miércoles, 6 de febrero de 2019

"Una sensación exactamente en las antípodas de la satisfacción que puede provocar el espacio libre"


La periodista y escritora Hinde Pomeraniec (foto) es la directora del suplemento Cultura InfoBAE. En la bajada de la nota que publicó en ese medio el pasado 9 de enero, se lee: “En la serie A ordenar con Marie Kondo, la bestseller y nueva gurú del orden en la casa asegura que hay que desprenderse de los libros con los mismos métodos que usamos para deshacernos del resto de los objetos que ya no nos hacen felices. El problema es que los grandes lectores no van tras los libros solo para ser felices. Y algo más: para ellos, la satisfacción no es vaciar espacios sino tener cada vez más estantes colmados de mundos posibles”.

En defensa del “tsundoku”:
Marie Kondo no tiene razón

Hola, amigos, mi nombre es Hinde y soy lectora compulsiva. No creo ser víctima de una enfermedad sino de un comportamiento, una forma de vida que a lo largo de los años me dio momentos de intensa alegría y de tristeza imborrable, de placer y conocimientos extraordinarios y también otros de inquietud, desdicha y malestar que sin embargo hicieron de mí quien soy.

Soy lo que soy por los libros y soy mucho más que mi propia vida gracias los libros, que son, como decía Umberto Eco, la inmortalidad hacia atrás. Y resulta que ahora, en su manía insaciable por ponerle orden al mundo –en estas últimas semanas, desde Netflix– la experta japonesa Marie Kondo dice que hay que desprenderse de ellos cuando ya no tienen que ver con nuestra felicidad: que hay que decirles adiós igual que como debemos hacerlo con un vestido de quince o una bufanda apolillada del abuelo. Con todo respeto: ¿de qué habla esta mujer? Solo alguien que no es lector puede pensar que desprenderse de libros es una tarea equiparable a la de deshacerse de tarros de cocina con leyendas corroídas por el tiempo o de cajitas inútiles que hace rato no guardan nada. Querida Marie: me temo que no sos una lectora.

Nací en una casa en la que había bibliotecas y libros. No eran libros heredados de las familia de mis padres, inmigrantes judíos de Europa del Este con modesta impronta cultural: eran libros que mi padre –lector curioso y de intereses múltiples– compraba semana a semana durante la década del 60, un tiempo en el que Argentina todavía era el faro de las traducciones y las ediciones latinoamericanas y en un país en el que había editores que se ponían a la cabeza de la promoción de la lectura.

La mayoría de los libros con los que crecí y con los que en muchos casos seguí estudiando eran títulos editados en las diferentes colecciones del Centro Editor de América Latina, que dirigía Boris Spivacow. (Gracias, Boris, sería sin dudas buen título para un libro de memorias, si alguna vez emprendo algo así). Muchos de esos libros –chiquitos, destartalados y con letra imposible para la presbicia de hoy– aún me acompañan, sé dónde ubicarlos, reconozco sus lomos breves y el diseño de sus cubiertas: me llaman todavía. 

Durante la adolescencia compré y me regalaron mis primeros libros propios y ya en la universidad seguí comprando como novedades o en librerías de viejo aquellos títulos que iban a marcarme para siempre desde la licenciatura en Letras que, en definitiva, es una suerte de profesionalización de la figura del lector. Muchos años después tuve también la fortuna de producir libros: escribí los míos, edité los de otros y siempre seguí leyendo. Cada tanto regalo o dono libros, pero las cuentas indican que siempre son más los libros que entran que los que salen, es regla.

Soy lectora desde que aprendí a leer con los carteles de la calle o los titulares de los diarios; leo de día y de noche y adquirí el don de adivinar el perfil de las personas a través de sus bibliotecas, que recorro en diagonal en cuanto entro a una casa, en una práctica de “cata de lomos” desarrollada a través de los años. Soy de las que lee en el transporte público, aviones o salas de espera; pertenezco a la raza de personas que siempre tienen lectura en papel o electrónica a la mano para matizar esperas y también a esa otra raza de curiosos malsanos que, mientras leen su propio libro, pispean por encima lo que lee el de al lado, tomando nota mentalmente si se trata de un objeto de interés. Leo al derecho y al revés todo lo que está a mi alcance. Sucumbo ante las vidrieras, mucho más si son extranjeras y con materiales que desconozco. Recibo libros por mi trabajo pero compro libros porque me gusta hacerlo. Leo siempre, todo el tiempo. A veces creo que leo, incluso, cuando duermo.

En mi casa hay bibliotecas en varias habitaciones –no soy la única lectora, muchos de los libros por las manos de varios de los miembros de mi familia, a veces durante una misma temporada– y no alcanzan los espacios, por lo que hay libros apilados no solo al lado de mi cama sino también en los rincones más insólitos. Estoy convencida de que si mi hogar todavía no implosionó es porque en los últimos años muchos títulos los leo en su versión electrónica y es que, en el caso de los libros más nuevos, lo que me interesa es llegar a esa historia o a ese ensayo de la manera más rápida y cómoda posible. No tengo necesariamente vínculo afectivo con todos los libros, esto también es algo que se crea, se construye. Un libro es un objeto pero es también un manantial de contenido y no solo de recuerdos.

No me alcanzan los libros, nunca alcanzan, los lectores somos cazadores insaciables. Tengo pilas de libros clasificados según urgencias profesionales o intereses personales; tengo también la pila destinada al ocio y las vacaciones. Me desespera no tener tiempo para leer todo lo que me interesa y al mismo tiempo sigo sumando pendientes. No es solo fetichismo –no tendría nada de malo que lo fuera–, es una ansiedad lectora que apenas logró atenuarse en los últimos años, cuando decidí que el tiempo que tengo por delante es muchísimo menos que el que ya viví y por eso decidí no leer nunca más ni siquiera por obligación profesional nada que no me provoque curiosidad o interés genuinos. No hace mucho supe que esta especie de síndrome de devoción por los libros y por la lectura tiene un nombre en japonés. La palabra es tsundoku y define la bibliomanía o práctica de acumulación de lecturas, que uno podría extender a la necesidad de tener más y más libros porque sí, por placer, aunque sepamos que jamás, ni en siete vidas, podremos terminar de leerlos.

Todavía no había terminado de asumir como propia la manía llamada tsundoku en japonés cuando Marie Kondo decidió llevar su magia japonesa del orden a los libros. En uno de los capítulos de la serie, Marie y su intérprete llegan con su método KonMari a la casa de una pareja de escritores que necesitan desesperadamente acomodar sus objetos y su espíritu. A la hora de los libros, Marie les asegura en su clásico tono zen que hay que despedirse de los libros que ya no tienen que ver con nosotros, que hay que decirles gracias y adiós porque ya no tendrán un lugar en nuestro futuro y que hay que pensar que “los libros son un reflejo de nuestros pensamientos y nuestros valores”. Ay, no. No. No es así, Marie.

En primer lugar, parece extraño tener que aclarar que uno no lee solo por identificación: leer es ir en busca de mundos posibles, enamorarse de personajes que sentimos cercanos pero es también vivir intensamente la vida de otros personajes que están en el lado contrario de la vida en donde estamos parados, tanto en materia de ideas como de conducta. Si siguiéramos la idea de que “los libros son un reflejo de nuestros pensamientos y nuestros valores”, nadie podría leer novelas policiales o de terror, sería imposible leer biografías de asesinos en masa o historias de incestos y solo leeríamos ensayos que hablan de lo que pensamos y no de lo que está pensando el mundo o de las ideas con las que, a través de los siglos, se gestó el pensamiento de la civilización.

Por todo esto y tanto más, se complejiza aplicar a los libros la teoría de Kondo de quedarnos solo con aquello que tiene que ver con nuestro presente o con lo que nos hace felices. O pensar que si hace años conservamos ejemplares de libros que nunca leímos es porque en realidad no los necesitamos. Y es que los libros no nos atraen por una necesidad ni son solo la memoria de un momento feliz sino que son, además, la posibilidad latente de un fulgor que aguarda ahí, a la espera. Tenemos más y buscamos más porque no hay satisfacción posible.

No es un tema de métricas, ni de identificación o valores; no se trata de la pura dicha o el regocijo de la tarea realizada. El célebre lema de Marie Kondo “conserva solo lo que te haga feliz y despréndete de lo demás” puede ser un buen criterio para aplicar en objetivos elementales como hacer espacio en un armario o en un mueble de cocina o cuando llega el momento duro de desprenderse de recuerdos que pesan al punto de no permitirnos avanzar luego de un duelo de cualquier tipo.

Te juro, Marie, que para un lector no hay nada más maravilloso que una librería colmada de ejemplares o una habitación con estantes llenos de promesas: como ves, una sensación exactamente en las antípodas de la satisfacción que puede provocar el espacio libre y despejado de otra clase de objetos. Y es que los libros no tienen nada que ver ni con la eficiencia, ni con el feng shui ni con los tips ingeniosos: la buena literatura no tiene propósitos y la biblioteca de un lector no es un mueble más sino una personal hoja de ruta, un singular mapa de su vida construido a través de sus gustos en el tiempo.

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