El
11 de abril y el 16 de mayo pasados, la traductora española María José Furió
publicó en El Trujamán sendas columnas sobre algunos avatares del
ejercicio de traducir profesionalmente. Pese a que originalmente se ofrecían separadas, aquí van juntas. Entendemos que son un mismo texto separado por cuestiones de tamaño en un medio donde el tamaño importa.
No hables de amor
cuando quieres decir gratis
Los
traductores somos como los payasos del circo clásico: nadie ha de notar que las
estamos pasando canutas ni demasiado bien. Una demostración de algún retazo de
nuestras vidas debe servir para corroborar que somos —mujeres y hombres— dandies modernos: cuando nos apartamos del
ordenador, nuestras vidas discurren entre congresos, concesiones de premios,
cursos de especialización, estancias en el extranjero becadas por gobiernos
cultísimos y paseos entre bouquinistas o por librerías con solera. Qué
decepción se llevan tantos —editores y lectores— cuando descubren que no somos
entidades místicas que se alimentan de la pura letra sino personas alcanzadas
por la realidad. Y por eso, procuramos que no quede huella de nuestras
tribulaciones en la traducción.
A lo mejor estamos traduciendo
los avatares de un par de bobas que, disconformes con el mundo, van a terminar
al cabo de 250 tediosas páginas de pueril pataleo punk estrellando un 4x4
contra un muro o contra una muchedumbre. Para que ese mensaje antisistema se
venda bien es imprescindible, paradójicamente, que el sistema funcione sin
contratiempos: alguien habrá fabricado el portentoso vehículo y lo habrá puesto
a la venta en un concesionario, entre muchos habrán construido esas carreteras
lisas para que las chicas díscolas decidan que se estrellan ellas y no las
estrella el pésimo estado del pavimento, alguien habrá diseñado el sistema de
semáforos y, por supuesto, toda la cadena editorial ha de ir como la seda; el
traductor entregará a tiempo pactado la novela y esperará dócilmente la
transferencia mientras el engranaje sigue su curso.
Si el resultado no está a la
altura de las expectativas del editor, la culpa no será de la falta de
concentración sino de la incompatibilidad ideológica: ¿cómo encontrar equivalente
verosímil a la memez que relata esta novela? Luego, el corrector hará de su
capa un sayo, con la aquiescencia del editor, y las dos protagonistas hablarán
como si hubiesen mamado de la Sorbona o de la Complutense. Sin embargo, la
jerga más o menos escatológica —que, no nos engañemos, constituye el señuelo
ofrecido al lector— se conservará adaptada a la gama vigente en nuestro país
(desde Argentina, lectores sagaces pondrán el grito en el cielo por la
incongruencia general del sucedáneo: benditos argentinos).
En otro momento, bajo nubes de
tribulación distintas, nos habrá caído en suerte traducir las memorias de un
simpatiquísimo editor francés que, por su edad avanzada, no está en condiciones
de ofrecer un texto tan pulido como los que han forjado su merecida reputación.
Da lo mismo: los hechos relatados y su personalidad bastan para interesar a
todo lector apasionado del siglo xx en Francia y del mundo de la edición
en ese país. Que la traducción es un oficio mal pagado se comprueba
precisamente con esta clase de textos, plagados de referencias a los títulos
que conforman la biografía profesional del protagonista, además de las
incontables referencias a hechos, personajes y lugares históricos; añádase que
las repetidas denuncias que jalonaron el trabajo del editor —que contribuyó a
modernizar el panorama literario por la vía de publicar a autores considerados
pornográficos y abyectos— dan pie a juicios y a sentencias emitidas desde
tribunales que han cambiado su ubicación y nombre entre la fecha de los
acontecimientos y la de la publicación de las memorias. Si todo esto no fuese
suficiente trabajo de pesquisa bibliográfica para el traductor, horas y más
horas que no suelen facturarse aparte, la autobiografía incluye extensas citas
de otros ensayos sobre la Liberación y la inmediata posguerra y hay que buscar
la versión española para decidir, considerada la extensión del fragmento, si se
transcribe o si se traduce de nuevo y ofrecemos la referencia bibliográfica en
nota.
Enviada la traducción, releída tantas veces que ya nos parece leer húngaro, esperamos la próxima etapa de revisión de las correcciones. Al cabo de muchos meses, llegan noticias del mundo real. Y ahí se corrobora que la traducción no es un mundo para dandies.
Enviada la traducción, releída tantas veces que ya nos parece leer húngaro, esperamos la próxima etapa de revisión de las correcciones. Al cabo de muchos meses, llegan noticias del mundo real. Y ahí se corrobora que la traducción no es un mundo para dandies.
Después de varios meses sin noticias del editor,
llegó un correo suyo donde ponía énfasis en que la traducción había sido
revisada con el libro delante. Chocaba el dato pues damos por seguro que es así
como se corrige. Advertía algo sobre un código de colores —amarillo y verde—
utilizado por la primera correctora, donde supuestamente solo lo subrayado debía
revisarse. Enseguida se hizo evidente que debía leer de cabo a rabo la
traducción o se publicaría una catástrofe firmada con mi nombre.
Días enteros se fueron en
recomponer el desaguisado y cuando, tras varias llamadas urgentes, el editor
devolvió la llamada, al saber del estropicio explicó que de la corrección
—dividida en dos partes— se habían ocupado dos amigas que habían trabajado «por
amor». Si el que lee estas líneas enarca las cejas será porque no está
acostumbrado a la expresión just for love —tampoco yo la conocía—, eufemismo
adoptado aquí para decir gratis.
Por amor corrigieron y con
triple salto mortal: sin el libro delante, sin saber francés, sin confiar en la
gramática española. Y salió lo que salió, confiados en que la traductora era
como esas madres que van, trapo en mano, repasando lo que ensucian sus retoños.
Siguió lo que los franceses llaman un échange verbal muy tenso donde no se negoció nada
porque nadie cedió. Apoyándome en el contrato y en la LPI,
no acepté regalar cuarenta horas más. El editor parecía creer que si alguien
puede trabajar just
for love, seguramente habría mucho más amor suelto, así que por qué pagar
tantas horas extra. El amor posee, como sabemos, una naturaleza sumamente
elástica. En resumen, los problemas reales del traductor profesional, por duros
que fuesen, le importaban un bledo al amoroso editor. Se lamentó de haber
pagado ya la traducción, sugiriendo así que, de no haberlo hecho, en ese
momento podría obtener, mediante ese turbio amor que era su marca, la revisión
de la segunda parte.
¿Y qué justificaba tanto
lamento? Empezando por lo mucho que la correctora se había entretenido
cambiando todas las comillas latinas tradicionales por las tipográficas. El
nombre de las instituciones y organismos franceses suele llevar la primera
inicial en mayúscula y las siguientes en minúscula; mantenemos esta norma para
nombres no traducidos, pero la correctora impuso la norma inglesa según la cual
todas las iniciales van en mayúscula: hubo que rectificar. Algún absurdo como cambiar
un sustantivo que no le gustaba y dejar tal cual el género del artículo y el
adjetivo que lo acompañaban sin respetar una regla elemental de concordancia.
Cambió adjetivos por otros que significan algo diferente y obligaban a la frase
a decir algo que no había escrito el autor.
Hubo muchos momentos de
desconcierto en que no lograba entender por qué subrayaba en amarillo
preposiciones correctas, expresiones hechas del todo inocuas, adjetivos tópicos
aquí y en el país vecino, de dónde surgían dudas que seguramente sólo ha tenido
ella y que habría podido solventar discretamente de haber consultado Google o
un buen diccionario enciclopédico. Planteaba interrogantes al lado de
expresiones que, con el original delante, desaparecerían al comprobar que convenía
simplemente reproducir lo que el autor dejó anotado. Por qué, si tanta era la
duda, no proponía alternativas que ayudasen a comprender qué le molestaba de la
frase. Abundaban las correcciones caprichosas o dejaba palabras señaladas en
verde que quedaban como discutibles pese a que el propio autor dedicaba páginas
a explicar el uso de tal palabra, como «indecible», entre otras. Detalle no
baladí considerando que uno de los temas de estas memorias es cómo, tras años
de batallar, ciertos términos y autores llegaron a ser aceptables en la alta
cultura.
A esto se añade que se
tacharan adjetivos o verbos sustituyéndolos por otros que no correspondían al
significado original («no me detuve a pensarlo» se cambió por «a
reflexionarlo»). Asimismo, al cambiar de lugar sintagmas o complementos, el
enunciado español decía algo distinto de lo que decía el autor francés. Por
supuesto, había un baile de comas de modo que desaparecían algunas
imprescindibles y surgían otras que, en su nueva posición, alteraban el significado.
Varias veces tuve que explicar en nota al margen de la página a qué se refería
el autor, como si existiese una disociación entre leer y entender el progreso
del tema tratado.
En suma, el juego de los
colores solo servía para dar cuenta del paso de la correctora por la página.
Cuando el estilo del autor es deslavazado, escrito a vuela pluma, y así ha
funcionado en francés, si para el lector español se prefiere una versión más
ensayística que periodística, siempre cabe pedir una muestra de traducción de un
capítulo. Pero es ésta una decisión arriesgada ya que ese estilo coloquial
puede equilibrar el cúmulo de datos, de anécdotas y valoraciones que, en tono
de ensayo, resultarían farragosos y distorsionarían la personalidad del
protagonista. En último término, no creo que pueda hacerse una edición acertada
de texto sin conocer el idioma original.
No hay comentarios:
Publicar un comentario