La frágil memoria de la informática
El libro de Paul Auster La invención de la soledad —un ensayo autobiográfico sobre la muerte de su padre, publicado en 1982— contiene un relato que es ideal para ilustrar la compleja relación entre la memoria y los archivos (y también, por ende, para demostrar la nueva complejidad entre la memoria y los archivos digitales). En el centro de la historia familiar de Auster hay un misterio: no se sabe cómo murió su abuelo. En realidad, sólo es un secreto porque los que conocen la historia no hablan del tema. Cuando el padre de Auster muere, le toca al joven escritor en duelo la melancólica tarea de vaciar la casa de todos sus objetos. Con la casa casi vacía ya, Auster descubre en el fondo del placard del padre una caja de zapatos llena de fotos y recortes de diarios; los recortes tienen casi cien años y las fotos más de treinta. En estos archivos familiares, descuidados y abandonados, Auster descubre el gran secreto familiar (que su abuela mató a su abuelo) y también vislumbra la vida de su padre como soltero, años sobre los cuales nunca hablaba con su familia.
Ahora entramos en el tema de esta nota con dos preguntas para el lector. Primera pregunta: ¿No tiene usted también en su hogar una caja de zapatos, o un álbum, o un cajón lleno de fotos tomadas hace veinte años o más? ¿Fotos de sus padres antes que naciera usted? ¿Fotos de sus abuelos cuando ellos mismos eran jóvenes? ¿O cartas escritas de puño y letra desde Europa, tal vez hace ochenta años o más –o por lo menos desde antes que el email–? ¿O a lo mejor, con suerte, tenga, también, unos rollos de película de súper ocho y un viejo proyector que aún funciona y puede ver imágenes espectrales de otra vida (pero la suya , de todos modos), proyectadas sobre una pared blanca en la cocina, por ejemplo? Ahora viene la segunda pregunta: De todas las fotos que sacó en los últimos años con su cámara digital (¡o con su teléfono!), de todos los videos y correos electrónicos (seguro que son miles) que tiene almacenado en algún disco duro, o en un servidor remoto, ¿cuántos piensa que sus hijos y los hijos de sus hijos podrán ver dentro de veinte años? ¿Cincuenta? ¿Cien? ¿Cuántas de esas fotos han sido impresas y cuántas existen solamente en una fantasmal secuencia de ceros y unos? Ni siquiera hay que ser tan hipotético. Seguramente ahora mismo tiene en su hogar una vieja computadora que ya no anda pero que almacena viejos trabajos universitarios, por ejemplo. Seguramente tiene una cuenta de email o de blogger que ya cerró y cuya clave y URL olvidó. Seguramente –dependiendo de su edad– tiene viejos discos floppy o zip llenos de datos –como la caja de zapatos de Auster– pero a los que no va a poder acceder porque vaya a encontrar una PC con una lectora de disquetes. O si encuentra tal máquina ¿qué le asegura que el software para leer los archivos en esos discos aún existe o funciona? Este es uno de los dilemas y las ironías de nuestro momento histórico, de esta era digital. Nunca antes el ciudadano común ha producido tanta información: fotos, audios, textos, videos; pero a la vez, nunca han cambiado con tanta rapidez los soportes físicos de la información, volviéndose a la vez obsoletos y, por lo tanto, atrapando la información que crean dentro de ellos.
¿Estamos viviendo en una era oscura de la información? ¿Una era en la cual la rapidez de la producción de información es igualada por la rapidez de su desaparición? Googlear la frase “Digital Dark Age” es abrir la puerta a un laberinto donde su realidad cotidiana se va convirtiendo en algo parecido a una oscura novela de ciencia ficción: su vida como una pesadilla de Philip K. Dick. Todos sus actos diarios de afirmación del presente, todos sus actos de memoria —sacar una foto, escribir mensajes de texto a un amigo, filmar un video, o leer un artículo en un sitio Web— son en realidad chapuzones infértiles en un gran mar del olvido.
Hasta aquí hemos hablado de lo personal y lo privado, pero tomen el ejemplo ya elaborado y extiéndanlo a un marco institucional. Lo mismo que le pasa a cada uno en pequeña escala sucede en todo tipo de organización, sea un gobierno, una corporación, un laboratorio científico, una universidad, un diario… Por ejemplo, uno puede ingresar a una hemeroteca y ver la tapa de la cobertura de cientos de diarios de los notorios ataques del 11 de septiembre de 2001. ¿Pero qué pasa si quiere ver los sitios Web de esos mismos diarios, cómo fueron —y cómo fueron cambiando, minuto tras minuto— durante ese día? Es una tarea complejísima, sino imposible.
Si aceptamos el postulado de que los archivos que genera una civilización son la memoria de esa civilización, y también que esos archivos serán la ventana por la cual futuras generaciones nos llegarán a comprender, conocer y estudiar, entonces empezamos a caer en la cuenta de lo importante que es el archivo digital. Si lo que estamos haciendo desaparece, nosotros desapareceremos.
Aspectos básicos del archivo digital
A grandes rasgos hay que hacer una distinción entre dos tipos de archivos digitales. Por un lado, la digitalización de materiales que existieron antes de la era digital. Llanamente, esto se trata de escanear documentos, libros, fotografías de cuadros, películas y toda índole de artefacto para que puedan ser preservados y diseminados digitalmente. Para el bibliotecario -y también el investigador- este tipo de digitalización es revolucionaria porque permite acceso a materiales que serían inaccesibles de otra manera, porque a) ya son demasiados frágiles para ser manipulados; o b) porque están en un lugar demasiado remoto para el investigador (¡hay un sitio Web de la British Library, por ejemplo, donde se pueden ver más de cuatro millones de páginas de diarios del siglo 18 y 19!). Este tipo de digitalización también asegura que un documento perdurable existe, teóricamente, para un tiempo ilimitado.
Al otro lado del espectro está el problema más novedoso y más complejo de preservar material que nació en formato digital. Una página Web, por ejemplo, o un documento en un procesador de texto. La fragilidad de semejante tipo de archivo es de una característica distinta de la de un archivo de papel. Se entiende perfectamente que una carta escrita por Napoleón Bonaparte, por ejemplo, no va a durar para siempre. La tinta se desvanece, el papel se desintegra. Pero, en teoría, un archivo digital es inmaterial y por consecuencia tiene una vida ilimitada. Pero esta creencia es absolutamente falsa. Un archivo digital depende de a) hardware: el dispositivo sobre el cual se hace la lectura del texto; y b) de software: el programa que interpreta ese archivo para que aparezca sobre el dispositivo. Y el hardware y software están –como cualquiera que tenga un celular o usa Microsoft Word sabe– en frenética y continua evolución.
Parecemos haber entrado en una contradicción. ¿Un archivo digital puede durar indefinidamente o no? Sí, pero con la condición que se vaya migrando regularmente de un soporte a otro, a la vez que esos soportes evolucionan.
Fernando Boro, historiador argentino y especialista en preservación digital del CONICET, nos explicó por teléfono: “Nunca vemos datos digitales porque eso sería ver ceros y unos. ¿Para alguno de nosotros tiene sentido ver quince millones de ceros y unos en vez de la foto de 15 megapíxeles? El hardware y elsoftware actúan como nuestros traductores del archivo digital de esos datos opacos. Convierten los ceros y unos en información analógica accesible para nosotros”. La clave, entonces, como explica Boro, es que en el mundo digital no es suficiente preservar los soportes. La carta hipotética de Napoleón se lee igual en 2012 como en 1819. Pero un texto escrito en Microsoft Word de 1996, para ser leído en el año 2189 va tener que ser migrado a los sistemas de software y hardware de ese año futuro.
Cuando esta migración continua no se realiza, el resultado es un vacío, una pérdida irrecuperable. Escribió para la revista Civilization el 11 de febrero de 1998 Stuart Brand: “...Tenemos buenos datos crudos de eras anteriores escritos sobre barro, piedra, pergamino y papel. Pero desde 1950 hasta el presente la información grabada desaparece cada vez más en un hueco digital. Los historiadores verán nuestro presente como una época oscura. Los historiadores de las ciencias pueden leer la correspondencia técnica de Galileo de 1590 pero no la de Marvin Minsky escrita en 1960”.
Estrategias para combatir el olvido digital
En junio del año pasado, en Monza, Italia, la UNESCO realizó una conferencia sobre el “libro de mañana”, y uno de los temas centrales de las reuniones fue, justamente, la urgencia de la construcción de archivos digitales. Hablamos por teléfono con uno de los panelistas de la conferencia, Kristine Hanna, la directora de Servicios de Archivos del sitio Internet Archive. Este sito, una institución sin fines de lucro, se ha dedicado desde 1996 a construir un masivo archivo digital tanto con materiales nacidos digitales como materiales digitalizados. Su lema utópico es “acceso universal a todo el conocimiento”. Si no lo conocen se van a asombrar al entrar al sitio. Contiene más de medio millón de películas, casi cien mil conciertos musicales, más de un millón de grabaciones de audio y más de tres millones de textos.
Todo gratis. Empezar a navegar por este extraordinario archivo es la mejor manera de caer en la cuenta de la urgencia de armar bibliotecas públicas de archivos digitales. El Internet Archive tiene otro archivo, un invento propio de la organización, que se llama el “Wayback Machine” –algo así como la máquina del más allá–. Lo que permite este buscador es ver sitios Web como aparecían en fechas del pasado. Obviamente no contiene todo Internet —no es un Aleph— pero está en continua actualización. Usar este buscador es un ejercicio de nostalgia vertiginosa. Nos fuerza a ver todo lo que olvidamos: cuán rápido cambia la Web.
Hanna explicó la importancia de los archivos de material digital así: “Es una falacia y una mistificación que si algo está en la Web estará allí para siempre. Simplemente, no es el caso. Estudios hechos en la última década sobre la vida promedio de una página Web es de entre cuarenta y cinco días y cien días. Y una vez que ese contenido desaparece de la Web, desaparece para siempre. No hay forma de recuperarlo. Es importante capturar estas cosas y archivarlas. La Web se está convirtiendo en nuestro tejido social, es nuestra cultura. Es donde la gente va todos los días para conseguir información. Entonces es importante que capturemos todo lo que sea posible. Para nosotros, pero también para generaciones futuras”.
Dada la abundancia casi grotesca de páginas Web la pregunta es: ¿Cómo deciden qué almacenar, qué es lo importante? Hanna nos contestó: “Intentamos trabajar con la mayor cantidad de organizaciones posible. Porque cada organización va tener una respuesta diferente para esa pregunta. Nuestra postura en el Internet Archive es que no hay una respuesta correcta o incorrecta a esa pregunta. Cada organización necesita decidir por su cuenta. Lo que hacemos es proveer las herramientas para asistirlos en el proceso de seleccionar y archivar sus materiales.”
Le preguntamos, finalmente, a Hanna su sensación de cuán oscuros es nuestra época, de cuánta información importante se está perdiendo. Dijo: “Hay centenares de bibliotecas y archivos trabajando muchísimo para asegurarse que no se pierda lo importante. Pero en realidad esto no es tan diferente de lo que pasaba antes de la era digital. Sabemos que muchísimas cosas importantísimas del pasado se han perdido, o por otro lado, hay hallazgos de material perdido que nos reconfigura aspectos del pasado... Siempre se van a perder cosas.”
El escritor dentro de la máquina
La conciencia de la importancia de la preservación digital se está extendiendo a campos que van más allá de los especialistas tecnológicos y de Internet. Hablamos con Matthew Kirschenbaum, un profesor de literatura de la Universidad de Maryland, quien se especializa en el uso de computadoras y procesadores de texto por los escritores contemporáneos. Está actualmente escribiendo un libro que será publicado el año que viene por Harvard University Press, titulado Track Changes: a Literary History of Word Procesing (Control de cambios: una historia literaria de los procesadores de textos.) Actualmente los archivos universitarios están recibiendo, dentro de los legados de autores, computadoras, floppy disks y discos rígidos. La Universidad de Emory, por ejemplo, adquirió una colección de las computadoras de Salman Rushdie.
Le preguntamos a Kirschenbaum qué puede aprender un investigador literario sobre los procesos creativos de un escritor, con acceso a su computadora. Explicó: “Diría dos cosas. Me da el mismo asombro emocional, la misma sensación visceral entrar en contacto o con la computadora de un autor, o con un disquete que sé que era de un autor en particular que me interesa; simplemente abrir un archivo que es original, ver lo mismo que vio el autor sobre la pantalla de la computadora, es tan excitante como estar en contacto con un manuscrito en papel o un pergamino. Pero también creo que el tipo de cosas que podemos aprender sobre el proceso creativo a través de materiales nacidos digitales es revolucionario en cuanto a cómo conducimos análisis histórico-literarios sobre textos. La cantidad de versiones, de cambios, de decisiones que toma el autor es asombroso. Se ven, potencialmente, cientos o miles de versiones del texto.”
El futuro del presente
Internet es una de las creaciones más insólitas, enormes e inesperadas de la humanidad. Según una infografía del sitio CurationSoft, de noviembre de 2011, se suben 48 horas de contenido a You Tube por minuto; se comparte 3.5 mil millones de contenidos en Facebook por semana; se crean 2.300 artículos nuevos por día en Wikipedia; Flickr contiene más de cinco mil millones de fotos; se crean más de 1.4 millones de blog posts por día; Google recibe unas 11 mil millones de búsquedas por mes. ¿Cuántos tweets? ¿Cuántos mensajes de textos? ¿Correos electrónicos? ¿Páginas de diarios? ¿Cuántos textos hay offline en máquinas abandonadas? Algo colosal está pasando en la cultura globalizada. Un fervor, una erupción, una locuacidad y productividad sin precedentes. Es inabarcable y no para. Allí, escondidos entre toda la data, seguramente están los Kafka de hoy, los Galileo, los Mozart y los Fellini. También está la historia secreta de nuestra época. La que ni siquiera vemos porque la tenemos demasiado cerca. Las generaciones futuras tendrán la perspectiva para entender todo esto. Pero le tenemos que guardar lo que hemos hecho. Si no, todo habrá sido en vano y dejaremos un vacío como legado. A un nivel personal, hay que saber que lo digital es frágil y si queremos dejarles a nuestros hijos esa caja de zapatos, habremos de trabajar un poco para que nuestros archivos no se queden atrapados para siempre dentro de la máquina.
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