La
periodista y escritora Hinde Pomeraniec (foto)
es la directora del suplemento Cultura InfoBAE. En la bajada de la nota que
publicó en ese medio el pasado 9 de enero, se lee: “En la serie A ordenar con Marie Kondo, la bestseller y
nueva gurú del orden en la casa asegura que hay que desprenderse de los libros
con los mismos métodos que usamos para deshacernos del resto de los objetos que
ya no nos hacen felices. El problema es que los grandes lectores no van tras
los libros solo para ser felices. Y algo más: para ellos, la satisfacción no es
vaciar espacios sino tener cada vez más estantes colmados de mundos posibles”.
En defensa del “tsundoku”:
Marie Kondo no tiene razón
Hola, amigos, mi nombre es
Hinde y soy lectora compulsiva. No
creo ser víctima de una enfermedad sino de un comportamiento, una forma de vida
que a lo largo de los años me dio momentos de intensa alegría y de tristeza
imborrable, de placer y conocimientos extraordinarios y también otros de
inquietud, desdicha y malestar que sin embargo hicieron de mí quien soy.
Soy lo que soy por los libros y soy mucho más que mi propia vida gracias los libros, que son, como decía
Umberto Eco, la inmortalidad hacia atrás. Y resulta que
ahora, en su manía insaciable por ponerle orden al mundo –en estas últimas
semanas, desde Netflix– la experta japonesa Marie Kondo dice
que hay que desprenderse de ellos cuando ya no tienen que ver con nuestra
felicidad: que hay que decirles adiós igual que como debemos hacerlo con un
vestido de quince o una bufanda apolillada del abuelo. Con todo respeto: ¿de
qué habla esta mujer? Solo
alguien que no es lector puede pensar que desprenderse de libros es una tarea
equiparable a la de deshacerse de tarros de cocina con leyendas corroídas por
el tiempo o de cajitas inútiles que hace rato no guardan
nada. Querida Marie: me temo que no sos una lectora.
Nací en una casa en la que
había bibliotecas y libros. No eran libros heredados de las familia de mis
padres, inmigrantes judíos de Europa del Este con modesta impronta cultural:
eran libros que mi padre –lector curioso y de intereses múltiples– compraba
semana a semana durante la década del 60, un tiempo en el que
Argentina todavía era el faro de las traducciones y las ediciones
latinoamericanas y en un país en el que había editores que
se ponían a la cabeza de la promoción de la lectura.
La mayoría de los libros con los que crecí y con los que en muchos casos seguí
estudiando eran títulos editados en las diferentes colecciones del Centro
Editor de América Latina, que dirigía Boris Spivacow. (Gracias, Boris,
sería sin dudas buen título para un libro de memorias, si alguna vez emprendo
algo así). Muchos de esos libros –chiquitos, destartalados y con letra
imposible para la presbicia de hoy– aún me acompañan, sé dónde ubicarlos,
reconozco sus lomos breves y el diseño de sus cubiertas: me llaman todavía.
Durante la
adolescencia compré y me regalaron mis primeros libros propios y ya en la
universidad seguí comprando como novedades o en librerías de viejo aquellos
títulos que iban a marcarme para siempre desde la licenciatura en Letras que,
en definitiva, es una suerte de profesionalización de la figura del lector.
Muchos años después tuve también la fortuna de producir libros: escribí
los míos, edité los de otros y siempre seguí leyendo. Cada tanto regalo o dono libros,
pero las cuentas indican que siempre son más los libros que entran que los que
salen, es regla.
Soy lectora
desde que aprendí a leer con los carteles de la calle o los titulares de los
diarios; leo de día y de noche y adquirí el don de adivinar el perfil de las
personas a través de sus bibliotecas, que recorro en diagonal en cuanto entro a
una casa, en una práctica de “cata de lomos” desarrollada a través de los años.
Soy de las que lee en el transporte público, aviones o salas de espera;
pertenezco a la raza de personas que siempre tienen lectura en papel o
electrónica a la mano para matizar esperas y también a esa otra raza de
curiosos malsanos que, mientras leen su propio libro, pispean por encima lo que
lee el de al lado, tomando nota mentalmente si se trata de un objeto de
interés. Leo al derecho y al revés todo lo que está a mi alcance. Sucumbo ante
las vidrieras, mucho más si son extranjeras y con materiales que desconozco.
Recibo libros por mi trabajo pero compro libros porque me gusta hacerlo. Leo siempre, todo el tiempo. A veces creo que leo,
incluso, cuando duermo.
En mi casa
hay bibliotecas en varias habitaciones –no soy la única lectora, muchos de los
libros por las manos de varios de los miembros de mi familia, a veces durante
una misma temporada– y no alcanzan los espacios, por lo que hay libros apilados
no solo al lado de mi cama sino también en los rincones más insólitos. Estoy convencida de que si mi hogar todavía no
implosionó es porque en los últimos años muchos títulos los leo en su versión
electrónica y es que, en el caso de los libros más nuevos, lo que
me interesa es llegar a esa historia o a ese ensayo de la manera más rápida y
cómoda posible. No tengo necesariamente vínculo afectivo con todos los libros,
esto también es algo que se crea, se construye. Un libro es un objeto pero es
también un manantial de contenido y no solo de recuerdos.
No me
alcanzan los libros, nunca alcanzan, los lectores somos cazadores insaciables.
Tengo pilas de libros clasificados según urgencias profesionales o intereses
personales; tengo también la pila destinada al ocio y las vacaciones. Me
desespera no tener tiempo para leer todo lo que me interesa y al mismo tiempo
sigo sumando pendientes. No es solo fetichismo –no tendría nada de malo que lo
fuera–, es una ansiedad lectora que apenas logró atenuarse en los últimos años,
cuando decidí que el tiempo que tengo por delante es muchísimo menos que el que
ya viví y por eso decidí no leer
nunca más ni siquiera por obligación profesional nada que no me provoque
curiosidad o interés genuinos. No hace mucho supe que esta especie de síndrome de
devoción por los libros y por la lectura tiene un nombre en japonés. La palabra
es tsundoku y define la
bibliomanía o práctica de acumulación de lecturas, que uno podría extender a la
necesidad de tener más y más libros porque sí, por placer, aunque sepamos que
jamás, ni en siete vidas, podremos terminar de leerlos.
Todavía no
había terminado de asumir como propia la manía llamada tsundoku en japonés
cuando Marie Kondo decidió llevar su magia japonesa del orden a los libros. En
uno de los capítulos de la serie, Marie y su intérprete llegan con su método
KonMari a la casa de una pareja de escritores que necesitan desesperadamente
acomodar sus objetos y su espíritu. A la hora de los libros, Marie les asegura en su clásico tono zen que hay que
despedirse de los libros que ya no tienen que ver con nosotros, que hay que
decirles gracias y adiós porque ya no tendrán un lugar en nuestro futuro y que hay que pensar que “los libros son un reflejo de
nuestros pensamientos y nuestros valores”. Ay, no. No. No es así, Marie.
En primer lugar, parece extraño
tener que aclarar que uno no lee solo por identificación: leer es ir en busca de mundos posibles, enamorarse de
personajes que sentimos cercanos pero es también vivir intensamente la vida de
otros personajes que están en el lado contrario de la vida en donde estamos
parados, tanto en materia de ideas como de conducta. Si siguiéramos la idea de
que “los libros son un reflejo de nuestros pensamientos y nuestros valores”,
nadie podría leer novelas policiales o de terror, sería imposible leer
biografías de asesinos en masa o historias de incestos y solo leeríamos ensayos
que hablan de lo que pensamos y no de lo que está pensando el mundo o de las
ideas con las que, a través de los siglos, se gestó el pensamiento de la
civilización.
Por todo esto y tanto más, se
complejiza aplicar a los libros la teoría de Kondo de quedarnos solo con
aquello que tiene que ver con nuestro presente o con lo que nos hace felices. O
pensar que si hace años conservamos ejemplares de libros que nunca leímos es
porque en realidad no los necesitamos. Y es que los libros no nos atraen
por una necesidad ni son solo la memoria de un momento feliz sino que son,
además, la posibilidad latente de un fulgor que aguarda ahí, a la espera.
Tenemos más y buscamos más porque no hay satisfacción posible.
No es un tema de métricas, ni de identificación o
valores; no se trata de la pura dicha o el regocijo de la tarea realizada. El
célebre lema de Marie Kondo “conserva solo lo que te haga feliz y despréndete
de lo demás” puede ser un buen criterio para aplicar en objetivos elementales
como hacer espacio en un armario o en un mueble de cocina o cuando llega el
momento duro de desprenderse de recuerdos que pesan al punto de no permitirnos
avanzar luego de un duelo de cualquier tipo.
Te juro,
Marie, que para un lector no hay nada más maravilloso que una librería colmada
de ejemplares o una habitación con estantes llenos de promesas: como ves, una
sensación exactamente en las antípodas de la satisfacción que puede provocar el
espacio libre y despejado de otra clase de objetos. Y es que los libros no
tienen nada que ver ni con la eficiencia, ni con el feng shui ni con los
tips ingeniosos: la buena literatura no tiene propósitos y la biblioteca de un
lector no es un mueble más sino una personal hoja de ruta, un singular mapa de
su vida construido a través de sus gustos en el tiempo.
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