Hasta aquí ha habido algo así como una semana de discusiones a propósito de diversos temas que tuvieron como centro a) la ilusión del panhispanismo y b) la responsabilidad del traductor a la hora de tomar decisiones.
También hasta aquí participó una serie de traductores muy calificados, tanto de España como de la Argentina; entre otros, Juan Gabriel López Guix, Maite Gallego, Carlos Fortea, Andrés Ehrenhaus, Jorge Aulicino y Julieta Lionetti. Es de desear que a ellos se sumen muchos otros.
Promediando el debate, el Administrador intentó realizar un resumen de las cuestiones que se trataron, de lo que resultó una lista, que se transcribe:
a) Hay una dimensión política de la traducción que tiene que ver con
-1) las decisiones del traductor en relación con la propia modalidad de la lengua y
-2) las decisiones editoriales, que no siempre se apoyan en hechos meramente económicos, sino también lisa y llanamente políticos (cfr. la muy buena ponencia de Marietta Gargatagli en este mismo blog, cuando el simposio del castellano neutro y el negocio que se esconde detrás de los intereses por instalar métodos de aprendizaje del castellano con el único sesgo del "español de España").
b) Hay una aparente imposibilidad de traducir el lenguaje de la intimidad (formas coloquiales, argot, etc.) a un castellano único, por lo que corresponde que cada cual trabaje con el material que tiene más a mano, sin por ello ofender a nadie.
(Apostilla: acá, irremediablemente, se choca con lo que quieren las editoriales, por lo que la ilusión no funciona.)
c) Hay una posibilidad de deslocalización de formas muy particularmente locales, apelando a la buena voluntad del traductor, el diccionario, etc.
ch) (¿Se acuerdan de la ch?) Hay una necesidad manifiesta de equiparar, cuando esto sea posible, la lengua a la que se traduce con la lengua a la que se escribe, siempre y cuando esto no cause violencia en los textos, para lograr que tanto los entendidos como el público sean conscientes de la jerarquía a la que puede aspirar una traducción.
d) Hay que tratar de que todas estas cuestiones se debatan sin la menor sospecha de nacionalismo (Borges se refería a esa lacra como "la manía de los primates"), viendo la circunstancia geográfica como un accidente antes que como una razón última de cortocircuitos entre pares.
f) Hay que remitir lo más que se pueda a las cuestiones estilísticas.
A esto, Maite Gallego sumaba:
g) la necesidad de rebelarse ante las imposiciones de ciertas editoriales.
Algo después, Jorge Aulicino y Andrés Ehrenhaus introducían un nuevo sesgo:
h) la diferenciación de los traductores “profesionales” –vale decir, los que se ganan la vida traduciendo por un pago– de aquéllos que lo hacen por mero placer, con la misma profesionalidad que los primeros, pero sin tener que lidiar con los problemas de índole administrativa con que se las ven quienes viven de traducir. En este punto, hubo otro intercambio de opiniones sobre lo que es traducir, desde una perspectiva filosófica e incluso abstracta, y lo que es hacerlo dentro del contexto de un mercado que paga por ese trabajo.
Como se ve, son muchos temas distintos, por lo que, me parece, se pueden ir discutiendo uno por uno en sucesivas entradas, algo que, desde ya, se propone. No obstante, algunos temas me parecen menos inmediatos que otros. No es que no tengan la misma importancia, sino que se prestan, en todo caso, a reflexiones de índole incluso metafísica y, la verdad, la experiencia revela que si los traductores a veces parecemos estar metafísicos es porque tenemos hambre.
Según se discuta desde una u otra orilla, hay un punto en el que irremediablemente se tiene la sensación de que por más buena voluntad que se ponga el diálogo comienza a ser de sordos. Me explico y para ello voy a recurrir a una serie de ejemplos y datos, muy transparentes y claros desde Latinoamérica, pero que a veces parecen no tener la misma importancia desde España.
Para comenzar con un ejemplo nítido: los Estados Unidos tienen una industria cinematográfica de la que viven miles de personas. España o la Argentina, no. Ambos países dependen de capitales privados, sí, y también de subsidios estatales para producir películas. A la hora de competir en los mercados internacionales, resulta poco menos que imposible que los países periféricos a la industria central tengan las mismas oportunidades. Por otro lado, si en los Estados Unidos fracasa una película en la que se invirtió más plata de la habitual, peligran cientos de puestos de trabajo. En cambio, si una película argentina o española no tiene los suficientes espectadores, a lo sumo es el Estado el que tendrá un déficit en su balance. Pero no mucho más.
Esto, me imagino, tanto un español como un argentino pueden entenerlo perfectamente bien.
Transportando ese ejemplo al mundo editorial, España tiene una industria pujante, que ocupa a cientos de personas, cosa que no ocurre en la mayoría de los países latinoamericanos donde las editoriales suelen proceder casi artesanalmente. Hay, a lo sumo, alguna que otra editorial mediana y filiales de empresas multinacionales españolas (aunque en muchos casos España es apenas una excusa para capitales extranjeros) que dominan los pequeños mercados de Latinoamérica, manteniéndolos absolutamente parcelados. ¿A qué me refiero? A que, aunque Alfaguara, Planeta y Random House Mondadori, al menos en la Argentina, tengan el 60% del mercado editorial, no distribuyen a los autores publicados en la Argentina en otros países ni a los de otros países en la Argentina, excepción hecha con España. Entonces, si un autor publica en las casas centrales de esas editoriales, todas situadas en España, se asegura su distribución latinoamericana. Tal es así que, cuando uno busca un libro publicado por Alfaguara Argentina en la Feria de Guadalajara o en la de Santiago de Chile, tal libro no existe, salvo que llegue a través de la Cámara del Libro de Argentina o de su par chilena. Pero atención: no llega al stand de Alfaguara, sino al de las cámaras en cuestión y con cuentagotas. Por caso, y a modo de ejemplo, Juan José Saer, acaso el escritor argentino más importante después de Borges, no se distribuye en las librerías mexicanas porque la filial de Seix Barral en ese país no lo importa de la filial argentina. En consecuencia, Saer, en México, no existe.
Se comprenderá entonces que las filiales prácticamente no traducen y por lo tanto inundan el mercado latinoamericano con traducciones realizadas en España.
Acá podrá argüirse entonces que las editoriales latinoamericanas independientes deberían comprar los derechos de traducción para que haya traducciones locales en cada país. La respuesta es que se hace en la medida en que se puede, porque las grandes editoriales españolas y los agentes internacionales instauraron la moda de la venta de derechos “para la lengua castellana”, haciendo que para un mediano o pequeño editor latinoamericano resulte prácticamente imposible competir con su par español a la hora de ofertar por un libro. De hecho, a veces se da el caso de un autor comprado en bloque por un agente español, que luego vende parcelados los derechos a los distintos países, condicionando las tiradas y la distribución. En todas estas circunstancias, quienes traducen para la industria editorial española no tienen arte ni parte y mucho menos culpa alguna, pero sí bastante en qué pensar porque, al fin y al cabo, su traducción será prácticamente la única que se leerá en todo el ámbito de la lengua española y eso conlleva responsabilidades.
Yendo un poco más a fondo, a los primeros datos, tratemos de sumar otros igualmente pertinentes. Por ejemplo, qué tipo de mercados existe en Latinoamérica. En México, el 70% de los libros que se publican están subvencionados por el Estado mexicano, el cual, a su vez, los compra, creando la ficción de una producción enorme que, finalmente, no vende entre el público. Si esta estadística parece exagerada, contémplese que México, un país con 70 millones de habitantes, tiene apenas 250 librerías (vale decir, menos de un cuarto que la ciudad de Buenos Aires, con 2 millones y medio de habitantes y, si consideramos los suburbios, con apenas 14 millones). Esas librerías mexicanas están ubicadas exclusivamente en 5 estados y sólo en ciudades con más de 500 mil habitantes. En otros lugares las cosas son peores: todo Chile tiene sólo 100 librerías; todo Perú, apenas 30 (20 de las cuales están en Lima). Señalo que son estadísticas oficiales y no cifras caprichosas, pero de todas ellas se podrá inferir cuál es el porcentaje de libros que se traducen.
Se trata de fealdades, de hechos del mercado y, como dirían Aulicino y Ehrenhaus, de consecuencias directas del capitalismo. Por lo que resulta claro que los traductores que realmente se consideren “humanistas” debería realizar una serie de consideraciones, acaso accesorias en otro contexto, donde –estamos de acuerdo– no serían pertinentes. De ahí entonces la necesidad de volver atrás y reconsiderar que este debate tiene que realizarse con todo esto en mente y no en un mundo ideal donde los giros locales pueden deslocalizarse y todos contentos. De eso también vamos a discutir, pero tal vez donde sea más lógico hacerlo.
Como última consideración, quiero agregar que no se trata aquí de uniformar lo que unos y otros hablamos y escribimos, creando la ilusión de un discurso único, sino de buscar la manera de incluir al otro sin atentar contra nuestras convicciones íntimas sobre la lengua y nuestros intereses laborales. Me parece que a esto también se refería Juan Gabriel López Guix cuando hablaba de evitar los nacionalismos y considerar los problemas de la lengua a la que se traduce en términos estilísticos. Entiendo que sea difícil y, por momentos, hasta incómodo, pero hacerlo es honesto y solidario. Y todos necesitamos de la solidaridad de todos.
El debate, entonces, va por este andarivel y no por otro.
lunes, 22 de febrero de 2010
Consideraciones para propios y ajenos
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veamos a ver, que yo me entienda: ese andarivel es el de la traducción que, hecha o no para la industria hegemónica, vaya a leerse en más de un mercado, es decir, por hablantes de los distintos castellanos del orbe?
ResponderEliminaren otras palabras y para ponerle un título pomposo: tentaciones y responsabilidades del traductor panhispano?
Exactamente, Andy. De ese tipo de traductor estamos proponiendo hablar. Y, más específicamente, de sus responsabilidades, con la idea de que las respuestas no se limiten a que la única responsabilidad que el traductor tiene es para con la propia lengua, etc.
ResponderEliminarbien, pues monos a la obra, como suele decirse.
ResponderEliminarhace años, unos cuantos de nosotros, con matilde horne a la cabeza y otros desnaturalizados como el ínclito cohen, marcial souto, carlos peralta (que traducía en una lanchita anclada en la costa turquí de formentera), silvia komet y yo mismo, tradujimos bastante ciencia ficción y de la buena para minotauro, cuando todavía pertenecía a su legendario creador, paco porrúa. paco tenía un código básico, que consistía en dos reglas muy sencillas: 1) nunca usar el verbo "coger", en ninguna de sus acepciones; y 2) elevar el registro de los insultos, de manera que no exigiesen caer en el localismo. todo lo demás era discutible o negociable.
ojo: paco no era en absoluto un recién llegado a la edición, tenía (y tiene!) en su haber descubrimientos como el de "cien años de soledad" o tolkkien, por nombrar sólo a dos pesos pesados, y ya se había ganado a un amplio sector de público lector en argentina y otros países hispanoamericanos antes de abrir mercado y establecerse en españa.
por supuesto, sabía lo que (se) hacía, y mucho de lo bueno pero menos vendible que publicó durante esos años se financió con lo bueno pero más vendible (i.e., el señor de los anillos) que tenía en catálogo. pero, a pesar de saber que el principal filón, del que su editorial literalmente vivía, era el mercado español, paco nunca renunció a editar para hispanoamérica, es decir, a traducir (y muchos de los libros de minotauro están traducidos por él, casi siempre con algún seudónimo) también para el lector americano.
ojo otra vez: no digo con esto que el secreto de todo esté en el decálogo menos ocho de paco porrúa, sino que esa exigencia, que solíamos tomar por un capricho o una fobia no siempre justificados, contribuyó a que, al menos cuando traducíamos para él, nos sintiéramos traductores panhispánicos en un medio que a menudo nos exigía todo lo contrario: ¡mucho cuidado con los americanismos, que a vosotros se os cuelan sin que os déis ni cuenta! (sobre todo porque la enorme mayoría eran -y son!- expresiones castizas de pura cepa).
creo que esa panhispanidad a la que nos proponemos darle vueltas es más difícil de percibir (y entender) desde la hispanidad que desde el pan.
Me voy por un desvío del andarivel (en la acepción del Ecuador y el Perú)
ResponderEliminarNo sé si es un desvío o es un caminito de montaña que mira desde más arriba de la ladera.
En plan preguntas muy breves (tras alabar grandemente la extensa y excelente exposición de Jorge):
1.- ¿No interiorizamos y asumimos de esa forma, en plan autocensura, la censura de las editoriales? Que hoy en día va en el sentido de censurar al traductor americano, cierto es, no al español. Pero ¿no es el mero hecho de la censura no admisible en sí y no se trata acaso de combatirlo en vez de generalizarlo?
2.- ¿No hay -ya que salió esa comparación antes- un poquito de cenicientez inconsciente en el lector americano?
3.- Por el andarivel iniciado ¿no acabaremos dando vueltas en redondo en vez de subir un peldaño -o varios- y trascender una situación, que sería mejor que intentar ponerle parches?
Intento, responder a tus preguntas, Maite, con lo que espero interpretes la mayor cordialidad, para seguir escalando la ladera:
ResponderEliminar1- La censura no es admisible, correcto. Pero, en caso de no aceptar las reglas que se imponen desde España, tampoco hay trabajo y muchos de nosotros pretendemos, siquiera dos veces al día, darles de comer a nuestros exigentes hijos que pretenden leche, carne, verduras y otros artículos igualmente suntuarios. Es probable que la censura lingüistica no se haga presente si uno es empleaado bancario o mecánico dental, pero si uno traduce tanto para editoriales españolas como para las filiales locales de esas mismas editoriales, se topa con el problema, con lo que se vuelve al dinero, los hijos, sus estómagos, el Nesquick y las galletitas.
2- No me queda claro a qué te referís con lo de "cenicientez inconsciente en el lector americano". No conozco lectores americanos que protesten ante las traducciones de Miguel Sáenz o de Juan Gabriel López Guix o de las tuyas mismas, pero sí a muchos que no pueden leer un libro traducido por Martínez-Lage sin pensar que fue estafado. ¿Existe alguna relación entre él y los cuentos infantiles?
3- La única forma de subir los peldaños que sean y trascender esta situación es haciendo conscientes a los traductores de uno y otro lado del Atlántico que, al menos al traducir profesionalmente, es necesario considerar a otro tipo de lectores distintos de los que uno conoce en el barrio. Es probable que ése ya no sea un problema de tu generación que, como dijiste en una entrada anterior, se educó con libros de otras latitudes. Pero sí es un problema para los jóvenes a quienes se les inclulca un único modelo de lengua. ¿Es tan difícil de comprender? Insisto: no se trata de un gran sacrificio, sino de pensar opciones a la hora de realizar nuestro trabajo. Puedo asegurar que no hay allí daño estilísitco alguno.
Finalmente, dado que el castellano que se escribe en la Argentina es, léxicamente hablando, tan diferente del que se escribe en México, Colombia o Chile, ¿no te pusiste a pensar, querida Maite, por qué no hay quejas en relación con esas variantes y sí respecto de las españolas? Te aseguro que no se trata de espíritu de cuerpo. Estamos, precisamente, discutiendo todo esto porque los traductores de Latinoamérica confiamos en que nuestros pares de España entienden y son los primeros aliados que tenemos que tener a la hora de cambiar un mal hábito, así como nosotros somos los principales aliados que ustedes pueden tener a la hora de rechazar tarifas miserables que podrían significar la pérdida de trabajo para los traductores españoles.
La cordialidad es evidente, natural e inevitable por ambos lados.
ResponderEliminarMañana contesto, que ahora mismo voy fatal de tiempo.
querido jorge (fonde): en respuesta a tu convocatoria a quienes hasta aquí participamos del debate, corriendo cada quien por su carril, como es inevitable, te digo y digo que ya que en tu planteo -y en general- aparecen el hambre de los traductores, las tarifas miserables y otras penurias estrechamente ligadas a cuestiones geopolíticas, metafísicas y estilísticas, prefiero no seguir participando. No soy profesional, como sabés y sabe Andy y otros amigos, y me va sonando casi indecente que yo opine sobre algo en lo que a ustedes les va la vida. Aclaro: yo mencioné las quejas de Cenicienta, no la "cenicientez", que me parece una creación verbal bastante fea en realidad. Vamos, yo también voy a defender el copy...
ResponderEliminarCariños a todos
Querido Jorge (Aulicino):
ResponderEliminarEl hecho de que no seas traductor profesional
–vale decir, que no cobres por tu labor como traductor–, no sólo no invalida tus opiniones, sino que les agrega un matiz a mi gusto interesante.
Por esa misma razón, como muchos otros, he celebrado tus intervenciones cada vez que participaste en el debate. De hecho, creo que perfectamente podés seguir haciéndolo porque la cuestión de la profesionalidad sólo se relaciona con una parte de los que estamos discutiendo –la administrativa–, que, por otra parte, vos también conocés dados los muchos años que llevás trabajando en el periodismo cultural.
De todos modos, como creo quedó expuesto, el problema que discutimos es mucho más amplio y, traductor profesional o no, creo que también te compete. Te pido entonces que reveas tu renuncia a este diálogo colectivo y te sientas plenamente autorizado a participar en la discusión, que tu presencia hace falta.
Vengo siguiendo el tema y el debate desde el principio, y me parece que, mientras los traductores nos preocupamos por “a qué español traducimos” (¿se acuerdan de cuando no hablábamos español, sino castellano?), el problema clave pasa por otro lado, que de alguna manera también se ha mencionado por aquí, y que se trata de eso que algunos (los que tienen la sartén por el mango y el mango también) llaman con toda pompa “industrias de la lengua”. Quieroecir, me temo que lo que le pasó al Gerardo va a pasar cada vez más, y cada vez más marcadamente, porque para que el reino de don Juan Carlos pueda seguir controlando los hilos de la industria editorial en castellano, necesita de la existencia de un idioma sólido y solidificado, sin excesivas variantes (esas que los traductores a uno y otro lado del Atlántico tanto amamos, porque son las que hacen que el idioma sea realmente vivo, las que hacen que nos represente y nos signifique en lo profundo, y no meramente nos comunique en lo superficial), y en lo posible sin variantes en lo absoluto. De hecho, en ese sentido vienen trabajando las cacademias de la lengua (no solo la RAE, sino también sus representaciones virreinales americanas, claro), las instituciones educativas (es un decir) como el Instituto Cervantes, y sus puntas de lanza mediáticas como la Fundeu. Todas esas instituciones están intentando imponer un modelo de lengua único por razones exclusivamente económicas, comerciales. ¿O vamos a pensar que el BBVA y Telefónica ponen guita en proyectos de ese tipo por su pasión por la lengua? Les conviene, necesitan, que el español sea uno y único (nada de uno y trino) para poder manejar centralmente todo el negocio, que no es solo el editorial, sino también, por ejemplo, el de la enseñanza de la lengua (para la enseñanza del castellano en Brasil, país vecino de la Argentina y que integra junto a esta el Mercosur, ya hay varios convenios firmados… ¡con el Instituto Cervantes de Madrid!, y algo similar se está cocinando en los Estados Unidos, un “mercado” con cuarenta millones de hispanohablantes). Por todo esto, mucho me temo que el problema no pasa por los deseos y los esfuerzos de los traductores, sino por las políticas lingüísticas que se implementan (o dejan de implementar) en nuestros países, y, básicamente, por la presión imperial que se ejerce desde el otro lado del Atlántico, disfrazada de “panhispanismo” y con payasescos congresos de la lengua como el que pronto se celebrará en Chile. Digo yo, bah.
ResponderEliminarMiguel, tu argumentación es la misma que expuso, con lujo de detalles, cifras y estadísticas, Marietta Gargatagli el 6 de noviembre pasado, durante el simposio que el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y el Centro Cultural de España realizaron alrededor de la utopía del castellano neutro.
ResponderEliminarAviso que quien quiera verla en directo puede acceder sin problema, buscando en el Google http://www.ustream.tv/recorded/2490915.
Un saludo cordial.
Bien, ya que me concedés la venia que no acalla mis escrúpulos, Jorge f., recomienzo por tratar ayudarte en el ordenamiento del debate. Según lo veo, se discuten tres cosas: la posibilidad de una pan hispanidad de la lengua, como dice Andy; la cuestión del mercado; los aspectos estilísticos de la traducción. A esto, Wald acaba de agregar, o más bien subrayar algo apenas esbozado: el sesgo imperial, en todo sentido, cuyo eje es cultural (pero en torno a ese eje, de acuerdo con Wald, giran otros negocios). Por otro lado, está el papel de escribas sometidos a pautas precisas que algunas editoriales fijan o quieren fijarles a los traductores profesionales (dentro de lo cual son tratados como meros bajateclas, puesto que los contenidos los decide más la editorial, con su política idiomática, que incluso los autores: el engaño al que fue sometido, o se dejó someter, Salinger, mencionado muy al principio de este debate, es sintomático: un autor extranjero, por ignorancia o indiferencia, aceptó la chapuza de que "El guardián en el centeno" era una buena versión del contenido del título de su obra; de este modo han de ser timados numerosos autores célebres hoy en día).
ResponderEliminarLo que personalmente he discutido es más que nada el aspecto estilístico. Lo resumo: un personaje de ficción, ya sea el personaje de una novela o de un poema dramático, o aquel "yo" que escribe un poema lírico, si son ingleses, alemanes, checos o chinos, no pueden hablar como un personaje madrileño, porteño o nicaragüense. En este sentido, creo que debe moverse el registro unos grados hacia cierta pan hispanidad que mantenga la ilusión de que el personaje, o el narrador de cualquier texto, es el que nos está hablando en el texto, desde Londres, Praga o Pekín (o deberé escribir Beijín?) Pero tenemos problemas cruzados aquí también, Watson. )sigue(
)continúa: el servidor no admite más de 4000 caracteres(
ResponderEliminarEl libro "A Coney Island of the Mind", un texto fundamental de la poesía norteamericana (o debo de escribir estadounidense?) del siglo pasado, es no muy comprensible en su traducción literal, por lo que fue traducido en la Argentina como "Un parque de diversiones en la mente", pues a esto refiere: refiere, digo, al parque de diversiones que solía haber en Coney Island. Dicen que esta traducción contó con el beneplácito de Ferlinghetti, que sabe poco o mucho, de castellano (bien Ward: o debo decir español?). Bueno, en Chile el libro fue traducido como "Un parque de entretenciones en la mente", porque ese término, absolutamente local, o al menos, relocalizado, para los chilenos es no sólo válido, sino, además, oficial: el registro familiar que tuvo al comienzo, se ha borrado. No sé para los españoles: para los argentinos, entretenciones suena complicadamente estúpido. Entonces, se puede muy bien abogar en favor de que la temperatura coloquial, la intimidad del lenguaje de Joyce, por ejemplo, es intraducible, como la música en poesía, pero chocamos aquí con que cada provincia de la ex metrópolis tiene distingos no muy claros entre lengua literaria y lengua coloquial. Di el ejemplo de la lejía: en Buenos aires, la palabra no significa nada. La lengua coloquial creó el argentinismo lavandina, que era la marca más popular con que se vendía el cloro. Es imposible que hoy un argentino entienda que la lavandina no existe en España, México, Chile, etc. Es como las entretenciones de los chilenos, y, supongo, como el "tío" de los españoles. Entonces, la cuestión nacional, relacionada con esto, debe de resolverse con la mayor amplitud y conocimiento del que disponga un traductor para deslocalizar, no para hacer más castiza o correcta, la lengua de origen. Pero no podría un traductor, por decidida que fuese su política estilística, o amplio su conocimiento, evitar la cuestión nacional. Y a la cuestión nacional hago elogio, si es bien entendida. Más allá de la maraña léxica, existen, estoy seguro, unas formas nacionales, tan de base, que ningún lector podría distinguir en ellas marca local explícita. De esto se ocuparon en la Argentina varios autores fundacionales, desde Echeverría y Sarmiento, hasta Borges. Todos ellos inventaron un lenguaje argentino... que pasa ante nuestros propios ojos como universal. Ese lenguaje invoco, en una traducción, como a una deidad desconocida. Voy a citar a un autor cuyo nacionalismo en otros aspectos es chocante y reaccionario. Al referirse a Sarmiento, dice Marcelo Sánchez Sorondo, en "La Argentina por dentro": "…en sus manos la lengua castellana de los antepasados fundadores que se conservaba en los hogares sanjuaninos con la pasiva fragancia de una tierra virgen se convierte en el lenguaje atrevido, más osado, menos fácil, menos convencional de los argentinos y de los españoles americanos." Si tal cosa existe -y ya sabemos cuántas nociones de identidad van ligadas al idioma-, me enorgullece toda traducción que un argentino haya hecho de una obra universal, siempre que no la haya nacionalizado de manera tan burda que lo lleve a hacer hablar de vos a los personajes de Chejov, o a traducir "go, go, said the bird" como "rajá, rajá, dijo el pájaro".
¡Diantres, Jorge! Obligásteme a ver el video (¿o debería decir “vídeo”?) de la charla de Marietta, para ver si ella era yo o viceversa. Y he comprobado que no: yo no tengo sacos (¿o debería decir “chaquetas”?) blancos. Por otra parte, ella sabe denserio, y yo soy apenas un diletante de rioba. Por lo demás, Marietta habla básicamente de historia, y a mí lo que me preocupa es el presente y la proyección a futuro. Un par de detaglies que, a propósito de su charla, quisiera mencionar: habla ella de Juan María Gutiérrez, y por esas curiosidades de las casualidades ayer mismo, 23 de febrero, compré (en la Avenida de Mayo, a media cuadra de Florida), en mesa de saldos, un broli maravilloso titulado “Cartas de un porteño”, que cuenta del rechazo del tal Gutiérrez a las ambiciones de la RAE de cooptarlo (¿es demasiado contemporánea la palabra?) y sus argentinos motivos. ¡En 1875! Recomiéndolo sobremanera a la feligresía (entre otras cosas, por la excelente introducción de un viejo amigo, Jorge Myers... y por el precio: 19 mangos). Otra de las curiosidades es que ella habla con cariño y respeto de Amado Alonso, por el aprecio que por él sentían sus maestros, y a mí me pasa algo parecido, ya que el único tipo al que puedo llamar mi maestro (Nicolás Bratosevich) fue alumno del tal Alonso y siempre habló de él con devoción. Por lo demás, permítaseme insistir en que mi preocupación pasa por las ambiciones imperiales del presente y los intentos de ahogar los distintos castellanos que pueblan nuestra América (y, sin duda, también los castellanos de territorios de la propia España, como Andalucía). Quisiera, shaquestoy, citar palabras del poeta y narrador colombiano Álvaro Mutis, que me resultan de una belleza y una claridad absolutas: «Todos pedimos normas, pedimos una censura, pedimos crear un cauce a un ser vivo como es un idioma que está viviendo su propio destino. Creo que es muy meritorio lo que estamos haciendo, pero es de una candidez y de una ingenuidad realmente conmovedoras. No vamos a poder detener el proceso de anglicización (perdón por esta palabra tan espantosa) del idioma en la frontera mexicana; no vamos a poder, como no pudieron los latinos detenerlo en las Galias y de ahí salió ese milagro prodigioso que es la lengua francesa. Estamos frente a un ser vivo cuya corriente nos está arrastrando, y nosotros somos como pequeños corchos. Imagínense que esos corchos que flotan y se revuelcan en la corriente intentaran normalizar o encauzar esa corriente. Vivamos el idioma como una cosa viva; no tengamos este pudor, este temor de quitarle pureza, que es plausible y es, me parece, de muy buena intención, pero muy ingenuo. No vamos a poder cambiar el idioma. Probablemente desaparezca. Desapareció el latín en el que escribieron Horacio, Virgilio y Tácito. Pues se acabará un día el español y todas nuestras intenciones serán de una inmensa ingenuidad». ¿Que cómo ha de resolverse esto en nuestra tarea cotidiana como traductores? Pues no lo sé, pero me parece que no podemos dejar de tenerlo en cuenta en cada momento, ante cada elección lingüística que hagamos.
ResponderEliminarY ya me fui de largo otra vez, che. ¡¿Será posible?! Sepan disculpar.
Dos detalles, Miguel:
ResponderEliminar1) habrás visto que toda la polémica tiene entre sus etiquetas "a qué castellano se traduce" y no "a qué español se traduce". Es, por si no se notó, una cortesía para con nuestros amigos gallegos, catalanes, vascos, mallorquíes, valencianos, etc.
2) no te voy a pedir que vuelvas a ver la participación de Marietta, pero creeme que no habla de historia pasada, sino también de historia presente. De hecho, ella se encarga de hablar del negocio que se esconde detrás de los fallidos intentos de venta a Brasil de los métodos españoles de aprendizaje de castellano y también del negocio de enseñarle castellano a los estadounidenses... cuando ya hay varios estados bilingües por prepotencia de los inmigrantes latinoamericanos. De todo eso, Marietta también habla, acaso con menos vehemencia que nosotros, pero con montañas de documentación que la respaldan.
En otro orden, muy buena tu cita de Mutis que, curiosamente, me recordó el primer día de clase de Gramática I con la profesora Ofelia Kovacci, allá lejos, en la carrera de Letras, en la U.B.A. Ella tuvo la amabilidad de presentarnos ese día a Ferdinand de Saussure y de recordarnos que él decía que de todas las instituciones humanas, la lengua era la que más sujeta a cambios estaba, porque, en tanto usuarios, todos influimos sobre ella. Es una lástima que la mayoría de los editores que uno conoce no hayan cursado Gramática I, ¿no?
En otro orden, qué bueno que Jorge (Aulicino) ha revisado su decisión. Su última entrada es una prueba palmaria de que hacía falta su presencia.
Como decía mi viejo camarada Petrovich, si quieren pelear, primero tienen que tener un enemigo. Lo de Mutis y Kovacci está muy bien, pero corren con la ventaja de la obviedad. El problema, serio, no está tanto en las normas de la Academia o de los editores como en la política cultural: mucho más serio que las normas, que al fin y al cabo, en orden básico, hacen falta para entendernos -mientras todos hablemos castellano- es que un tipo, una variante lingüística, predomine. Es sólo la lucha por un matiz. Es más o menos terrible que el castellano que se va a enseñar en la Florida o en California sea el castellano llamémosle "central". ¿Cómo ven este futuro?: los "latinos" han colonizado mediante la pobreza esas regiones, pero escucharán a los norteamericanos hablar castellano de Madrid. ¡Habrán resucitado, para ellos, don Alvar Nuñez y sus hombres! Ni hablar de cuando aquí lleguen los brasileños hablándonos, a sus vecinos rioplatenses, en esa forma dialectal.¡De nuevo el tratado de Tordesillas!
ResponderEliminaradmito que soy una salvaje, pero la verdad es que no veo cuál sería el problema de publicar el libro de Ferlinghetti como Un Coney Island de la mente. es que hay que darles todo masticado, a lxs lectores? hay que tratarlxs como ignorantes, así a priori?
ResponderEliminarNo sé, Gabriela.
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