La traductora española Montse Gurguí murió en Barcelona en la madrugada del 9 de abril de 2012. La noticia, publicada en diversos medios, también invadio los blogs de sus colegas. Por ello, Andrés Ehrenhaus la recuerda aquí en los siguientes términos.
Montse Gurguí o la calidez del entusiasmo
Montse era la traductora intuitiva por excelencia. Hernán Sabaté, con quien venía traduciendo a cuatro manos desde hacía largo años, la había convencido de que esa intuición era una base profesional impagable. Él lo sabía bien, porque bajo su aparente racionalidad era también un intuitivo. El intuitivo nace, el traductor se hace. Hernán era además una fuerza de la naturaleza, lo más parecido a un superhéore: más de 400 títulos en su haber y una capacidad para superar obstáculos de toda clase sin apenas inmutarse que nos dejaba boquiabiertos una vez tras otra. Morirse fue, en cierto modo, otro obstáculo superado. Hace unos meses, cuando el estado de Hernán se agravó, Montse asumió sola el que sería su último gran reto: como si tal cosa, en medio de una gran conmoción y tristeza, y con la sombra de su propia fragilidad en el horizonte, tradujo una novela de enorme dificultad, la última de Peter Carey, Parrot y Oliver en América, pura destreza verbal y erudición encubierta. El resultado es otra demostración de la intuición de Hernán sobre la intuición de Montse. Ambos eran gente de la nueva vieja escuela, traductores hechos a sí mismos con los materiales reciclados de sus lecturas, aficiones y entusiasmos. Estaban tan al tanto de la ultimísima novedad tecnológica como de su obsolescencia irremediable y elaboraban constantemente teorías que lo explicaban todo o casi todo. Así también se traduce, así también se aprende a traducir. Ambos eran viajeros empedernidos, exploradores, descubridores. Montse llevaba años detrás de un episodio épico de su arqueología familiar: una antepasada suya, pubilla del Maresme de una rama radicada en Cuba, había liderado una rebelión de esclavos en las plantaciones paternas. Dos veces había estado Montse en la isla siguiendo la pista de su heroína particular, recabando datos, documentación y testimonios, y habría vuelto una y otra y otra vez más: el entusiasmo vital de la búsqueda se imponía a la eventualidad de ponerle un broche. Un entusiasmo que ella convertía en calidez. Que ayer en su funeral fuéramos tantos los colegas presentes pone de manifiesto lo inocultable: que Montse –y Hernán– sabían y siguen sabiendo hacerse querer. Chau, Monsita. Besos.
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