Marietta Gargatagli no para de asombrarnos. Esta columna que se reproduce a continuación fue publicada el 30 de marzo pasado en El Trujamán. Ojalá los lectores peninsulares de esa página la entiendan y compartan
El castellano compartido
Antaño (a mediados del siglo xx) una criatura (argentina) de diez años leía Las aventuras de Tom Sawyer y las encontraba fenomenales aunque en el relato hubiera construcciones y palabras que no usaba ni tampoco sabía ni remotamente lo que querían decir. El lector hablaba de «vos» pero escribía «tú» y era capaz de reproducir con valentía las formas de la segunda persona de plural que en América no existen pero existían en los libros que leía. Y podía sumergirse en relatos en los que sobrevivían formas de la prosa convencional que venía del siglo anterior y palabras que, como recordó Ramón Gómez de la Serna, sólo habitaban en el mundo de las traducciones: paquebotes, burgomaestres, sillas de moscovia. Ese léxico artificial era percibido como parte de la ficción y, a veces, era el encanto superlativo de la ficción.
Recuerdo que sólo mucho tiempo después de haber descubierto a Mark Twain me di cuenta de que sus paisajes fluviales reproducían con perfecta exactitud el lugar donde yo vivía, al lado de otro ancho río que había que atravesar para ir a cualquier parte y que tenía como el Mississippi el mismo olor y aquella acústica formidable que permitía oír conversaciones de las islas aunque uno estuviera muy lejos. Imagino que para el mundo de fantasías de mi infancia hubiera sido demoledor que Tom Sawyer o Huckleberry Finn se parecieran a las criaturas descalzas (que éramos nosotros) que recorrían las orillas barrosas buscando huevos de caracoles y mirando los cardúmenes que pasaban a toda velocidad por el agua misteriosamente transparente. Creo que para disfrutar de lo irreal (como cualquier lector de literatura) necesitaba de un lenguaje irreal porque toda naturalización me hubiera hecho creer que releía otra vez Tacuara y Chamorro de Leopoldo Chizzini Melo, libro también muy frecuentado en las orillas del Paraná.
El lector de esta columna podría pensar que aquel lector argentino de diez años se encontraba pocas veces con ese idioma cuyas palabras misteriosas lo sumergían en lo imaginario. En absoluto. Si reconstruyo la biblioteca de mi infancia la totalidad de los libros estaban escritos así. Las excepciones —obras donde la lengua se parecía a la lengua del lector— eran pocas: sólo recuerdo los cuentos de Horacio Quiroga, las traducciones de José Monteiro Lobato, las historietas argentinas donde aparecían algunas palabras del país y el sistema verbal americano sin la segunda persona del plural. Aquel castellano separado de la realidad ocupaba todos los escenarios escritos y hasta en la versión original de El Eternauta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López los habitantes de Buenos Aires hablaban de «tú».
Reflexiono ahora que ese puzle tenía mayorías y minorías. Lo más extendido era el lenguaje convencional transmitido por la escuela y los medios de comunicación, forma escrita que compartían (y comparten) los países que tienen este idioma como mayoritario. El castellano de España aparecía en las traducciones irreales y su carácter fantasioso casi me impide decir que fuera el español de la Península: no creo que un chico de mi edad utilizara el idioma que le dio Guillermo López Hipkiss al William Brown de Richmal Crompton. Luego venían otras variaciones dialectales: también ajenas, las historietas traducidas en México, como La pequeña Lulú, llenas de palabras tan fascinantes y desconocidas como el inolvidable «troncho» de Guillermo Brown. De mayor a menor, tal era la lengua escrita que frecuentaban las gurisas argentinas que leían un libro por día y a las que, salvo la representación de lo imaginario, nada les resultaba asombroso.
Leer y escribir un idioma que excluía la familiaridad fue la rutina cotidiana de los países de América Latina: el pacto no escrito del castellano compartido. Convivir con las diferencias, percibir que la lengua misma en una forma de ficción, comprender que el lenguaje es un misterio, ¿no son acaso el mejor modo de formar a un lector?
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