“No soporto el lenguaje inclusivo,
Van a pasar
sobre mi cadáver
antes de que yo diga todes”
antes de que yo diga todes”
Un encuentro con Piglia en Los Galgos. Una conversación nocturna con Fogwill en Callao. Su acercamiento al
estructuralismo, o el día en que vio, a los 11 años, 2001: Odisea del espacio y no entendió casi nada. Trance (Ampersand),
el glosario autobiográfico, fragmentario, intermitente y discontinuo de Alan Pauls, anida recuerdos que disparan reflexiones,
preocupaciones y obsesiones que lo describen como lector. En tercera persona,
el escritor, periodista, crítico literario y cinematográfico cuenta por qué
lee, por qué no puede parar de hacerlo, por qué cree que la lectura es una
práctica anacrónica y cada vez menos ejercida y por qué está convencido de que
todo -y no solo los libros- se puede leer.
Pauls
estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, pero se formó como lector
mucho antes, en el secundario, y después, durante tres años en los que asistió
a grupos de estudio privados. Eran los primeros años de la última dictadura
militar. En esos cursos adquirió herramientas que le servirían para acercarse a
casi cualquier texto, un arsenal que comprendía
psicoanálisis, marxismo y teoría literaria. A los veinte años
pensó que podía dedicarse a la traducción, una tarea que reconoce como adictiva
y de la que le fascina hablar y se nota, pero de la que sabe que no podría
vivir nunca. "No hay plata que pueda pagar un trabajo así", pensó en
ese momento y repite hoy ante Infobae Cultura,
cuarenta años después.
—¿Por qué eligió la tercera persona para Trance, un texto tan personal?
—Es una
cuestión de pudor. La tercera persona me permite decir cosas que de otro modo
me avergonzaría decir o no las diría con tanta soltura. Es como una especie de
máscara muy simple y muy tonta, pero que produce un efecto muy eficaz: a mí me
libera. También me parece que poniéndolo en tercera persona de algún modo se
disuelve un poco la trampa del yo, que es siempre muy peligrosa en estos
libros. Porque es obvio que estoy hablando de mí, pero esa tercera persona ya
es de algún modo un personaje y yo me tomo todas las libertades que me puedo
tomar con un personaje de ficción. La tercera persona me coloca en el lugar
donde quiero estar para poder escribir un libro así, que es personal, pero que
perfectamente puede ser generacional o comunitario.
—¿Por qué el
formato de glosario?
—A mí me
resultaba muy difícil hacer un recorrido lineal de mi vida como lector, no veo
como muy posible escribir una identidad mía como lector. Cuando me pensaba en
términos de lector pensaba una cantidad de temas, situaciones, conceptos,
problemas, algo muy atractivo para mí pero muy atomizado. Y me parecía que
tenía que ser fiel a esa impresión. Me parece que el glosario o el orden
alfabético es como una formación de compromiso perfecta entre el caos, las
impresiones y cierta necesidad de orden para que ese caos cobre una forma
digerible. En ese sentido funciona, puede leerse en cualquier sentido, de
cualquier manera, empezando por cualquier lado.
—¿Por qué dice que la lectura es una práctica anacrónica?
—Creo es una
práctica lineal, una práctica de la continuidad, de la sucesión, de la
frecuencia. Es una práctica muy atemporal y me parece que cada vez más la
civilización tiende a la simultaneidad, al montaje, a la espacialidad. La
lectura exige ciertas inversiones que cada vez son más raras o cada vez tienden
a archivarse en nichos un poco minoritarios o desprestigiados. Esas cualidades
tienen que ver con eso, cierta concentración, cierta exclusividad, cierta
paciencia, cierta fe en lo residual, en algo que no necesariamente va a dar
frutos inmediatos. Creo que la lectura tiene mucho de residual, es una de sus
potencias. Tal vez los efectos más interesantes no aparecen a corto plazo sino
que van liberándose con el tiempo. Y todo eso es bastante anacrónico, por lo
menos ahora.
—En el libro
expone dos teorías sobre por qué se lee, si para escapar de una realidad o para
adquirir herramientas que le permitan cambiarla. ¿Usted qué piensa?
—Describo
esas dos ideas como las dos ideas dominantes sobre la lectura, los dos lugares
comunes. Leer para reunir, acopiar armas, incidir en
el mundo, y leer para escapar del mundo e inventar una especie de existencia
propia. Creo que no son incompatibles, me parece que más bien
son dos ideas solidarias. En general uno podría decir que primero viene una y
después otra. Uno podría leer para reunir armas y esa fase implica un cierto
apartamiento del mundo. Pero ese acopio de armas el único sentido que tiene es
volver al mundo para invertirlas allí. Para mí hay algo muy obvio en la
experiencia de leer que es efectivamente un cierto estado de abducción. En
ese sentido te corta, te separa. Pero me parece que es cierto también que en
esos mundos imaginarios en los que uno vive cuando lee hay tanta realidad como
en el mundo real del cual uno supuestamente quiere escapar. Es cierto también
que, como las buenas drogas, las buenas lecturas no te
afectan solo cuando estás sumergido, te siguen afectando cuando bajaste al
asqueroso mundo real, cuando pones los pies ahí y tenés que lidiar con lo real.
—¿Y las malas lecturas?
—Las malas
lecturas pueden producir muchas cosas. Buenas cosas. Soy tan creyente en la
lectura que creo que hasta las malas lecturas son benéficas.
—¿De qué manera?
—Hay en el
libro una defensa encendida de la lectura precoz, de leer cosas que no están
hechas para uno, para la edad que uno tiene o para el estado de madurez en el
que uno está. Defiendo mucho esa brutalidad. En general la pedagogía familiar
tiende a desaconsejarlo: "Esta película es demasiado para él". Creo
que lo único que hay que evitar es el impacto sin explicación, eso es lo único
que daña a los niños. Me parece que la
comprensión es algo que está muy sobrevalorado. Muchas veces lo que no se
comprende es lo que está haciendo efecto en uno cuando lee. Entonces
me parece que es importante preservar esa cuota de desproporción que hay entre
lo que uno lee y lo que uno es. Sin esa desproporción, creo que la lectura
puede ser una práctica muy satisfactoria, pero me parece que es algo
subversivo, radical y transformador cuando está esa diferencia entre uno y lo
que lee. Ese tipo de experiencias, haber visto 2001:
Odisea del espacio o haber leído a Cortázar a los 11 años, todo lo que no se suponía
que yo tuviera que leer o ver me produjo mucho desconcierto y descolocamiento.
No entendí nada probablemente, pero a la vez esa película y esas lecturas
fueron las que más me enseñaron. Me parece que habría que revalorizar un poco
más la incomprensión más que sobrevalorar tanto la necesidad de entender.
"Si un niño no entiende, le está haciendo mal". Creo que lo que le
hace mal es ver gente matándose, o una película porno. Cosas que tienen un
impacto que no tiene sentido. Si ese impacto no lleva consigo una especie de
explicación o nota al pie, creo que eso es lo que puede rayar a un niño. Pero
no algo que no entienda. Algo que no entiende es
algo que pone en juego el sentido, es muy importante no entender para que haya
sentido.
—Habla de libros y
películas en forma indistinta, ¿en qué sentido son equiparables?
—Yo empecé a entender que se podía
descifrar un objeto cultural a partir de las películas antes que los libros. De
hecho yo empecé a tomar contacto con el estructuralismo y la semiología a fines
de los 60 y principios de los 70 de esa manera. Yo fui un espectador muy niño,
veía las películas como las ve cualquiera, pero en el momento en que un objeto
empezó a cobrar cierto espesor fue con las películas, no con los libros. Y
empecé a contraer el vicio de empezar a desmenuzar, a recortar, a dividir, a
descuartizar películas. Había una colección de monografías de películas que yo
robaba de una biblioteca del colegio al que iba, eran cuadernillos que
analizaban la película de un gran director con un método muy rudimentario y
escolar, pero para mí fue muy importante. Me mostró que a las películas también
las podía leer como si fueran libros, que las secuencias eran como frases. Al
mismo tiempo, a mí como lector el cine me
enseñó tanto como la literatura, no reconozco diferencia de jerarquía entre una
cosa y la otra.
—Describe una
situación de inversión en la cual el lector se transforma en objeto de la
lectura, ¿podría explicar esto?
—Creo que leer efectivamente es una
práctica activa, muy activa, pese a que los militantes antiintelectuales
insisten en que la lectura es pasividad. Para mí la lectura es radicalmente
activa y en eso el gran maestro es Borges. Pero es también pasiva en el sentido
en que uno de cierta manera es irradiado por lo que lee. Uno está expuesto a lo
que uno lee. Y además porque me parece que el libro, o ciertos libros, te
acompañan y te ven cambiar como
lector. O sea que es el libro el que va mirando tu biografía como lector.
Eso para mí queda muy claro. Yo subrayo mucho los libros que leo y muchas veces
miro los libros que más leí, las cosas que anoté y el modo en que el libro
capturó los estados de mi vida. Y tengo la impresión de que cuando uno mira una
biblioteca que tiene cierto tiempo, la sensación que uno tiene es un poco de
que todo eso es medio testigo de tu vida. No solo son objetos sobre los cuales
uno se inclinó, leyó y estudió, sino que son también ojos que te miraron.
—¿Cómo entiende la traducción en relación con la
lectura y la escritura? En el libro las vincula en una sentencia, dice que el
traductor es alguien que escribe una lectura.
—Sí, un
traductor lo que hace es eso. Es escribir lo que está leyendo, solo que sus
lecturas tienen la peculiaridad de que traspapela una lengua en otra. Tiene una
exigencia de conversión que una lectura normal no hace. Me gusta la figura del
traductor por el tipo de proximidad que tiene con lo que lee, que es una
proximidad que creo que cada vez existe menos. Me gusta mucho esa microscopía
que tienen los buenos traductores y me gusta mucho el valor de sacerdocio que
tiene la tarea que hacen. Y yo mismo, como traductor no profesional pero
bastante asiduo últimamente, tengo esa experiencia. Tengo la sensación de que
un traductor es alguien que hace lo que hace no voluntariamente, sino más bien
respondiendo a una especie de llamado que viene de un texto que tiene que
traducir.
—¿Requiere más
disciplina traducir que escribir?
—Más que
disciplina, para mí traducir es una adicción. Una vez que empiezo, no puedo
terminar.
—¿Con la escritura no le pasa?
—No, yo
puedo perfectamente dejar de escribir días; podría dejar de escribir
totalmente. Y no puedo interrumpir una traducción. Solo la interrumpo si tengo
que comer, dormir o llevar a mi hijo al colegio. Hay algo de traducir que tiene
que ver con una misión, y escribir no es una misión, es un goce, un delirio,
pero no está esa relación de sujeción y de respuesta a un llamado. Hay algo
para mí en el texto que está escrito en otra lengua que pide ser traducido. Es
como si hubiera una voz encerrada en una mazmorra en el texto que golpea una
puerta de la celda y dice: "¡Tradúzcanme!". Algo que hay que liberar.
Y el traducir acude a ese llamado. Yo no siento eso al escribir. La traducción
dramatiza muy bien esa especie de duelo y a la vez de pareja de baile y a la
vez de relación de tensión y de deseo y de conquista que se pone en juego en
cualquier escena de lectura en la que uno se encuentra con un texto y algo pasa
ahí. Algo pasa que involucra comprensión, incomprensión, resistencia,
flexibilidad, encontrarle la vuelta, estrategia, deseo, guerra, conflicto…
—Usó el verbo convertir, sin embargo la traducción
es casi por definición algo incompleto o irresuelto, ¿no? Algo que parece
imperfecto.
—Sí, pero me
parece que ese es el punto de partida. Por supuesto, hay un sueño que es el
sueño imposible y es que sea el mismo texto en otra lengua. Pero de esa
imposibilidad deriva todo lo contrario de una impotencia. Lo que deriva es la
capacidad de hacer. Lo que uno valora como
grandes traducciones son traducciones de textos que uno cree imposibles de
traducir. La certeza
de que es imposible, de que nunca algo escrito en una lengua se podrá volcar de
manera satisfactoria en otra lengua es lo que pone en marcha la traducción. Y
efectivamente todo se puede traducir. La historia demuestra que absolutamente
todo se puede traducir. Lo más imposible también. Lo que me gusta mucho de la
traducción es que produce efectos muy interesantes cuando es mala, cuando
fracasa, cuando no es de calidad. Me parece que eso es algo muy interesante de
pensar y que tiene que ver un poco con la función cultural de la traducción más
que como experiencia de trasvasamiento de una lengua a otra. Muchos de los
libros que uno quiere y valora y considera geniales en términos literarios
están alimentados por malas traducciones.
—¿Por ejemplo?
—Arlt, por
ejemplo. Es muy sabida la relación que la escritura de Arlt tiene con cierta
traducción muy de la época, muy hispana de los clásicos rusos. Son traducciones
malísimas, versiones populares para ediciones populares. Son malísimas en el
sentido del estándar de calidad que uno académicamente le exige a una
traducción. Pero no tan malísimas en el sentido del modo en que hacen pasar las
cosas de un lado a otro. Cosas que quizás de otro modo no pasarían. Y eso me parece
que tiene que ver con una función vital de la traducción, que es que
efectivamente los traductores son
grandes contrabandistas. Muchas de esas interpretaciones
demenciales que hacían los malos traductores de Dostoyevski son probablemente
mucho más decisivas para Arlt que lo que hubiera sido una traducción elegante,
de calidad.
—¿Lee las
traducciones de sus trabajos?
—Parcialmente.
Las traducciones a las lenguas que yo conozco, pero no todas y no totalmente.
Me alcanza con leer algunos capítulos para saber si está bien, si me interesa.
Pero no pido yo mirarlas, en general me ofrecen. Muchas veces hay traductores
que quieren tener contacto con el autor, otros que no, otros que dejan las
dudas para el final, cuando la traducción ya está hecha. Y ahí me puedo dar
cuenta, por los problemas que me plantean, qué orientación tiene el traductor,
dónde encuentra dificultades en el texto. Muchas veces me ofrecen chequear,
pido un capítulo, lo miro y por ahí comento. Pero por lo general me entrego. No
soy muy de control freak, me
parece que hay que soltar. Salvo que vea cosas garrafales. Pero yo confío mucho
en las editoriales que publican mis libros, me parece que si compran un libro
mío no lo van a poner en manos de alguien incompetente.
—Por la complejidad que encierra la tarea de
traducir, pensaría que es un trabajo poco valorado. Al menos mal pago. ¿Es
así?
—Tenés que
ser un traductor muy top para que te paguen bien. Los hay pero son pocos y en
general el texto de los traductores es: "No me pagan lo que deberían".
Y creo que es así porque la industria nunca paga lo que debería pagar y,
además, porque es un trabajo que realmente no hay plata que lo pague. Es un
trabajo de un nivel de precisión y de dedicación… ¿Cuánto tendrían que pagarte
por traducir el Ulises de Joyce? ¿O En busca del tiempo perdido? Qué sé
yo. También hay algo que cambió mucho en los últimos 50, 60 años. En los años
60 los grandes editores en el mundo eran gente que leía tres idiomas mínimo,
eran capaces de armar un catálogo con escritores de por lo menos tres lenguas
ellos solos. Y después usaban traductores, editores y lectores que manejaban
otras lenguas para que los informaran sobre lo que pasaba en lenguas que ellos
desconocían. Esos editores se están muriendo o se están retirando. Hoy los editores no saben idiomas y no
quieren saberlos. No tienen esa cultura, no forman parte de ese paradigma.
Entonces empiezan a depender de otros en los gustos, en las selecciones y ellos
lo que se reservan para sí es, se supone, un cierto saber del mercado de la
industria, de lo que pega y lo que no pega, la tendencia y el marketing.
Los demás, editores y traductores, quedan con la tarea de buscar, descubrir
dónde está la literatura ahora. Y ahí los traductores empiezan a ser más
vitales que hace 40 años. Porque son ellos los encargados de convencer a un
editor de que tiene que publicar a tal escritor rumano, boliviano o argentino.
Por eso en este momento los traductores, que son una figura muy anacrónica, al
mismo tiempo son muy vitales. Son curadores, filtros, scouters y creo que también tendrían
que ser pagados por eso.
—Habla de la lectura como vicio, como algo
incontrolable. ¿Cómo se lleva esto con la selectividad? ¿Sigue siendo
desprejuiciado? ¿Lee muchos libros malos?
—En general
es raro que lea un mal libro. Si leo un mal libro es porque quiero, o porque
quiero escribir cosas horribles sobre el mal libro, o porque quiero entender
algo de ese mal libro que todos dicen que es bueno. Muchas veces lo que yo
llamo mal libro es un libro que a mí no me interesa para nada. Pero en general
tiendo a leer lo que me doy cuenta un poco por anticipado que va a componer
bien conmigo, que me va a inyectar algo que yo quiero, o necesito o con lo que
fantaseo. Hay escritores que me interesan pero que no me gustan, como Houellebecq.
—¿Por qué no
le gusta?
—No me
termina de gustar como escritor, no sé si termino de verlo como un escritor.
Por ahí lo veo más como una especie de satírico que en vez de hacer stand up lo hace por escrito. Pero es
un escritor que siempre me interesa. En un momento me pareció que se ponía más
en escritor con El mapa y el
territorio, y después leí Sumisión y
vi que volvió. Pero esa relación me gusta: me interesa pero no me termina de
gustar. Después hay muchas novedades que no se qué son cuando las empiezo a
leer. Sobre todo cosas argentinas, ahí hay mucha sorpresa. El libro de cuentos
de Magalí Etchebarne, Los mejores días, me produjo
mucha impresión y es un libro del que no sabía nada. No sé si soy
desprejuiciado, pero me parece que conservo una cierta curiosidad. No soy un
ávido, no soy Fogwill,
pero me gusta no saber lo que voy a leer.
—Señala que cada vez se lee menos y lo atribuye en
parte al avance de la tecnología, ¿por qué cree que es así?
—La gente me
parece que hace otra cosa cuando lee. Porque uno lee mucho, por ahí más que
antes. La gente está más ensimismada en textos que hace 20 años. Esos textos
tienen una forma en particular: en vez de decir por, ponen la cruz; en vez de
chau, el dedo. El emoticón forma parte del texto. Me parece que se hace otra
cosa cuando se lee. No estoy seguro de lo que se hace con lo que se lee en ese
caso, preferiría que el celular sirviera para otras cosas, pero la verdad no me
importa. No es una batalla que voy a dar. Me parece más interesante y más útil
dar la batalla por tratar de pensar que uno puede leer cuando hace muchas cosas
que no son reconociblemente formas de leer. Uno cuando le mira la cara a otra
persona la puede leer si quiere, cuando uno ve un cuadro también. O cuando uno
está en una situación equis de la vida cotidiana. Se puede leer todo el
tiempo, no hace falta leer libros.
—Entonces no fueron los teléfonos los que
desplazaron a los libros.
—No, me
parece que lo que sí contribuyeron los teléfonos y la computadora es que uno
sabe que lo que lee va a ser reemplazado en cinco segundos por otra cosa.
Cuando vos estás leyendo un libro y te empezás a aburrir pensás que si querés
leer otra cosa tenés que ir a la biblioteca, buscar… Es como un trabajo. Eso es
lo que está cambiando. Lo que está cambiando es
el tiempo dedicado a la lectura, la intensidad, la paciencia, la duración, lo que le pedís a lo que estás
leyendo. Todo eso está cambiando. Eso es algo que uno puede entrenar a sus
hijos a hacer en cualquier situación. Se dice: "Los niños no leen". El problema es que a los niños se los obliga a leer libros, a los niños
habría que estimularlos a que ejerzan la función lectura todo el tiempo en
cualquier lado, con tu cara, con la ropa de la profesora, con
la película que ve, con el noticiero de televisión… Leer quiere decir
concentrarse, dedicarse, entender, apoderarse, conquistar, asociar, relacionar,
durar, descifrar, descomponer y recomponer.
—Y todo eso
entiende que se hace cada vez menos.
—Me parece
que sí, está un poco out. Porque
es lento, es denso, es pesado. Porque es más interesante lo que viene a
continuación que lo que está pasando. Todo lo que está pasando es importante,
pero es más importante lo que lo va a reemplazar. Eso es así en tecnología y en
cualquier cosa, en las noticias también. Es importante lo que pasa hoy, pero es
más importante lo que va a pasar mañana. Me parece que va todo en esa
dirección: "Esto es un plomo…". Un poco como Macri. "¿Por qué
hay que hablar? ¿Por qué hay que dar discursos? ¿Por qué tengo que dirigir el
país?". Esa especie de fastidio que uno ve en los neo políticos.
—A propósito, lo leí preocupado por la crisis en un
artículo que publicó en Revista Capital.
—Sí, me
preocupa mucho. Te diría que hace mucho que no estaba tan preocupado. Me
preocupa por una razón muy sencilla. Cuando asumió este gobierno, yo en mis
mejores pronósticos pensé bueno, esta gente va a tomar el poder y en cuatro
años va a producir un país que va a profundizar la desigualdad, va a dejar
afuera de la sociedad al 50 por ciento de la población, pero el resto va a
flotar en una especie de relativa estabilidad, armonía a costa de exclusión,
expulsión, ceguera, etcétera. Pero ni siquiera eso. Lo que más me preocupa,
poniéndome en términos que ellos plantean, es que ni siquiera pueden asegurar
una sociedad estable de derecha. Ni siquiera desde el punto
de vista de la derecha este gobierno es un éxito. Esta es la
pesadilla total. Me decepciona que Macri no entienda que sus aliados no le van
a dar plata, me estremece de terror que el diagnóstico que el gobierno
hizo con respecto al interés que el capital del mundo tenía en
la Argentina haya sido equivocado. Me sorprende que los poderosos no tengan ningún
interés en llegar a ningún tipo de acuerdo. Nadie tiene la más puta
idea de qué hacer.
—Ya que
hablábamos de cambios en las maneras de expresarnos, le quería preguntar qué
opina sobre el lenguaje inclusivo.
—¿Todes,
decís? ¿Eso?
—Sí…
—Yo no lo soporto. Van a pasar sobre mi cadáver antes de que yo diga todes.
Me parece que no es ahí donde la lucha va a producir resultados. Por supuesto
adhiero totalmente a la causa, pero me parece que es un concepto un poco
ingenuo de la lengua, o un concepto un poco ingenuo de cómo las relaciones de
fuerza y de dominación se inscriben en la lengua. Además, digo, pensando en
eso, no me gusta como solución tampoco la arroba. Yo pondría i, todis. No sé,
alumnis, la i de unión. Ni siquiera está pensado, me parece. En todo caso, yo haría un gran congreso para discutir eso,
para discutirlo bien a fondo, políticamente y lingüísticamente.
Yo ni siquiera digo todos y todas cuando hablo. Digo todos y me parece que es
obvio que es un genérico y que no son hombres a los que me dirijo. Por ahí lo
doy por sentado porque sé que no soy machista y creo que lo que voy a decir a
continuación después de haber dicho "hola a todos" va a quedar claro.
Me parece como que si de repente todos saliéramos a la calle con remeras que dijera
"I love feminism". Lo puedo hacer, pero creer que eso va a producir
una transformación… Me parece que la lengua es mucho más compleja, más
maleable. Si hay estructuras de disparidad o
desigualdad están en otro lado, no en la marca gramatical de masculino o
femenino.
—Le quería preguntar por la cuenta de Twitter
que alguien creó con su nombre. ¿Cómo se enteró de su existencia?
—Me enteré
porque gente que está en Twitter me empezó a decir: "Che, leí un
comentario muy gracioso tuyo". Al principio no le di bola, vi el personaje
que habían creado, esa especie de monstruo vanidoso ridículo. Siempre tengo la
idea de que intervenir en eso es peor, pero en un momento los medios empezaron
a contactarme…
—Bueno, cuando fue lo de
su hija (NdR: en enero pasado Rita Pauls denunció que fue acosada
por Tristán y el fake del escritor publicó un comentario
que varios medios reprodujeron como auténtico).
—Eso fue el
colmo y ahí decidí intervenir. Pero unos meses antes La
Vanguardia, un diario serio de Barcelona, había hecho una nota larga sobre
escritores y Twitter y yo aparecía: "Alan Pauls, reconocido por su
actividad en Twitter…". Un delirio. Obviamente el pobre tonto de Twitter
que estaba haciendo eso se divertía, no es el culpable, el culpable es La vanguardia,que levanta los
tuits y los manda sin preguntarme ni chequear. Usan las redes sociales
como si fueran agencias de noticias, y ahí también hay un problema de lectura
muy contemporáneo.
Cuando pasó lo de mi hija, hice dos cosas: una vez que me engancharon unos
movileros lo aclaré y al día siguiente me metí para ver cómo era la pesadilla
para dar de baja la cuenta. Y fue muy rápido. En cuatro mails logré que le
suspendieran la cuenta. Y ahí conocí el delirio paradojal que son las redes con
la identidad y el anonimato. Estuve una semana para probarles a ellos que
yo era quien soy. Y para que alguien abriera una cuenta con mi nombre
no le pedían nada.
—Viendo cómo reconfiguran las redes las relaciones
humanas, ¿le interesan como tema para escribir ficción?
—Sí, me
interesa. De hecho estoy escribiendo una novela que tiene que ver un poco con
eso, Mercado Libre, call centers… Todas cosas que yo viví como viejo choto y me
interesan mucho en términos de rediseño, nuevos guiones de vida que van
apareciendo, nuevas formas de rozarse, tocarse, saber. Seguirse, la idea del
seguidor. Me interesa. Pero lo veo como un patólogo ve una especie de torso con
un tumor… De una manera cronenbergiana.
No entiendo nada, pero me gusta no entender porque pesco ciertas deformidades
que me interesan en términos narrativos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario