miércoles, 17 de octubre de 2018

"El arte de la traducción es a la vez tan exigente, tan humilde y tan sacrificado, tan generoso con todos sus beneficiarios"


Nacido en 1979 en Popayán, Colombia, Juan Esteban Constaín (foto) publicó en 2004 su primer libro, Los mártires, un conjunto de ficciones sobre escritores. En 2007 publicó El naufragio del Imperio, y en 2010 ¡Calcio!, con la que obtuvo el Premio Espartaco de Novela Histórica en la Semana Negra de Gijón. En mayo de 2014 salió El hombre que no fue Jueves, que lleva más de 4 meses en la lista de los libros más vendidos en Colombia. Es columnista del periódico El Tiempo, de su país, donde el 23 de agosto pasado publicó el texto que sigue.

Existen traducciones que nos salvan, 
pero dependemos de un azar,
y es que el traductor tenga talento.

Tengo un cuñado italiano, esposo de mi hermana, que vive aquí desde hace años y cuyo mejor amigo colombiano es un sueco que llegó al país al mismo tiempo que él, lo que quiere decir que ambos se conocieron y trabaron amistad cuando su español era todavía muy precario, porque lo era, casi telegráfico. Tanto que mi hermana les oyó una vez una festiva tertulia en la que ninguno de los dos tenía la menor idea de lo que el otro decía.

Un caso un poco más dramático y edificante, si se quiere, es el de una pariente de mi gran amigo Enrique Serrano, quien se casó con un coreano del sur con el que fue feliz casi toda la vida, y digo “casi” porque a ella, después de los años, ya al final, le dio por la idea insensata de aprender por fin la lengua de su marido: ese día se acabó el matrimonio, claro. En ese mismo instante se fueron a la basura décadas de dicha y de paz.

Hace no mucho leí en internet la anécdota de Andre Höchemer: un intérprete del alemán al español, y viceversa, que fue contratado por una viuda alemana para ir hasta Valencia, creo, donde se velaba a su marido. En esas estaban cuando apareció la amante del difunto a cobrar ella también su parte de las cenizas, lo que desató por supuesto una última guerra a muerte, nunca mejor dicho, entre las dos mujeres.

El pobre Höchemer tuvo que oficiar entonces como mediador en una escena dantesca a más no poder, porque además, muy a la española, o por lo menos muy a la valenciana, no solo intervinieron en ella esposa y amante sino también dos curas que había allí y la empleada de la funeraria, todos los cuales expresaban muy resueltos, claro, su opinión sobre el tema, llevando de aquí para allá los últimos restos del finado, alma bendita.

El traductor hizo lo que correspondía para calmar los ánimos en una situación tan compleja, y no solo trasvasaba del alemán al español y viceversa lo que iban diciendo esposa, amante, curas y empleada de la funeraria, sino que además mejoraba cada intervención o al menos la atenuaba, suprimiendo por ejemplo lo que pudiera resultar en exceso ofensivo para cualquiera de las partes, la Iglesia católica incluida.

No es la primera vez que algo así pasa, todo lo contrario: la historia está llena de equívocos y aciertos, muchos de ellos involuntarios o inesperados, que han nacido de la dificultad y el misterio que implica el hecho de cruzar la frontera de las lenguas: arrancar de cualquiera de ellas sus palabras para encontrar su sentido y su significado, su espejo, en otra cualquiera. Es el mito de la Torre de Babel, cómo no.

Y eso que hablo solo de la vida cotidiana y no de la literatura –que es la vida cotidiana hecha lenguaje y belleza, ahí está el problema–, donde ese abismo entre las lenguas puede llegar a ser irreparable. Claro: existen las traducciones que nos salvan, pero en ese caso dependemos siempre de un azar, y es que el traductor tenga talento: que sepa recrear en su idioma, intacto, qué contradicción, el espíritu de aquello que fue dicho en otro.

Por eso el arte de la traducción es a la vez tan exigente, tan humilde y tan sacrificado, tan generoso con todos sus beneficiarios: porque el genio de un autor, si es que algo así existe, si lo tiene, se revela de verdad solo en la lengua en la que escribe, y esa es una fatalidad de la que nos rescata el genio del traductor, tantas veces olvidado y mal pagado, en todos los sentidos de la palabra.

Por estos días he vuelto a un autor, Witold Gombrowicz, al que siempre he leído dichoso pero también con nostalgia: con la angustia de estar perdiéndome de su verdadera grandeza por no saber su lengua.

Y me digo que hay autores, los mejores, que son una razón suficiente para querer aprender la lengua en la que escriben.


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