El siguiente artículo, con firma del Administrador
de este blog, fue publicado Cultura InfoBAE el pasado 3 de diciembre. Se ocupa
de la llamada “Nueva escritura sobre la naturaleza”, subgénero de la no
ficción que ha logrado, al menos en Gran Bretaña, competir de igual a igual con
la ficción.
La naturaleza está de moda:
una serie de publicaciones sobre el tema
invade las librerías británicas
En Londres, buscando una referencia
sobre algo relacionado con los cuervos, quien esto escribe se topa con toda una
sección dedicada a libros sobre la naturaleza. No se trata de un estante,
sino de todo un sector de la librería que se ocupa de los más diversos ítems
sobre el tema. Estos van desde la evolución del paisaje británico a la flora y
fauna de sus costas, pasando por todos los animales posibles: ciervos, renos,
bueyes almizcleros, lobos, zorros, focas, insectos de toda laya y también
águilas, halcones, todas las aves marinas que uno pueda imaginarse y, por
supuesto, los cuervos.
Respecto de estas aves, al menos dos
libros destacan con toda nitidez por la calidad de su escritura sobre
el resto: el ya clásico Ravens in Winter, del biólogo alemán Bernd
Heinrich (también autor de, entre otros, Bumblebee Economics, One
Man's Owl, Why We Run, Summer World, etc.), y Crow
Country, de Mark Cocker (quien también ha publicado Loneliness
and Time: British Travel Writing in the Twentieth Century, Birders:
Tales of a Tribe, Birds & Peopley Our Place. Can We Save Britain's Wildlife Before It Is
Too Late?). Si bien no son los únicos libros sobre el tema (por
ejemplo, Crow, del estadounidense Borgia Sax, y Ravenmaster:
My Life with the Ravens at the Tower of London, flamantes memorias del muy
inglés Christopher Skaife, encargado del cuidado de los cuervos en
ese monumento), los Heinrich y Cocker son investigaciones serias que abarcan
todos los aspectos posibles sobre la vida de los córvidos (cuervos, cornejas,
grajos, urracas, etc.), pero, insisto, también están espléndidamente escritos.
De hecho, forman parte de una tradición universal muy antigua que Gran Bretaña
convirtió en género literario en todo el mundo angloparlante.
Es posible que uno de los primeros
libros de esa lista sea The Complet Angler, escrito por Izac
Walton (1593-1683), volumen dedicado a la pesca con caña publicado en
1653 y vuelto a publicar con distintos agregados en 1655, 1661, 1664, 1668 y
1676, lo que da una idea del interés que despertó. Y lo más increíble es que
ese interés se sostuvo a través del tiempo y de las lenguas hasta la
actualidad. Elogiado por Miguel de Unamuno por la profundidad
filosófica del autor en sus reflexiones sobre el arte de la pesca, fue traducido
como El perfecto pescador de caña por Augusto García
Piris, para Publicaciones Literarias y Deportivas, de Madrid, en 1955, y su
reputación de clásico sigue en pie.
Walton, claro, no fue el único
británico interesado en la descripción precisa de la naturaleza. Hubo
otros antes y después de él. Pero fue quien, de alguna manera, fijó un
modelo de escritura que más adelante iban a seguir científicos y naturalistas
de prestigio como, por ejemplo, Gilbert White (1720-1793), Joseph
Banks (1743-1820), Richard Owen (1804-1892), Charles
Darwin (1809-1882), Alfred Russell Wallace (1823-1913), Thomas
Henry Huxley (1825-1895), Henry Nottidge Moseley (1844-1891), Philippe
Herbert Carpenter (1852-1891), Robert George Wardlaw Ramsay (1852-1921)
y Yale Mervin Charles McCann (1899-1980) integran una lista
francamente larguísima, a la que se le podría agregar otra, igualmente larga –que
obligatoriamente debería incluir a Alexander Wilson (1766-1813), John
James Audabon (1785-1851), John Bachman (1790-1874), Henry
David Thoreau (1917-1862), Graceana Lewis (1821-1912), William
Gambel (1823-1849), John Muir (1838-1914), Herbert
Huntington Smith (1851-1919), etc.– de exploradores, naturalistas
aficionados y científicos estadounidenses que dejaron testimonio escrito de lo
que vieron en el mundo que los rodeaba. Todos los nombrados –como también William
Henry Hudson (1841-1922), escritor nacido en la Argentina de padres
estadounidenses y, finalmente, ciudadano inglés–, de manera conjunta,
contribuyeron a establecer une tradición hoy bien arraigada que, a diferencia
de otras tradiciones de naturalistas que escribieron en otras lenguas,
encontró en los editores y, fundamentalmente, en los lectores, una
existencia que se prolongó en el tiempo. Y aquí, para explicar el
permanente auge de la literatura referida a la naturaleza hay que
mencionar otras cuestiones.
El Hyde Park de Londres, desde el aire. |
Circunscribiéndonos apenas a Gran
Bretaña –cuyos libros sobre la vida silvestre son el objeto de esta nota–, la
primera es probablemente apenas una hipótesis y tiene que ver con la particular
relación histórica que tienen los británicos con leo mundo natural. Hasta el
siglo XVIII un país rural, con la Revolución Industrial las masas campesinas
británicas emigraron masivamente a las ciudades. Pero muy probablemente, tal
como ocurrió en otros países europeos, la nostalgia por el campo sobrevivió.
Acaso por eso, casi todas las ciudades de Inglaterra, Gales y Escocia tienen un
acceso mucho más fácil a las áreas naturales que las circundan que, por ejemplo,
ciudades como Buenos Aires, México o San Pablo. También, les guste o no a las
autoridades porteñas, chilangas o paulistas un porcentaje de espacios verdes
mucho mayor que cualquier ciudad argentina, mexicana o brasileña. Que así sea
no es fruto de la casualidad, sino del planeamiento. La relación entre los
seres humanos y el mundo natural es, por lo tanto, mucho más estrecha y, si se
quiere, íntima. Y quien lo dude, bien puede consular la gigantesca lista
de instituciones ocupadas, nacional y localmente, en la preservación de la vida
natural. O más simplemente, visitar los jardines que suele haber en la parte
trasera de muchas de las casas londinenses (backyards).
La segunda razón tiene que ver, como
en muchas otras cosas, con la educación. Allí están, por ejemplo, los
mundialmente famosos libros de Peter Rabbit, de Beatrix Potter (1866-1943),
y los de Winnie the Pooh, de Alan Alexander Milne (1882-1956),
y los muy populares libros para niños de las empresas Ladybird (fundada en
1867) y Observer (que existió entre 1937 y 2003), que incluyeron sendas
colecciones dedicadas a los animales y las plantas, y contribuyeron a formar a
varias generaciones de lectores. Capítulo aparte merecen en esta brevísima
enumeración el obsesivo Henry Williamson (1895-1977),
naturalista aficionado y granjero, que en 1927 publico Tarka the
Otter, una historia absolutamente flaubertiana en su precisión sobre
una nutria habitante de North Devon, y Gerald Durrell (1925-1995), naturalista,
presentador de televisión y fundador del zoológico de la isla de Jersey, y
también celebre escritor, quien además de la trilogía sobre su
infancia y su familia en la isla griega de Corfú, es autor de numerosos libros
sobre sus viajes por todo el mundo, incluida la Argentina, todos traducidos al
castellano.
La tercera razón hay que buscarla en
el cine y la televisión. Hace ya unas seis décadas que el naturalista inglés David
Attenborough (1926) fijo un estándar decididamente alto para los
documentales sobre la vida natural. A diferencia de muchos de los programas de
señales como Animal Planet o Nat Geo, donde las relaciones entre los animales
tienden a ser dramatizadas desde una perspectiva absolutamente antropomórfica, Attenborough no
interactuó jamás con el objeto de su estudio, no condescendió a
ponerle nombres humanos a las animales con los que trabajó y mucho menos
compitió con ellos a la manera del finado “cazador de cocodrilos”, sino
que se limitó siempre a la observación lisa y llana, sin olvidar la
claridad de sus explicaciones, muchas veces no carentes de cierto humor. Ídolo
absoluto de los británicos, educó a medio planeta y reflejó también
buena parte de las características con las que en su país se asume el estudio
de la vida silvestre.
Cuando J. A. Baker (1926-1987),
publicó The Peregrine (1967: traducido como El
peregrino por Marcelo Cohen para Fiordo, de Argentina), a propósito de
una pareja de halcones peregrinos a los que el autor siguió durante diez años –y
que bien puede haber servido de base para la película Kes (1969),
del cineasta Ken Loach– el impacto fue inmediato y continua hasta
la actualidad, como lo demuestran otros libros sobre el mismo tema; entre
ellos, The Peregrine Falcon (1980), de Derek Ratcliffe (1929-2005)
y el reciente H is for for Hawk (2006; H de Halcon,
hay traducción castellana, 2014), de Helen Macdonald (1970).
También los libros sobre nutrias se repitieron desde el volumen pionero de
Henry Williamson. Es el caso de Ring
of Bright Water (1960), del escocés Gavin Maxwell,
de Otter Country: In Search of the Wild Otter (2012),
de Miriam Darlington, y del reciente The Otter Tale (2017),
de Simon Cooper.
Con todo, algunos de los libros más
importantes se dedican a reflexionar sobre la relación entre los humanos y el
paisaje, y ahí están, en primera fila, los varios volúmenes de Robert
MacFarlane (ya mencionados en un artículo anterior), posiblemente el
escritor más brillante de su generación, apadrinado en su momento por Roger
Deakin (1943-2006), documentalista, activista por el medio ambiente y
autor de Waterlog: A Swimmer's Journey Through Britain (1999)
y de los póstumos Winwood: A Journey Through Trees (2007)
y Notes From Walnut Tree Farm (2008). Deben igualmente
mencionarse dos extraordinarios volúmenes Stones of Aran: Pilgrimage (1986)
y Stones of Aran: Labyrint (1995), y la trilogía sobre
Connemara (2006, 2008 y 2011), en Irlanda, del matemático, artista y cartógrafo
ingles Tim Roberson (1935).
La New Nature Writing (“Nueva
escritura sobre la naturaleza”) está aquí para quedarse y, aunque
desde Latinoamérica parezca increíble, compite de igual a igual con la ficción,
siendo, probablemente, el subgénero de no ficción más vendido en Gran Bretaña. A modo de ejemplo, véase la lista publicada en el
prestigioso diario británico The Guardian, donde se enumeran los
mejores libros de esta clase publicados el año pasado: Limestone
Country, de Fiona Sampson, Waiting for the Albino Dunnock,
de Rosamond Richardson, Wild About Britain, de Brian
Jackman, Islander: A Journey Around Our Archipelago, de Patrick
Barkham, Whittled Away: Ireland's Vanishing Nature, de Padraic
Fogarty, The Seabird's Cry, de Adam Nicholson, Farming
and Birds, de Ian Newton, Beetles, de Richard
Jones, Britain's Spiders, de Lawrence Bee, Geoff
Oxford y Helen Smith, Oak and Ash and Thorn: The
Ancient Forest and New Forest of Britain, de Peter Fiennes, London's
Street Trees, de Paul Wood, The Robin: A Biography,
de Stephen Moss. El artículo, para nuestra sorpresa, aclara que se trata
de una lista muy breve y parcial porque sólo se mencionan los mejores libros,
en un año “flojo” de novedades.
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