, la revisión
de la segunda parte.
¿Y qué justificaba tanto
lamento? Empezando por lo mucho que la correctora se había entretenido
cambiando todas las comillas latinas tradicionales por las tipográficas. El
nombre de las instituciones y organismos franceses suele llevar la primera
inicial en mayúscula y las siguientes en minúscula; mantenemos esta norma para
nombres no traducidos, pero la correctora impuso la norma inglesa según la cual
todas las iniciales van en mayúscula: hubo que rectificar. Algún absurdo como cambiar
un sustantivo que no le gustaba y dejar tal cual el género del artículo y el
adjetivo que lo acompañaban sin respetar una regla elemental de concordancia.
Cambió adjetivos por otros que significan algo diferente y obligaban a la frase
a decir algo que no había escrito el autor.
Hubo muchos momentos de
desconcierto en que no lograba entender por qué subrayaba en amarillo
preposiciones correctas, expresiones hechas del todo inocuas, adjetivos tópicos
aquí y en el país vecino, de dónde surgían dudas que seguramente sólo ha tenido
ella y que habría podido solventar discretamente de haber consultado Google o
un buen diccionario enciclopédico. Planteaba interrogantes al lado de
expresiones que, con el original delante, desaparecerían al comprobar que convenía
simplemente reproducir lo que el autor dejó anotado. Por qué, si tanta era la
duda, no proponía alternativas que ayudasen a comprender qué le molestaba de la
frase. Abundaban las correcciones caprichosas o dejaba palabras señaladas en
verde que quedaban como discutibles pese a que el propio autor dedicaba páginas
a explicar el uso de tal palabra, como «indecible», entre otras. Detalle no
baladí considerando que uno de los temas de estas memorias es cómo, tras años
de batallar, ciertos términos y autores llegaron a ser aceptables en la alta
cultura.
A esto se añade que se
tacharan adjetivos o verbos sustituyéndolos por otros que no correspondían al
significado original («no me detuve a pensarlo» se cambió por «a
reflexionarlo»). Asimismo, al cambiar de lugar sintagmas o complementos, el
enunciado español decía algo distinto de lo que decía el autor francés. Por
supuesto, había un baile de comas de modo que desaparecían algunas
imprescindibles y surgían otras que, en su nueva posición, alteraban el significado.
Varias veces tuve que explicar en nota al margen de la página a qué se refería
el autor, como si existiese una disociación entre leer y entender el progreso
del tema tratado.
En suma, el juego de los
colores solo servía para dar cuenta del paso de la correctora por la página.
Cuando el estilo del autor es deslavazado, escrito a vuela pluma, y así ha
funcionado en francés, si para el lector español se prefiere una versión más
ensayística que periodística, siempre cabe pedir una muestra de traducción de un
capítulo. Pero es ésta una decisión arriesgada ya que ese estilo coloquial
puede equilibrar el cúmulo de datos, de anécdotas y valoraciones que, en tono
de ensayo, resultarían farragosos y distorsionarían la personalidad del
protagonista. En último término, no creo que pueda hacerse una edición acertada
de texto sin conocer el idioma original.
miércoles, 24 de mayo de 2017
Por qué vale la pena liberarse de Cécile Vilvandre de Sousa, experta en relaciones internacionales
Cuando
hablaba de José Ortega y Gasset, Borges siempre acotaba: “que entre los tres no
hacen uno”. Es hora entonces de referirnos a la simpática Cécile Vilvandre de Sousa (foto), que ídem. Este personaje, que suponemos
estudió en la Universidad de Castilla-La Mancha y que en la actualidad se desempeña como coordinadora de
Relaciones Internacionales del Campus de Ciudad Real, con el sello de esa casa de
estudios, publicó en 2006 un libro cuyo título es La recepción en España del teatro de Eugene Ionesco.
Dado
que previamente publicó una tesis titulada “La recepción en España del teatro
de Eugene Ionesco (1955-1997)”, es de suponer que, como suele ocurrir, ese
trabajo previo en algún momento se estiró y consiguió sus alas de mariposa para convertirse
en un libro de esos que sólo leen los especialistas y que, con la supuesta
dignidad del caso, abultan una bibliografía de autor más bien anodina.
Todo
esto no tendría la menor importancia, salvo, claro, para Cécile, que habrá festejado la aparición del volumen con
la familia y algún colega. Pero súbitamente, cuando al buscar un dato, uno se
encuentra con otro, la Cécile en cuestión pasa deja de ser una académica más bien aburrida para convertirse en algo acaso peor.
La
cosa es así: en el apartado “La traducción de Luis Echávarri en editorial
Losada (Buenos Aires, 1961)”, Cécile dice: “Habrá que esperar a 1961 para que La Cantante calva se publique por
primera vez en castellano, y lo hará en la editorial argentina Losada (8), en
el tomo I del Teatro de Ionesco”.
Acá
el lector encontrará que después del nombre de la editorial Losada hay un 8 que
en el original está volado, indicando que se trata de una nota, y que aquí
presentamos entre paréntesis. Veamos entonces el contenido de la nota:
(8) “Utilizamos
la segunda edición (1964).” Sigue luego una disquisición técnica sobre la
traducción y el texto concluye así: “En suma, al autor se le ha reservado el
mismo lugar y tratamiento que si de una edición en lengua original se tratara,
y la traducción se ajusta sistemáticamente al original. En ningún momento el
traductor [Luis Echávarri] pretende superar el estadio de la simple traducción:
busca la literalidad y trata de conservar la orientación lingüística del
original. Liberada
de los regionalismos argentinos enmendados en la edición castellana de Alianza,
resultó ser una buena base para la mayoría de las versiones y adaptaciones de
la obra en España”.
Buscando
en Internet, uno puede comprobar que el tema de Cécile es el teatro. Ahora
bien, ¿nadie le dijo que el teatro debe traducirse distinto que el resto de la
literatura porque, de hecho, está escrito para ser dicho y no leído en
silencio? ¿No sabe que en cada país de la lengua castellana el teatro se dice distinto, justamente porque en cada uno se habla distinto? En consecuencia, si una traducción dramática se realiza en la
Argentina, ¿por qué debería tener en cuenta el habla española? Luego, ¿no sería
lícito imaginarse que si no hubo traducción española anterior a la argentina es
precisamente porque el país de Cécile estaba infectado hasta los tuétanos por el
franquismo que poco quería saber de Ionesco? Por último, ¿es ese mismo franquismo el que lleva a la Cécile en cuestión a
considerar que una traducción “fusilada” –que así se dice acá cuando se roba
una traducción– está “liberada” al eliminarse de ella las marcas –“regionalismos”
los llama la bruta– que permiten reconocer su procedencia? Y, ¿por qué uso la
palabra “enmendar” –que, según el diccionario significa “corregir o arreglar los errores o defectos de una cosa
o una persona” – en lugar de “españolizar”, que es lo que se suelen
hacer muchas editoriales españolas cuando “fusilan” traducciones provenientes
de Latinoamérica para no tener que pagarle a los traductores?
En síntesis, todo muy feo. Esta señora, dueña de una sonrisa encantadora (volver a ver la foto), al no releer lo que escribe, o es una cínica o una completa descerebrada. Y lo peor es pensar que enseña y que seguramente pondrá en la bibliografía de sus cursos su propio libro que, hay que saberlo, vale 24.04€ (23.12€ sin IVA). ¿O acaso ésta sea una estrategia de la Universidad de Castilla-La Mancha para manejar sus relaciones internacionales y no nos dimos cuenta?
En síntesis, todo muy feo. Esta señora, dueña de una sonrisa encantadora (volver a ver la foto), al no releer lo que escribe, o es una cínica o una completa descerebrada. Y lo peor es pensar que enseña y que seguramente pondrá en la bibliografía de sus cursos su propio libro que, hay que saberlo, vale 24.04€ (23.12€ sin IVA). ¿O acaso ésta sea una estrategia de la Universidad de Castilla-La Mancha para manejar sus relaciones internacionales y no nos dimos cuenta?
martes, 23 de mayo de 2017
Para los amantes de Perec que estén en París
DU 7 AU 11 JUIN :
LE PRINTEMPS DE LA TRADUCTION
Du 7 au 11 juin 2017, à Paris et Gif-sur-Yvette, Le Printemps de
la traduction, soutenu par le Centre National du Livre, proposera aux
lecteurs une rentrée littéraire des traducteurs dans 8 librairies
partenaires avec 9 romans sélectionnés dans l’actualité éditoriale.
Cette 3e édition s’attachera à explorer la traduction
des écritures à contraintes, et notamment de l’œuvre de Georges Perec,
mais fera également la part belle à la traduction de poésie et
de chanson à travers des conférences, lectures, débats et ateliers
ouverts à tous.
Traduire, quelle
contrainte! C’est pourtant avec un plaisir sans
cesse renouvelé que les traducteurs s’y soumettent, s’y adonnent même. Et pour la troisième fois, des traducteurs
vont aller à la rencontre de leurs lecteurs au cours de ce Printemps de la
traduction, dans des librairies, dans des bibliothèques, dans les
salons de la Société des Gens de Lettres ou à la Maison de la Poésie,
bref, partout où la littérature est vivante. Cette manifestation se veut
donc un espace de dialogue, mais nous avons également souhaité donner
l’occasion à chacun de s’essayer à la pratique de la traduction, aussi les
ateliers que nous organisons s’adressent-ils à tout le monde, traducteurs
chevronnés ou simples curieux de la chose. Chacun pourra dès lors appréhender
le véritable tour de force accompli par trois des traducteurs de Perec,
lesquels, à l’occasion de la publication des deux tomes que lui consacre La
Pléiade, viendront discuter autour d’une table ronde des casse-tête qu’ils ont
dû résoudre pour le traduire. « Je
cherche en même temps l’éternel et l’éphémère », écrivait Perec. C’est bien ce
que, modestement, tout traducteur souhaite faire. Mais comment traduire cette phrase en
respectant le monovocalisme ?
Enfin, pour ne pas
déroger à nos habitudes festives, nous nous quitterons en musique, autour
d’un verre de Morgon-Lapierre. Ah ! Traduire, quelle
contrainte !
lunes, 22 de mayo de 2017
Una iniciativa realizada a pulmón en Barcelona, que merece ser apoyada
Por tercer año consecutivo, los libreros, Isabel
Sucunza y Abel Cutillas, junto con el escritor y traductor Andrés Ehrenhaus organizan en la Librería Calders, de Barcelona, una semana dedicada al libro argentino.
En la oportunidad, los tres han decidido dedicar las actividades de este año a la producción y recepción de lo que consideran nueva literatura femenina argentina.
Así, en la semana, que arranca justamente hoy, las editoras Valeria Bergalli y Silvia Sesé conversarán con Isabel Sucunza, Paula Porroni y Mariana
Enríquez. El martes 23, en cambio, Darío Polonara, cupo masculino mediante, presentará su novela Una semana con la muerte. El miércoles 24, Marietta Gargatagli conversará con Andrés Ehrenhaus sobre Aparecida, de Marta Dillon. Luego, el jueves 25, Santiago Fillol conversará con Isa Campo y Lupe Pérez García sobre Romina Paula, María Eva Pérez y Mariana Enriquez. El viernes 26, Maga Etchebarne, Cecilia Fanti y Majo Moirón presentarán mutuamente sus libros recién publicados. Finalmente, el sábado 27 habrá un gran recital de poesía argentina reciente escrita por mujeres. La fiesta, claro, será coronada con una degustación de vino y empanadas.
La cita, para quien no se haya enterado, es en la Librería Calders, Passatge Calders 9, Barcelona (el metro más cercano es el San Antoni).
.
viernes, 19 de mayo de 2017
Feria Internacional del Libro de Buenos Aires: como el país, un negocio en franca decadencia
Como
suele ocurrir cuando termina la Feria del Libro, Silvina Friera hizo su balance en el diario Página 12. Más precisamente, en la edición del martes 16 de mayo
pasado. Ésa es una de las pocas precisiones que pueden hacerse luego de enterarse
de la gran falta de precisiones por parte de los editores y libreros que
tuvieron stand en la 43ava. edición de una feria, que comparada con las de
Guadalajara o Bogotá, va claramente en declive.
La realidad del
libro en la era de la posverdad
“La
era de la posverdad. Qué tremenda definición para los tiempos actuales.” La
frase de Luisa Valenzuela –la dijo al inaugurar la 43° Feria Internacional del
Libro de Buenos Aires que terminó ayer– todavía resuena entre libreros,
escritores, editores y periodistas. La feria no es una isla. Lo que ocurre en
la economía, en la política y en la sociedad jamás le resulta ajeno ni mucho
menos indiferente. Pretender presentarla como un espacio de supuesta
“neutralidad” y aislamiento es un desatino o una forma de construir un relato
que intenta instaurar una mentira como verdad. La lectora atribulada habló con
21 expositores y un informante más –cuyo nombre no se revelará– y el resultado
que arrojó la pesquisa dista de ser alentador. Nueve expositores afirman haber
vendido entre un 10 y un 20 por ciento de ejemplares menos que el año pasado
–hay un caso en que el descenso alcanzó el 40 por ciento–; 5 expositores dicen
que vendieron la misma cantidad que el año pasado y 7 confirman que aumentaron
entre un 10 a un 20 por ciento. Este sondeo no hace más que ratificar lo que el
propio presidente de la Fundación El Libro, Martín Gremmelspacher, planteó en
su discurso de apertura: que la industria atraviesa uno de los momentos más
delicados de la historia. La CAL (Cámara Argentina del Libro), que nuclea a las
medianas y pequeñas editoriales, acompañó el reclamo con la campaña “S.O.S
Libro Argentino”, en la que advertía que las ventas cayeron un 25 por ciento y
también descendió la producción de libros un 25 por ciento.
No
quiere que aparezca su nombre. El informante con que tropieza
circunstancialmente la lectora atribulada cuenta que este año hubo un poco de
desorganización y pone un ejemplo: la Noche de la Ciudad en la Feria. “Tendría
que haber terminado a la una de la madrugada, tal como se había anunciado, pero
a las 23.30, desde los parlantes, se empezó a avisar que cerraba la Rural. Y
nunca hubo una explicación sobre por qué cerraron una hora y media antes”. Como
si desplegara una agenda de reclamos, agrega que el año pasado hubo más días en
que se podía ingresar con la Sube gratis. En esta edición solo fue el pasado
lunes 8 de mayo. “Yo vi menos gente en la feria y menos visitas de escuelas.”
De pronto achina los ojos y le pregunta a su interlocutora:
–¿Las grandes editoriales dicen que vendieron más?
–Sí.
La carcajada
se extravía entre los murmullos de los visitantes. “Las grandes editoriales no
quieren hacer lo que ellas llaman ‘marketing negativo’, entonces inflan los
números”, subraya el informante como si fuera un experto en la cuestión. “El
libro no es un artículo de primera necesidad. Si no lo compran hoy, lo
comprarán dentro de tres meses, o cuando puedan. Si lo compran…”.
Alejandro Giordano, de El Aleph, señala que año a
año vienen bajando las ventas. “Se notó mucho la caída en la semana, mientras
que los fines de semana repuntaba un poco”. No puede arriesgar una cifra, pero
revela que en la librería, el año pasado, se vendieron 460 mil libros menos en
el rubro textos escolares, lo que representa un 34 por ciento de descenso. “El
que diga que no se siente o no se ve la recesión, miente. La realidad es otra;
pero es lo que hay, por ahora”, resume Giordano. Desde Aique, Fabio Viruega
afirma que vendieron unos 3000 ejemplares menos, lo que representaría una caía
del 20 por ciento. “Esta es una editorial educativa y los docentes en provincia
todavía no cerraron el acuerdo paritario. Y para colmo les descontaron los días
de paro. Pensamos que la caída iba a ser mayor respecto del año pasado.” En
Mandrake Libros, Fernando Petz habla de una caída del 20 por ciento en pesos en
comparación con la facturación del año pasado. No sabe cuánto cayó en cantidad
de ejemplares, pero seguramente el porcentaje sea mayor. “Ofertas no faltan
acá. Tenemos un 3x2, elegís tres libros y pagás dos. La mayoría de las ventas
no superan los 200 pesos. En la librería tampoco está yendo bien la cosa”,
reconoce Petz. En el stand colectivo
Todo libro es político, integrado por Milena Caserola, Bajo la Luna, La Cebra,
El cuenco de Plata y Tinta Limón, entre otros, Josefina Bianchi cuenta que en
cantidad de ejemplares vendidos está por debajo del año pasado y en pesos un
poco más arriba por la inflación. “No esperábamos mucho, vino menos gente que
el año pasado. Las editoriales salvamos el stand, pero la realidad es que se
está vendiendo mucho menos que el año pasado. El porcentaje que estamos
calculando en librerías es de un 25 por ciento menos. La gente está mucho más
selectiva a la hora de llevarse libros. Si antes se llevaba tres, ahora se
lleva uno. Y a veces se lleva más por el precio que por el contenido.”
El consuelo del empate
“Nos fue bien, en el sentido de que igualamos las ventas
del año pasado. Pero en la librería hay una baja del 30 por ciento”, comenta
Gabriel Waldhuter de la distribuidora y librería Waldhuter. “Las promociones de
algunos bancos permitieron mantener las ventas, como el 30 por ciento de
descuento del banco Provincia con 6 cuotas sin interés. Me estuve fijando y un
gran porcentaje de las ventas fue con tarjetas del Banco Provincia. También hay
un público que no visita las librerías durante el año y el único material de
lectura que compran es durante la feria. Estos factores hicieron igualar las
ventas. Pero superarlas, no. La caída del consumo nos perjudica, ha bajado el
consumo de la gente que podía consumir libros y que ahora tiene que pagar la
luz, el gas, la comida… el ocio lo dejan para lo último. Yo pago en la librería
10.000 pesos por mes de luz. Todos están cuidando el bolsillo”, admite
Waldhuter. Ediciones Manantial y Biblos compartieron el stand. “Había muy malas expectativas para este año, pero estamos
igual que el año pasado en cantidad de ejemplares. Al final, hay un clima de
resignación, como que zafamos. Es muy caro el costo del espacio en la Feria. De
hecho, hay menos stands que el año pasado. Y probablemente haya menos el
próximo año”, vaticina Mariano Vázquez.
En Librerías de las Luces, Pía Henseler confirma
que las ventas fueron “más o menos igual”. “La situación económica hace que la
gente consuma menos. Los libros no son una prioridad y eso se nota. La gente
compra un libro a 40 pesos con tarjeta, incluso el programa Ahora 3 la gente lo
usa para pagar 100 pesos. Los libros de 400 o 500 pesos no salen tanto como
antes y la gente busca cada vez más ofertas.” María José Moore de Libraria, uno
de los sellos que comparten el stand
colectivo de Sólidos Platónicos junto a Ediciones Godot, Sigilo, Aquilina,
Fiordo y Gourmet musical, entre otras, asegura que la venta en cantidad de
ejemplares es igual a la del 2016. Federico Martedi, de Colihue, dice que les
fue “más o menos igual” que el año pasado. “No fue ni muy mala ni muy buena, no
hay cambios cualitativos respecto del punto de referencia que es la feria del
año pasado”, reconoce Martedi y añade un análisis sobre el horizonte del libro
argentino. “El panorama para la industria editorial es complicado porque han
subido mucho los costos. Lo que se puede ver es que todavía hay una clase
media, en el sentido sajón del término, que sigue teniendo un relativo poder
adquisitivo que le permite consumir cultura. Pero no sé hasta cuándo sucederá
eso porque encima tenemos un punto de inflexión, que son las elecciones de
octubre. Dicen que ahí va a empezar el ajuste, como si no hubiera habido. Si
ahora aumentaron los costos diez veces y bajaron las ventas un 20 por ciento y
están los salarios congelados, imaginate lo que va a ser cuando haya ajuste.
Vamos a estar peor que en Siria… Los indicadores de la feria todavía no dan
para prever ese futuro tan trágico, pero no sé lo que va a pasar.”
Las realidades de las editoriales que declaran un
incremento en las ventas son muy disímiles. Las dos más grandes, Planeta y Penguin
Random House, aumentaron sus ventas entre un 15 a un 20 por ciento. Federico
Ronchi, de SM, destaca que la editorial amplió el espacio del stand de 64 a casi 103 metros y que las
ventas subieron un 20 por ciento. “La venta fue mejor de lo que se esperaba;
vendimos un poco más, un 10 por ciento arriba en comparación con el año
pasado”, subraya Ana Clara Azcurra Mariani del stand colectivo Los siete logos,
que incluye a editoriales como Eterna Cadencia, Mardulce, Katz, Adriana
Hidalgo, Caja Negra y Beatriz Viterbo, entre otras. “Vendimos un poco más, no
tenemos el número exacto, pero sería cerca del 5 por ciento. Como el año pasado
no fue un buen año, salimos un poco del bache, pero no es un aumento
considerable ni vemos un repunte en general”, plantea Mariano Velo de Siglo
XXI. Marcelo Poretti, de Eudeba, aclara que el balance de esta edición es
“mejor de lo previsto” con un 5 a un 10 por cierto por arriba la venta de
ejemplares, lo que significaría un 25 por ciento de aumento en la facturación
en pesos “porque no aumentamos tanto los precios de los libros”.
Sin brotes verdes
“Hubo una baja bastante importante respecto al
2016. Nosotros no somos partícipes de andar haciendo ofertas, pero tuvimos que
poner ofertas bastante considerables para poder levantar lo que estaba pasando
en la Feria. Yo creo que cayó un 40 por ciento en ejemplares”, calcula Adrián
Passarelli de Gedisa. Martín Rabinovich, de Un Lugar, editorial que comparte stand con Homo Sapiens, señala que
vendieron menos en cantidad de ejemplares y un poco arriba en pesos, inflación
mediante, en comparación con el año pasado. Cleopatra Caglieris, de Fondo de
Cultura Económica, define a esta edición como “floja”. “Hay menos gente en la
Feria y hemos vendido menos cantidad de ejemplares. En algún momento se iba a
notar el aumento de los precios y la inflación que hay, porque la gente tiene
que gastar sus ingresos en pagar los servicios y la comida”, explica Caglieris
y añade que lo único que viene creciendo año a año es la venta de los libros
infantiles y juveniles. Juan Manuel Pampín, de Corregidor, manifiesta que la
caída de las ventas fue de un 10 por ciento en ejemplares. “El sector viene con
una caída promedio del 25 por ciento. Una crisis es una oportunidad, si no dura
mucho. Lo que estamos notando es que la crisis se está extendiendo en el tiempo
y ‘los brotes verdes’ no llegaron nunca. Las espaldas para aguantar ya no son
tantas cuando venís con un año de caída neta –explica Pampín–. Nuestros precios
en dólares son espantosos y lo que se podría recuperar por exportación es
imposible. Un libro a 250 pesos, por ejemplo, es 15 o 16 dólares. Un dólar en
origen son tres dólares en destino mínimo. O sea que un libro de 15 dólares,
sale 45 dólares, lo que es inaccesible. Nosotros venimos pidiendo el Exporta
fácil, un sistema simplificado de exportación para pequeñas exportaciones de
hasta 5000 dólares, que beneficiaría mucho al sector”.
La lectora atribulada se acerca a la editorial
Prometeo de Raúl Carioli. “En ejemplares, pongamos que estamos un poco arriba”,
ironiza. “En rentabilidad doscientos mil por ciento abajo –exagera– porque los
precios de los libros aumentaron un promedio del 15 por ciento y el stand un 40
por ciento. El espacio nos costó 700 mil pesos, a eso sumale los empleados, más
el costo de reposición de los libros vendidos y tenés que calcular de costo un
millón cien. O sea que deberíamos estar vendiendo para empatar unos 60 mil
pesos diarios de promedio. Esta cifra la vendés un sábado, el resto de la
semana no hay manera”, se sincera Carioli.
–¿Prometeo logra pagar los gastos?
–¡Acá nadie logra pagar los gastos; todos mentimos!
Esa es la verdad. Agarrá desde el año 83 y fijate año por año cuánto sumó cada
uno respecto de la venta anterior: un 15 por ciento más, un 14 por ciento más y
así sucesivamente… Cuando termines de sumar todo eso, estamos vendiendo un 500
por ciento más de libros que en el 83. ¡Viste la posverdad, esto es la
posverdad! La posverdad es esa mentira que todos sabemos que es mentira, pero
que todos queremos creer que es verdad. Una de las dos grandes editoriales
tiene un millón doscientos mil pesos de gasto salarial, más dos millones de
pesos de espacio físico, más 750 mil pesos de instalación de stand. Son casi
cuatro millones de pesos, más el costo de reposición calculado al 40 por
ciento, que es un millón y medio. El total son unos 6.000.000 millones; para
empatar tiene que vender 300 mil pesos por día, que son unos 6000 mil libros
diarios. ¡Es imposible! Es una gran mentira que sostenemos todos porque es el
único momento del año en que el libro tiene espacio en los medios. Todos
queremos creer que nos va bien, pero sería un absurdo suponer que con este
gobierno, cuyo primer desaparecido fue la cultura, cuyo segundo desaparecido
fue la educación, que desinvirtió en todo, a nosotros nos va bien. Los docentes
todavía no cerraron su paritaria, las paritarias están atrasadas, el Conicet
ajustó todo su presupuesto, la Conabip ajustó su presupuesto, todos los
organismos de cultura y educación descentralizados están de ajuste, y a
nosotros nos va bárbaro. La clase media está pariendo y al libro le va
maravillosamente bien. ¡Esto es la posverdad!
Etiquetas:
Editoriales,
Feria del Libro de Buenos Aires,
Mercaderes,
Silvina Friera
jueves, 18 de mayo de 2017
¿Derechos de autor para los traductores?
Publicado
el 28 de marzo de este año en la New York
Review of Books, el siguiente artículo de Tim Parks (foto), escritor y
traductor británico –Moravia,
Calvino, Calasso, Machiavelli y Leopardi, entre otros–, que aquí
se ofrece en traducción de Julia Benseñor, trata sobre las razones por las
cuales vale la pena discutir los derechos de autor para los traductores, tema
de candente actualidad en todo el mundo.
La prescindencia del traductor
¿El traductor es realmente el coautor de un
texto y, si es así, ¿tiene que recibir regalías como los autores?
Después de la presentación de un libro de mi autoría o, mejor dicho, mi traducción al alemán, en Berlín, fui a un bar donde estuve discutiendo esta cuestión con Ulrike Becker y Ruth Keen, dos traductores de larga trayectoria. No fue la naturaleza de la coautoría del traductor lo que disparó la charla sino el hecho de que muy pocos traductores llegan a recibir beneficios importantes por regalías, ni siquiera en Alemania, donde los editores están obligados por ley a pagarlos. En toda su larga carrera, Ruth sólo una vez recibió una suma suculenta de 10.000 euros cuando la venta de un libro que había traducido sobre la marcha de Napoleón sobre Moscú se disparó, contra todas las expectativas. Por su parte, Ulrike también recibió una sola vez un par de miles de euros cuando una novela literaria que tradujo logró ubicarse en la lista de best sellers. Fuera de estos casos, ambos venían recibiendo chauchas y palitos.
Y, ¿por qué ocurre esto?
Como en la mayoría de los países, a los traductores literarios alemanes se les paga en función de la extensión de la obra; normalmente se calcula, en promedio, entre US$20 y US$25 por página. No es gran cosa. En Estados Unidos o Inglaterra se traduce mucho menos literatura y los honorarios varían notablemente. Pero si acaso se pagan regalías (no fue nunca mi caso en EE.UU.), el pago inicial basado en la extensión de la obra generalmente se considera un anticipo a cuenta de derechos de autor. Entonces, si un traductor recibe un anticipo de, por ejemplo, US$8.000 por un libro y se establece que el porcentaje de derechos de autor será el uno por ciento sobre el precio de tapa de un libro que se vende a US$20, sería necesario vender 40.000 ejemplares antes de que las regalías le aporten algún dinero extra al traductor. Y 40.000 ejemplares es un volumen de ventas absolutamente extraordinario.
Después de la presentación de un libro de mi autoría o, mejor dicho, mi traducción al alemán, en Berlín, fui a un bar donde estuve discutiendo esta cuestión con Ulrike Becker y Ruth Keen, dos traductores de larga trayectoria. No fue la naturaleza de la coautoría del traductor lo que disparó la charla sino el hecho de que muy pocos traductores llegan a recibir beneficios importantes por regalías, ni siquiera en Alemania, donde los editores están obligados por ley a pagarlos. En toda su larga carrera, Ruth sólo una vez recibió una suma suculenta de 10.000 euros cuando la venta de un libro que había traducido sobre la marcha de Napoleón sobre Moscú se disparó, contra todas las expectativas. Por su parte, Ulrike también recibió una sola vez un par de miles de euros cuando una novela literaria que tradujo logró ubicarse en la lista de best sellers. Fuera de estos casos, ambos venían recibiendo chauchas y palitos.
Y, ¿por qué ocurre esto?
Como en la mayoría de los países, a los traductores literarios alemanes se les paga en función de la extensión de la obra; normalmente se calcula, en promedio, entre US$20 y US$25 por página. No es gran cosa. En Estados Unidos o Inglaterra se traduce mucho menos literatura y los honorarios varían notablemente. Pero si acaso se pagan regalías (no fue nunca mi caso en EE.UU.), el pago inicial basado en la extensión de la obra generalmente se considera un anticipo a cuenta de derechos de autor. Entonces, si un traductor recibe un anticipo de, por ejemplo, US$8.000 por un libro y se establece que el porcentaje de derechos de autor será el uno por ciento sobre el precio de tapa de un libro que se vende a US$20, sería necesario vender 40.000 ejemplares antes de que las regalías le aporten algún dinero extra al traductor. Y 40.000 ejemplares es un volumen de ventas absolutamente extraordinario.
Sin embargo, Ruth me explicó que la
ley alemana se ha expedido de manera generosa en favor de los traductores: un
reciente fallo judicial dictaminó que el pago inicial no debe ser considerado anticipo a cuenta de derechos. Pero lo que
el fallo no hizo fue impedir que los editores fijaran un umbral —que ronda
entre 5.000 y 8.000 ejemplares— por debajo del cual no estaban obligados a
pagar derechos, además de que el porcentaje de derechos es apenas un 0,8 por
ciento, o incluso 0,6 por ciento. Como en Alemania son pocos los libros que
venden 5.000 ejemplares, el resultado es que los traductores no ven ni un euro
por estos contratos que incluyen regalías.
De todos modos, recibir ocasionalmente algún dinero extra es indudablemente mejor que nada. Es lo que uno pensaría. Ulrike me contó, entonces, la historia de Karin Krieger, que se convirtió en la heroína de los traductores cuando, en 1999, demandó a la editorial Piperpor las regalías. Krieger había traducido tres novelas del escritor italiano Alessandro Baricco.Cuando las novelas empezaron a venderse bien, intentó contactarse con la editorial para que honraran la vaga cláusula contractual que le otorgaba una “justa proporción de las ganancias” (en esa época, no era obligatorio el pago de derechos de autor). La respuesta de la editorial fue tan inesperada como insólita: las hizo retraducir por otro traductor con un contrato más favorable para la editorial.
Después de litigar durante cinco años, Krieger finalmente ganó el caso y recibió el dinero que se le adeudaba, pero esta secuencia de hechos demuestra la diferencia básica que hay entre traductores y autores. Piper nunca habría intentado despojar a Baricco de sus regalías, ya que sin él no habría habido ni novela ni ventas. El autor no era reemplazable. En cambio, por muy exquisita que fuese la traducción de Krieger, el editor consideró que podía obtener el mismo resultado comercial con otro traductor. Esto no significa que el trabajo de traducción sea fácil. Todo lo contrario. Lo que quiere decir es sencillamente que muy rara vez requiere del talento de una única y determinada persona. Krieger no era “esencial”. Podía ser reemplazada.
A esta altura, vale recordar por qué se inventaron las regalías. Antes del siglo XVIII, los escritores le vendían sus obras a un imprentero por una suma alzada y el imprentero ganaba poco o mucho dependiendo de la cantidad de copias que lograba vender. Los escritores, al ver que los imprenteros (al menos algunos) se hacían ricos, quisieron un porcentaje de esa riqueza que ellos —y no cualquier otro—habían generado. Así fue como a principios del siglo XVIII surgió la primera acción en Gran Bretaña que reconocía a los escritores el derecho a lo que luego se daría en llamar “propiedad intelectual” —su obra— y que en virtud de ella les correspondía un porcentaje de los ingresos generados por cada copia vendida.
Podría argumentarse que, si bien este arreglo entre imprenteros y autores era “justo”, en absoluto implicaba que los ingresos de un escritor habrían de reflejar la calidad de su obra ni el tiempo dedicado; era lo justo en términos absolutos. Hoy un libro exitoso que se venda en todo el mundo—como los de Dan Brown, Stephenie Meyer—le reporta a su autor varios millones, mientras que un exquisito libro de poesía le dará apenas unos cientos. En todo caso podría decirse que las regalías son una invitación a que los escritores apunten a que su obra llegue a la mayor cantidad de lectores con capacidad para comprar un libro de bolsillo destinado al mercado masivo.
Habiendo dicho esto, el contenido de ese libro de bolsillo, cualquiera sea, es creación de su autor, quien tuvo que pasarse horas escribiendo mucho, sin saber qué saldría de ello, si acaso algún editor se interesaría en comprarlo o si, una vez que eso ocurriese, se lograría vender. En suma, el autor tiene que llenar un espacio vacío, crear algo donde antes no había nada. En cambio, al traductor, en la mayoría de los casos, se le encarga un trabajo. Puede ser un título de taquilla o un libro de poesía. De cualquier modo, el trabajo ya está ahí, oración tras oración. Por muy difícil que pueda ser trasladarlo a la otra lengua, los traductores no tienen que empezar de cero y rara vez tienen la opción de elegir qué libro van a traducir, al menos no al inicio de sus carreras. Por cierto, en mi caso, la experiencia de disponerme todo el día a escribir no tiene nada que ver con la experiencia de pasar todo un día traduciendo.
Son dos las ideas que han dado lugar a la campaña por hacer extensivo a los traductores el pago de derechos de autor, que lleva décadas por cierto. La primera es de índole práctica: como los editores normalmente se han resistido a pagar tarifas que representen un ingreso digno, es decir, que se correspondan con su idoneidad profesional y las largas horas que los traductores dedican a la tarea, introducir en el contrato una cláusula sobre regalías asegura que, al menos cuando un libro traducido genera muchas ganancias, el traductor obtenga una porción de tales beneficios. La segunda es conceptual: cada traducción es diferente; cada traducción requiere cierto grado de creatividad; ergo, la traducción es “propiedad intelectual” y, como tal, debe considerarse autoría y recibir el mismo trato que los autores.
El problema con la primera de estas ideas es que, en la medida en que los ingresos de los traductores se basen en las regalías, dependerán enteramente de cómo los editores distribuyan las traducciones que encargan. Por ejemplo, supongamos el caso de dos traductores alemanes con las mismas aptitudes. A uno se le encarga traducir Cincuenta sombras, Parte V, y al otro, un libro de cuentos de un escritor neozelandés que publica por primera vez. Uno de los traductores hará una fortuna y el otro, probablemente recibirá una suma irrisoria. Por supuesto que lo mismo sucede con los autores, como ya dijimos. Si los autores reciben el diez por ciento por ejemplar vendido, E. L. James se volverá fabulosamente rico, mientras que al cuentista neozelandés, por excelente que sea, más le vale no renunciar a su empleo seguro. Sin embargo, las regalías no son un tema que divida las aguas entre los escritores por la simple razón de que más allá de lo que uno piense sobre la calidad de una obra como Cincuenta sombras, nadie niega que E. L. James fue quien tuvo la idea y se arriesgó a escribirla. Es su obra, refleja sus ideas, dejemos que reciba su diez por ciento, entonces.
No es lo mismo en el caso del traductor, para quien traducir Cincuenta sombras con un contrato que concede regalías equivale a recibir maná del cielo por una tarea que incluso hasta puede ser más fácil que traducir un libro cuya remuneración es mucho menor. Más aún, uno queda eximido de toda responsabilidad sobre semejante contenido. A esta altura cabe decir que la introducción de las regalías en los contratos amenaza con dividir a los traductores. Un traductor italiano me contó que, en una ocasión, todos los traductores de Dan Brown fueron convocados a viajar a Europa para recibir el flamante Inferno y conversar sobre ciertos problemas que planteaba su traducción. El traductor al francés andaba de excelente ánimo, ya que por entonces Francia, al igual que Alemania, obligaba a los editores a otorgar regalías. Otros no hacían más que pensar en que recibirían apenas unos pocos miles de dólares por traducir esas 600 páginas, independientemente de cuánto se vendiera su traducción.
El segundo argumento, el conceptual, es más interesante, aunque no menos problemático. Que la traducción exige creatividad es un hecho irrefutable. Como traductor que soy, no es mi deseo socavar la dignidad de este oficio. Pero ¿esa creatividad equivale a “autoría”? Vean estas cuatro versiones al inglés de las primeras líneas de Memorias del subsuelo de Dostoievski:
I am a sick man…. I am a spiteful man. I am an unattractive man. I believe my liver is diseased. However, I know nothing at all about my disease, and do not know for certain what ails me. I don’t consult a doctor for it, and never have, though I have a respect for medicine and doctors. Besides, I am extremely superstitious, sufficiently so to respect medicine, anyway (I am well-educated enough not to be superstitious, but I am superstitious). No, I refuse to consult a doctor from spite. That you probably will not understand. Well, I understand it, though.
De todos modos, recibir ocasionalmente algún dinero extra es indudablemente mejor que nada. Es lo que uno pensaría. Ulrike me contó, entonces, la historia de Karin Krieger, que se convirtió en la heroína de los traductores cuando, en 1999, demandó a la editorial Piperpor las regalías. Krieger había traducido tres novelas del escritor italiano Alessandro Baricco.Cuando las novelas empezaron a venderse bien, intentó contactarse con la editorial para que honraran la vaga cláusula contractual que le otorgaba una “justa proporción de las ganancias” (en esa época, no era obligatorio el pago de derechos de autor). La respuesta de la editorial fue tan inesperada como insólita: las hizo retraducir por otro traductor con un contrato más favorable para la editorial.
Después de litigar durante cinco años, Krieger finalmente ganó el caso y recibió el dinero que se le adeudaba, pero esta secuencia de hechos demuestra la diferencia básica que hay entre traductores y autores. Piper nunca habría intentado despojar a Baricco de sus regalías, ya que sin él no habría habido ni novela ni ventas. El autor no era reemplazable. En cambio, por muy exquisita que fuese la traducción de Krieger, el editor consideró que podía obtener el mismo resultado comercial con otro traductor. Esto no significa que el trabajo de traducción sea fácil. Todo lo contrario. Lo que quiere decir es sencillamente que muy rara vez requiere del talento de una única y determinada persona. Krieger no era “esencial”. Podía ser reemplazada.
A esta altura, vale recordar por qué se inventaron las regalías. Antes del siglo XVIII, los escritores le vendían sus obras a un imprentero por una suma alzada y el imprentero ganaba poco o mucho dependiendo de la cantidad de copias que lograba vender. Los escritores, al ver que los imprenteros (al menos algunos) se hacían ricos, quisieron un porcentaje de esa riqueza que ellos —y no cualquier otro—habían generado. Así fue como a principios del siglo XVIII surgió la primera acción en Gran Bretaña que reconocía a los escritores el derecho a lo que luego se daría en llamar “propiedad intelectual” —su obra— y que en virtud de ella les correspondía un porcentaje de los ingresos generados por cada copia vendida.
Podría argumentarse que, si bien este arreglo entre imprenteros y autores era “justo”, en absoluto implicaba que los ingresos de un escritor habrían de reflejar la calidad de su obra ni el tiempo dedicado; era lo justo en términos absolutos. Hoy un libro exitoso que se venda en todo el mundo—como los de Dan Brown, Stephenie Meyer—le reporta a su autor varios millones, mientras que un exquisito libro de poesía le dará apenas unos cientos. En todo caso podría decirse que las regalías son una invitación a que los escritores apunten a que su obra llegue a la mayor cantidad de lectores con capacidad para comprar un libro de bolsillo destinado al mercado masivo.
Habiendo dicho esto, el contenido de ese libro de bolsillo, cualquiera sea, es creación de su autor, quien tuvo que pasarse horas escribiendo mucho, sin saber qué saldría de ello, si acaso algún editor se interesaría en comprarlo o si, una vez que eso ocurriese, se lograría vender. En suma, el autor tiene que llenar un espacio vacío, crear algo donde antes no había nada. En cambio, al traductor, en la mayoría de los casos, se le encarga un trabajo. Puede ser un título de taquilla o un libro de poesía. De cualquier modo, el trabajo ya está ahí, oración tras oración. Por muy difícil que pueda ser trasladarlo a la otra lengua, los traductores no tienen que empezar de cero y rara vez tienen la opción de elegir qué libro van a traducir, al menos no al inicio de sus carreras. Por cierto, en mi caso, la experiencia de disponerme todo el día a escribir no tiene nada que ver con la experiencia de pasar todo un día traduciendo.
Son dos las ideas que han dado lugar a la campaña por hacer extensivo a los traductores el pago de derechos de autor, que lleva décadas por cierto. La primera es de índole práctica: como los editores normalmente se han resistido a pagar tarifas que representen un ingreso digno, es decir, que se correspondan con su idoneidad profesional y las largas horas que los traductores dedican a la tarea, introducir en el contrato una cláusula sobre regalías asegura que, al menos cuando un libro traducido genera muchas ganancias, el traductor obtenga una porción de tales beneficios. La segunda es conceptual: cada traducción es diferente; cada traducción requiere cierto grado de creatividad; ergo, la traducción es “propiedad intelectual” y, como tal, debe considerarse autoría y recibir el mismo trato que los autores.
El problema con la primera de estas ideas es que, en la medida en que los ingresos de los traductores se basen en las regalías, dependerán enteramente de cómo los editores distribuyan las traducciones que encargan. Por ejemplo, supongamos el caso de dos traductores alemanes con las mismas aptitudes. A uno se le encarga traducir Cincuenta sombras, Parte V, y al otro, un libro de cuentos de un escritor neozelandés que publica por primera vez. Uno de los traductores hará una fortuna y el otro, probablemente recibirá una suma irrisoria. Por supuesto que lo mismo sucede con los autores, como ya dijimos. Si los autores reciben el diez por ciento por ejemplar vendido, E. L. James se volverá fabulosamente rico, mientras que al cuentista neozelandés, por excelente que sea, más le vale no renunciar a su empleo seguro. Sin embargo, las regalías no son un tema que divida las aguas entre los escritores por la simple razón de que más allá de lo que uno piense sobre la calidad de una obra como Cincuenta sombras, nadie niega que E. L. James fue quien tuvo la idea y se arriesgó a escribirla. Es su obra, refleja sus ideas, dejemos que reciba su diez por ciento, entonces.
No es lo mismo en el caso del traductor, para quien traducir Cincuenta sombras con un contrato que concede regalías equivale a recibir maná del cielo por una tarea que incluso hasta puede ser más fácil que traducir un libro cuya remuneración es mucho menor. Más aún, uno queda eximido de toda responsabilidad sobre semejante contenido. A esta altura cabe decir que la introducción de las regalías en los contratos amenaza con dividir a los traductores. Un traductor italiano me contó que, en una ocasión, todos los traductores de Dan Brown fueron convocados a viajar a Europa para recibir el flamante Inferno y conversar sobre ciertos problemas que planteaba su traducción. El traductor al francés andaba de excelente ánimo, ya que por entonces Francia, al igual que Alemania, obligaba a los editores a otorgar regalías. Otros no hacían más que pensar en que recibirían apenas unos pocos miles de dólares por traducir esas 600 páginas, independientemente de cuánto se vendiera su traducción.
El segundo argumento, el conceptual, es más interesante, aunque no menos problemático. Que la traducción exige creatividad es un hecho irrefutable. Como traductor que soy, no es mi deseo socavar la dignidad de este oficio. Pero ¿esa creatividad equivale a “autoría”? Vean estas cuatro versiones al inglés de las primeras líneas de Memorias del subsuelo de Dostoievski:
I am a sick man…. I am a spiteful man. I am an unattractive man. I believe my liver is diseased. However, I know nothing at all about my disease, and do not know for certain what ails me. I don’t consult a doctor for it, and never have, though I have a respect for medicine and doctors. Besides, I am extremely superstitious, sufficiently so to respect medicine, anyway (I am well-educated enough not to be superstitious, but I am superstitious). No, I refuse to consult a doctor from spite. That you probably will not understand. Well, I understand it, though.
—Constance Garnett, 1918
I am
a sick man…. I am an angry man. I am an unattractive man. I think there is something
wrong with my liver. But I don’t understand the least thing about my illness, and
I don’t know for certain what part of me is affected. I am not having any
treatment for it, and never have had, although I have a great respect for medicine
and for doctors. I am besides extremely superstitious, if only in having such
respect for medicine. (I am well educated enough not to be superstitious, but
superstitious I am.) No, I refuse treatment out of spite. That is something you
will probably not understand.
Well,
I understand it.
—Jessie Coulson, 1972
I am
a sick man…I’m a spiteful man. I’m an unattractive man. I think there is something
wrong with my liver. But I cannot make head or tail of my illness and I’m not absolutely
certain which part of me is sick. I’m not receiving any treatment, nor have I ever
done, although I do respect medicine and doctors. Besides, I’m still extremely
superstitious, if only in that I respect medicine. (I’m sufficiently well educated
not to be superstitious, but I am.) No, it’s out of spite that I don’t want to be
cured.
You’ll
probably not see fit to understand this. But I do understand it.
—Jane Kentish, 1991
I am a sick man…I am a wicked man. An unattractive man. I think
my liver hurts. However, I don’t know a fig about my sickness, and am not sure what
it is that hurts me. I am not being treated and never have been, though I
respect medicine and doctors. What’s more, I am also superstitious in the
extreme; well, at least enough to respect medicine. (I’m sufficiently educated not
to be superstitious, but I am.) No, sir, I refuse to be treated out of wickedness.
Now, you will certainly not be so good as to understand this. Well, sir, but I
understand it.
—Richard Pevear and Larissa
Volokhonsky, 1993
Uno podría trazar todo tipo de distinciones
entre una y otra traducción. “Spiteful”, “angry”y “wicked” en el primer renglón
sugieren tres características bien distintas, ¿cuál es la correcta o, al menos,
la más próxima al original? ¿Por qué tres de las traducciones luego citan este
mismo rasgo —“spite”, “wickedness” — como la razón por la que el narrador no ha
buscado tratamiento para su enfermedad, mientras que la traducción que elige
usar la palabra “anger”no lo hace? Sólo podemos suponer que el original usa la
misma palabra dos veces, y que uno de
los traductores eligió no respetar esa repetición. Dos de las
traducciones incluyen una expresión genérica como “know nothing at all” o “the least
thing” sobre la enfermedad del narrador, mientras que otra emplea la expresión “cannot
make head or tail”, que introduce una imagen que se arriesga a ser confundida
con las partes anatómicas; por último, la traducción más reciente usa una
expresión idiomática anticuada como es “don’t know a fig”.
Donde dos de las traducciones usan “Besides”, otra
usa “What’s more” y la cuarta no ofrece ninguna opción. Una traducción apela al
“sir”—dice, por ejemplo, “No, sir,” “Well, sir”—, mientras que las otras no; ¿es
posible que tres traductores se decidieran a eliminar ese “sir” si estuviera
ahí en el original? ¿Y por qué dos traductores le agregan ciertomatiz a esta
oración al poner “you’ll probably not see fitto understand this,” “you will certainly
not be so good as to understand this”—como si el acto de entender dependiera de
la disposición y no del intelecto—, mientras que losotros dos traductores sólo
dicen “you probably will not understand”?
No existen los límites a la hora de trazar sutiles
distinciones entre una traducción y otra, de confrontarlas con el original o de
valorar el contexto cultural de la lengua de llegada o su coherencia interna.
Sin embargo, las cuatro traducciones se reconocen como el mismo texto. Más aún,
en todas ellas se ven con toda potencia las principales estrategias de Dostoievski,
sobre todo el placer del narrador por exhibir su perversidad, su hábito de
calificar todo lo que dice en las formas más inesperadas, subestimar las ideas
recibidas (¿es realmente una superstición respetar a los médicos?), comprometer, desafiar y burlarse del lector, etc. De hecho, cuantas más
traducciones hay, más comprendemos hasta qué abrumadora medida el texto depende
de la autoría única de Dostoievski. Entonces, ¿tiene sentido hablar de “coautoría”
en el caso del traductor? ¿Por qué la traducción debe ser equiparada a lo que
no es? Cabría argumentar, por supuesto, que como Dostoievski murió hace ya
largo rato y su obra no está más sujeta a derechos de propiedad intelectual,
los editores podían enfrentar el pago de
regalías porque no se las están pagando al autor. Pero ésa es una cuestión de
naturaleza práctica y no conceptual. Cuatro traducciones de casi cualquier
texto, ya sea antiguo o contemporáneo, arrojarán los mismos resultados.
Unos días después de nuestro encuentro en Berlín, Ruth Keenme envió por
correo electrónico los resultados de un
cuestionario sobre ingresos realizado por el sindicato de traductores alemanes.
Respondieron 598 traductores y el informe incluía estadísticas por demás
interesantes: por ejemplo, que casi el 60 por ciento de los títulos traducidos
eran libros originalmente escritos en inglés que, aunque alrededor del 80 por
ciento de las personas que traducen son mujeres, los hombres suelen ganar US$1,10
más por página; que el trabajo considerado difícil se pagaba muy poco más por
página que el trabajo considerado fácil (esto a pesar de que el tiempo extra
invertido en un texto difícil podría duplicarse o triplicarse, a veces incluso multiplicarse
por diez). Pero lo más importante es que, después de toda una batería de
estadísticas relacionadas con las regalías, el informe se lamentaba de que la baja
venta de libros y el hecho de que el umbral a partir del cual se empiezan a
pagar regalías esté fijado en un nivel tan alto lleva a que sea muy infrecuente
que los traductores reciban beneficios por ese concepto.
¿Adónde nos llevan estas reflexiones cuando se
trata del pago y del reconocimiento del traductor por la maravillosa tarea que realiza?
Mi sensación es que el problema es más fácil de lo que suponemos; sin duda no
sería imposible reunir al editor, al traductor y, digamos, a un experto en
traducción de tal o cual idioma para definir juntos el nivel de exigencia que
implica tal o cual texto, cuánto tiempo llevaría traducirlo y cuál sería el
pago razonable para hacerlo. Quizás es hora de que los traductores y las
asociaciones de traductores se centren en lograr esta clase de acuerdos, sin
necesidad de empantanarse en este polémico asunto de la autoría y las regalías
o derechos de autor.
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