jueves, 22 de marzo de 2012

¿Existe una necesidad de retraducir lo ya traducido?

El pasado 6 de marzo, David Paradela López publicó la siguiente columna en El Trujamán. En ella se habla de la necesidad de retraducir lo ya traducido.

Retraducir

Nunca me había planteado el asunto de la retraducción hasta que me encargaron retraducir a Curzio Malaparte. Que yo sepa, retraducimos por los motivos siguientes: por capricho; por rifirrafes de derechos; por haberse realizado por lengua interpuesta la versión anterior; porque la traducción existente ha envejecido. Sobre el primer grupo prefiero correr un estúpido velo —aunque dicho sea que muchos de los ejemplos que me vienen a la cabeza son libros de poesía—. Sobre el segundo callaré también porque son casos que se oyen, pero no conozco ninguno con el suficiente detalle. Uno de los ejemplos más conspicuos del tercer grupo es quizá la reciente aparición en castellano del Doctor Zhivago de Marta Rebón, traducido del ruso y no del italiano como el anterior. Pero el caso típico, más comentado y más proclive a la repetición de lugares comunes es el cuarto, el de las traducciones viejas.

Pero ¿qué es una traducción vieja? Hoy en día, hasta la pescadera repite que las traducciones deben repetirse cada equis años, porque «la lengua de la traducción envejece mientras que la del original no», cosa que, a priori, no acabo de entender (¿la lengua del Guzmán de Alfarache no ha envejecido?). En principio, éste era el motivo para retraducir a Malaparte; después de años escudriñando las primeras versiones de Kaputt y La piel (y de mucho dar la tabarra con ellas en blogs y congresos) puedo decir que se imponía retraducirlos, pero por mil motivos excepto el de la supuesta caducidad de sus traducciones. Ciertamente, el castellano ha cambiado desde los tiempos de R. Coll Robert y Manuel Bosch Barrett, pero en nada afea la obra una lengua que, a fin de cuentas es casi contemporánea del original y puede leerse de corrido sin el menor problema, a menos que uno sea alérgico a los regustos ligeramente añejos, que no me parece el caso de la mayoría de partidarios del «dogma» de la retraducción sistemática.

Retraducir a Malaparte era preciso porque sus traductores de los años cuarenta y cincuenta tienen lagunas de bulto en italiano, porque planchan metáforas decisivas y domestican una sintaxis a veces caprichosa, porque no identifican ciertos referentes (no saben lo que es un basso napolitano) ni algunos deslices ortográficos del autor (el palacio presidencial de Helsinki está edificado a la manera de Engel, no de Engels), porque sufrieron la censura franquista (el capítulo de la virgen de Nápoles en La piel es el más flagrante: podado resulta simple y llanamente incomprensible), porque aplicaron criterios que ya no compartimos (como llamar Santa Teresita de los Españoles a la napolitana vía de Santa Teresella degli Spagnoli), pero no porque su lengua estuviera vieja, enmohecida o dificultara el disfrute del texto.

Considero que la historia de la traducción y la crítica literaria ganarían mucho si se abriera de una vez un debate serio y razonado sobre la necesidad de retraducir y se cuestionaran mitos arraigados como el de la supuesta perfección del original (que desoye las sabias palabras de Borges sobre la religión y el cansancio) y la ramplonería congénita de toda traducción. Por otro lado, en cuanto a la práctica editorial pura y dura, no estaría de más acostumbrarse a incluir una notita, a modo de apólogo, destinada al lector en aquellas obras con tres y cuatro traducciones conviviendo lomo por lomo en las librerías.

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