Pocas dudas quedan de que Andrés Ehrenhaus está bastante loco. Bastaría considerar la foto con ictericia que la editorial Malpaso utiliza para promocionar su último libro español. Sin embargo los locos a veces
tienen razón. Por eso, como modesto homenaje a su locura, subimos esta entrada,
previamente publicada en El Trujamán, el 9 de mayo pasado.
El bueno, el malo y el
¾
Lo
que voy a decir quizás no sea del agrado de todos, así que quienes no quieran
oírlo pueden dejar de escuchar ahora mismo.
Traducir
es cometer un daño, seguramente irreparable.
Conozco
traductores buenos pero ninguna buena traducción.
Conozco
traductores malos, y sus traducciones no son mucho peores que las de los
buenos.
La
diferencia entre un buen traductor y un mal traductor no radica, pues, en la
maldad de su labor sino en la melancolía con que uno y otro la sobrellevan. El
buen traductor sospecha de sí mismo; el mal traductor no sospecha jamás. ¿Por
qué? Porque no sabe hacia dónde debe orientar la sospecha. Cree que el
problema, el síntoma,
está en su trabajo, en su traducción, cuando no está ahí: las traducciones son
todas malas, a veces incluso horribles.
El
problema está en tratar de simular que eso no es así, que uno traduce bien, que el problema es o
está en el Otro, en el lector, en el crítico, en el editor, en otros traductores,
incluso en el autor. Cuando el síntoma está, justamente, en la incapacidad (la
falta de voluntad) para verlo. U oírlo.
Porque
otra diferencia crucial (y muy sutil) entre un buen y un mal traductor es el
oído de uno y otro. El buen traductor oye su error antes de verlo. El mal traductor, si
no lo ve, no lo percibe. Jamás esperará oírlo. Para el mal traductor, el oído
es un incordio. Es el enemigo inconsciente. Es el vehículo del miedo.
El
mal traductor preferiría ser sordo, y que el Otro también lo fuera.
El
buen traductor es bueno y malo a la vez, no se conforma con la duda cartesiana,
no conoce el sosiego, no sabría cómo llegar donde llega y sin embargo tampoco
sabría no llegar allí mismo, porque llega sin quererlo o bien queriendo no
llegar. El mal traductor necesita llegar siempre, solo se calma llegando, llega
en busca de calma porque cree que esa calma es la garantía de que ha traducido
bien… ¡¡cuando nunca se traduce bien, siempre se traduce amargamente mal!!
El mal traductor busca el
halago; el buen traductor lo teme.
El mal traductor nace; el buen
traductor se hace.
Por
lo general, el buen traductor y el mal traductor coinciden en el mismo envase:
son, para entendernos, una misma persona fiscal. Puesto que el bueno es, como
dijimos antes, bueno y malo a la vez y el malo es malo y malo, incluso los más
mejores de los buenos traductores suelen ser un cuarto buenos y tres cuartas
partes malos. De ahí la melancolía. Y los desastres de la guerra.
Qué se le va a hacer.
Qué se le va a hacer.
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