Fundada en 2016 por Christian Kupchik y Jorge Consiglio, la editorial argentina
Leteo tiene un pequeño catálogo muy apreciable. Con traducción de Pedro Rey, sus editores acaban
de sumar El teniente Kizhé, del ruso Iuri Tinianov (foto). En la siguiente
nota, firmada por Fernando D’Addario
en Página 12 del 17 de diciembre, se
reseña el volumen y se traza su genealogía literaria y musical.
El hombre que vivió
sin existir
Los mejores libros tal vez sean
aquellos que disparan interpretaciones diversas y lecturas contradictorias,
incluso superadoras de la intención inicial de su autor. La flamante edición
argentina de El teniente Kizhé, del
ruso Iuri Tinianov, funciona acaso como un mensaje en una botella arrojada al
mar 90 años después de su publicación original. Resulta conmovedor encontrarse
hoy con esta breve novela sobre el costado más ridículo del ejercicio del
poder, sobre la construcción de la realidad y la naturalización del absurdo. Al
menos, eso es lo que puede interpretarse desde aquí, a miles de kilómetros de
distancia, casi un siglo más tarde. Cuando Tinianov la publicó, en 1927, el
movimiento cultural al que pertenecía (Opoiaz –Sociedad de Estudios del
lenguaje poético– escuela más conocida como de los “formalistas rusos”) ya
estaba en franco retroceso en la Unión Soviética y pocos años más tarde Stalin
iniciaría la Gran Purga contra todo tipo de vanguardismo.
La historia de El teniente Kizhé remite por momentos a
Kafka, retoma también cierta tradición antiburocrática de los clásicos rusos y
prefigura, en algún sentido, aquello que supo describir la película Brazil, de
Terry Gilliam: el encadenamiento de absurdos inducidos, a partir de un mínimo
–azaroso– error del sistema.
En este caso, el que
dispara la serie de malentendidos es un escriba inexperto de la cancillería. El
joven funcionario comete dos errores en la orden del día que se le debe
presentar al emperador. Pero mejor que lo cuente Tinianov: “Había anotado como
‘fallecido’, al teniente Siniujáiev en vez del mayor Sokolov, que venía
inmediatamente a continuación y era el verdadero muerto; acto seguido, había
apuntado una completa barbaridad: en el momento en que estaba por escribir
‘poroutchiki-zhe (“en cuanto a los tenientes”) Stiven, Rybin y Azantchéiev son
nombrados…’ entró un oficial, él se había puesto en posición de firmes cuando
trazaba la letra k y, al volver a su copia, se había embrollado, por lo que, en
vez de poroutchiki-zhe escribió poroutchik Kizhé (‘El teniente Kizhé’)”.
Como en el régimen de los
zares no puede haber malentendidos, el emperador Pablo I ordena darle entidad
real al teniente Kizhé, tal como estaba escrito en el expediente. Así, el que
no existía va cobrando vida. Se le adjudican crímenes que, por supuesto, no
cometió, es enviado a Siberia, después es perdonado, inclusive es reivindicado
y ascendido en la jerarquía militar. Nadie se atreve a cuestionar esa
“construcción de verdad”. Como contrapartida, el que sí existe (el teniente
Siniujáiev) es considerado por todos como un muerto porque así lo dice el
expediente. Le quitan los atributos, la ropa, todo. Se convierte, para todos,
en un muerto andante.
La invitación a la alegoría
es instantánea. Tinianov sitúa la historia en tiempos de Pablo I, que tal
vez no fue el más sanguinario de los zares (la historia rusa es muy competitiva
en ese rubro), pero sí el más imprevisible. Todos le tenían pánico porque cada
día, según cómo se levantara el monarca, la misma situación podía derivar en un
ascenso o en una condena al exilio en Siberia. La tentación de establecer una
analogía con los tiempos que le tocaron vivir a Tinianov es inmediata.
Hay que decir que el autor
debe buena parte de su prestigio a su condición de teórico del formalismo,
gracias a escritos como Sobre la evolución literaria y La noción de
construcción. La ficción ha quedado, de ese modo, relegada en la consideración
de su figura. Con la finísima edición de El teniente Kizhé, por primera vez traducida al español, que cuenta
con un excelente prólogo de Pedro B. Rey, el sello independiente Leteo empieza
a reparar esa injusticia.
La lectura de esta nouvelle invita además a revisitar otros
terrenos y estimular otros sentidos. Porque El
teniente Kizhé es también una película de Aleksander Faintstimmer (la
historia había sido concebida inicialmente como sinopsis fílmica), estrenada en
1934 y hoy prácticamente inhallable aquí. La banda de sonido le fue encargada a
Sergei Prokofiev, el notable compositor ruso que tuvo la mala idea de volver a
la Unión Soviética después de su exilio. Antes de conocer las
consecuencias de esa decisión (durante años fue atacado por los apparatchiki soviéticos, que no creían
en su “reconversión”; vaya paradoja, Prokofiev murió el 5 de marzo de 1953, el
mismo día que Stalin) adaptó esa partitura para una suite, que se estrenó en el
Bolshoi y terminó siendo una de sus obras más populares. Tanto fue así que
derivó en otro de los links que tiene
esta historia: en 1985, Sting copió la estructura de El teniente Kizhé (por diferencias en la transliteración del
alfabeto cirílico, la obra de Prokofiev se conoce como El teniente Kijé) para componer “Russians”, uno de los mejores
temas de uno de sus mejores discos: The
Dream of the Blue Turtles. Un plagio que la historia atenuó bajo el
eufemismo del “homenaje”.
Después de publicar este
libro, Tinianov siguió escribiendo, pero con menos margen para abordar, a
través de alusiones oblicuas, la nueva realidad soviética. Murió en 1943, plena
Guerra Mundial, a los 49 años, víctima de la esclerosis múltiple. Alguna forma
de justicia literaria debe haberse impuesto al olvido para que un siglo más
tarde y por fuera del esquema de la gran industria editorial, esta pequeña y
hermosa historia esté al alcance de los lectores argentinos. El teniente Kizhé existe y está vivo.
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