lunes, 15 de marzo de 2021

Andrés Ehrenhaus, filólogo de vestuario

Para quien no lo sepa, la mente del escritor y traductor Andrés Ehrenhaus es, además de inquisidora, la mar de inquieta. De allí que en sus numeroso ratos de ocio pergeñe teorías de ésas que no se le ocurren a cualquiera. La columna que sigue es un buen ejemplo.

La concha de tu madre, tú

La rigurosa labor filológica del periodismo deportivo, concretamente el español en este caso, es incansable. La busca y captura de perlas orales en el desarrollo de las competiciones cubiertas (se dice así, aparentemente: cubrir un evento) sólo se parangona con las propias perlas verbales que posteriormente jalonan los textos de esa misma prensa especializada. El fútbol, nuestro deporte rey (epíteto que sufre una vertiginosa pérdida de valor en todos los campos sociales y semánticos; habrá que buscarle otro cuanto antes), es particularmente prolífico en este tipo de hallazgos, porque sus principales protagonistas –jugadores, técnicos, dirigentes, ex todo lo anterior–no sólo viven sometidos a la presión de responder a todas las preguntas más o menos pertinentes que los reporteros les lanzan sino que además deben cuidarse muy mucho de hacer comentarios o soltar opiniones cuando no se les reclaman, so pena de que aparezcan en los titulares de todas las publicaciones en letras de molde, tanto físicas como virtuales. Ello ha generado una nueva usanza, ya muy arraigada en la idiosincrasia futbolera posmoderna, que parecería partir las aguas entre el futbolista de élite y el mero aficionado a pie de calle: cada vez que dos o más profesionales del balón se enzarzan en una charla a cielo abierto, conscientes de estar bajo la mirada de las cámaras, se llevan las manos a la boca como señoras bien educadas durante la masticación. Ese mínimo gesto los delata: si se tapan la boca, son profesionales.

Bien. ¿Y qué tiene que ver esto con la traducción? Hasta aquí, poco o nada. Salvo por un detalle no del todo desdeñable. Resulta que, al menos en Europa y buena parte del mundo digámosle solvente, los equipos de fútbol están compuestos por jugadores de las más variadas nacionalidades, procedencias y áreas lingüísticas. En cada país o zona las regulaciones imponen cupos diversos pero bastante laxos de foráneos en liza, de modo tal que Babel es una broma estudiantil al lado de estos conglomerados poliglóticos de trabajadores itinerantes (porque esa es otra de las características esenciales del deporte profesional posmoderno: el mercado de seudo compraventa de almas es muy fluido y volátil y pocos futbolistas permanecen más de cuatro o cinco años en las filas de un mismo club). Esa itinerancia es, sin duda, también cultural y, por ende, lingüística: en cada nuevo vestuario la lengua vehicular y las sublenguas funcionales son, o pueden ser, otras.Y quien dice lenguas dice costumbres. 

Así las cosas, los otros días la sesuda corriente de investigación y búsqueda periodística de perlas crudas arrojó uno de sus frutos más preciados: un destemplado intercambio de lindezas entre algunos de los cracks del F.C. Barcelona durante el transcurso de un match de octavos de final de lo que se da en llamar la UEFA Chámpiñons League, en esta ocasión con el Paris Saint-Germain como digno rival. Promediaba el primer período y, con el marcador en empate a 1 gol, el referido Barça pasaba más agobios de los esperables para un club de su pedigrí, sobre todo en su condición de anfitrión. O así lo percibían sus jugadores (y buena parte de sus seguidores, amén de los propios comentaristas de la emisión televisiva). 

Aclaremos, antes que nada, que la pandemia ha vaciado radicalmente los estadios, con todo lo que ello conlleva a distintos niveles: aparte de la merma brutal (por lo abrupta e irremediable) para la economía de los clubes, el juego mismo se ha visto despojado del componente libidinoso más inmediato y todos los indicadores sensoriales han variado de manera dramática, desorientando egos y entumeciendo narcicismos. Los partidos ya no son lo que eran, el panem et circenses está virtualmente desvirtuado, la masa ha pasado a ser menos aún que una entelequia y ahora es apenas una precaria ecuación, un desolado algoritmo. La desnudez del cemento devuelve al espectador lejano la imagen faraónica de una arquitectura obsoleta. Los estadios, en offside técnico, son más que nunca coliseos en prematuras ruinas. La multitud ya no engulle los sonidos de la refriega para regurgitarlos en forma de rumoroso oleaje, y todo lo que se dice en el campo vuelve al campo en su forma más despojada, como un eco agonístico. Gritos, gemidos,  ayes, suspiros. El ríspido silbato arbitral. El abrasivo roce de las suelas contra la descarnada dermis de los tobillos y pantorrillas. El abrazo mórbido de la red cuando el balón atraviesa la línea de gol y nadie se atreve a festejar el tanto por culpa del VAR.

Lo primero que sorprende de este nuevo escenario sonoro es la escolaridad de los ruidos y voces. Si uno cerrara los ojos o quitara la imagen de la tele, todos los partidos sonarían a recreos de colegio. Toda la madurez que suele añadirle el televisor a los rasgos fisionómicos queda refutada por el timbre inesperadamente agudo de la mayoría de las voces; se ve que la muchedumbre amortiguaba los brillos y limaba las estridencias y los gallos, que ahora emergen con inusitada potencia, resignificándose. O al menos eso creen los pescadores de perlas. Así, la noche referida, la mayoría de los medios presentes, y parte de los ausentes también, se hizo eco del siguiente intercambio [repitiendo, asterisco más o menos, la misma transcripción]:

Piqué (a voz en grito): "¡Una p*** posesión larga, joder! ¡Me cago en la p***! ¡Vamos! ¡Una p*** posesión larga!"

Griezmann: "Tranquilo, Geri, ya, deja de gritar".

Piqué: "Joder Grizzi, me cago en la p***".

Griezmann (emotivo): "Tranquilo, la concha de su madre".

Piqué: "No, la concha de su madre, tú. Estamos sufriendo y llevamos cinco minutos así".

Griezmann: "No grites".

Lenglet: Ya vale, las marcas, las marcas.

Otras voces (quizás la de Ter Stegen) se suman al reclamo de Lenglet.

Piqué: "La p*** madre, estamos corriendo como locos".

Griezmann: "Yo también corro".

Papita pal loro, habrán pensado los perlistas anaeróbicos. El episodio se viralizó (entre internet y la pandemia, este concepto pronto habrá desplazado a la Coca-Cola como signo de los tiempos) y en seguida aparecieron videos y comentarios en los periódicos de todas las lenguas y colores, los no hispanos explicando con traducciones aproximadas las posibles equivalencias del constructo rioplatense "concha de su madre" (f**k you/off, dannazione, hai rotto..., la ch**** à ta mère, etc.) y los hispanos sin ponerse de acuerdo en cuanto al pronombre posesivo (su, tu) del mismo –que no es cosa menor. Hubo unanimidad, en cambio, en lo que hace al significante puta, utilizado varias veces por Piqué, pues nunca aparece transcripto sin el burka de los asteriscos o puntos suspensivos. Pero nadie, ningún genio de la investigación lingüística, se atrevió a preguntarse qué demonios ocurrió en las idiosincrasias de los dos protagonistas del rifirrafe verbal para que se putearan (acá sí con todas las letras) en rioplatense, siendo uno catalán de buena cuna y el otro, francés de padre alemán y madre de raíces portuguesas. Sorprendido por esa indiferencia escolástica, indagué en la profusa videología internética hasta dar con una posible causa: al menos en lo que respecta a Griezmann (Grizi para Piqué), ese localismo tan deslocalizado tiene su antecedente documentado en otro desfogue similar aún más extemporáneo. En julio de 2015, tras marcar el (único) tanto de Francia contra Albania, que les valía a los galos la clasificación para las fases finales del Mundial de Fútbol, el referido Griezmann rompió a gritar como un orate mientras bebía el viento de la gloria: “¡Gooool, la concha de su madre! ¡La concha de su madre, gooool!”

Rodeado, casi aplastado por sus connacionales, su festejo no pasó desapercibido esa primera vez por los pescadores de perlas, que pudieron elaborar sesudas teorías acerca de la incorporación del modismo rioplatense a la jerga meta futbolística del jugador francés. La explicación es prosaica: cuando Griezmann era una joven promesa atesorada por la Real Sociedad de San Sebastián (que no es un círculo de remeros monárquicos sino otro club de fútbol) fue apadrinado por un ex jugador y a la sazón técnico uruguayo que le inculcó la sana costumbre del mate y le inoculó, como Próspero a Calibán, el manejo del insulto genérico. Hasta hay un estudio de campo publicado al respecto por el prestigioso medio Infobae en aquellos ahora lejanos días. Lo cual explica el intercambio barcelonista solo a medias. Convengamos, así está documentado, que Griezmann es un falso uruguayo, un oriental casado de 29 años capaz de decir la concha de la lora con soltura, pero ¿Piqué? ¿Qué llevó al catalán a rebotarle la puteada con un posesivo “foráneo” a la misma?¿O ese de Piqué era un perfecto pronombre de la variante uruguaya, que usa el y el vos a veces indistintamente? ¿Tiene también Piqué un pasado yorugua? ¿Se dirán de bo en el vestuario? ¿Lo sabe Shakira?

La infatigable literatura perlista no nos lo aclara. Yo tengo para mí que la globalización ha hecho estragos en la panconciencia lingüística y que los cracks ya hablan su propio creole, una sublengua de vestuario colorida y espesa, salpicada de eslavismos, africanismos, antillanismos, japonesismos, incomprensible como todo argot que se precie para quienes no saben lo que es el olor a linimento de primera calidad y la confortable y lánguida cuerina de las limusinas que alimentan sin parar el mercado moderno de esclavos de luxe. No nos extrañe que en breve la mentada desnudez de los estadios nos depare perlas aún más sabrosas y mestizas y que, en medio de la desolada soledad de un sudoroso match internacional, oigamos clamar de profundiis: “Dammi un f***ing pass, fleur de pelotude!” Y su certera respuesta: “Fleur de re pelotude, tú, 愚か!”.

¡Qué gran reto para los traductores, incluidos los automáticos!

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