jueves, 23 de septiembre de 2021

Carlos Gamerro y su versión de "Romeo y Julieta"

El novelista Carlos Gamerro acaba de publicar su versión de Romeo y Julieta, en la editorial Interzona. Especialista en William Shakespeare, el autor de La jaula de los onas acompaña su traducción de un muy interesante prólogo del que, a continuación, ofrecemos un breve fragmento.

“El amor vencido”

La preeminencia de Romeo y Julieta ha tenido su costo, al convertirla en la madre de todos los folletines, melodramas, novelas rosas, películas románticas, revistas del corazón, teleteatros y canciones melódicas, y hoy resulta difícil acercarse a ella directamente. Este sedimento kitsch que fueron depositando todas estas reelaboraciones, versiones y adaptaciones ha terminado por adherirse a la obra de tal manera que resulta imposible de despegar, por lo quedan dos opciones: ignorarlo, lo que ineludiblemente lleva a terminar encarnándolo, como le sucede a Franco Zeffirelli en su versión de 1968, o asumirlo y celebrarlo, como sucede en la magnífica versión de Baz Luhrmannde 1997. La incomodidad, de todos modos, persiste. En el prólogo a su traducción de la obra, Martín Caparrós y Erna von der Walde dos veces llaman a los protagonistas los “jóvenes nabos,” calificativo que revela más sobre quienes lo endilgan que sobre quienes lo reciben: los intelectuales y los artistas serios se sienten un poco incómodos con la obra, como si por admirarla se les fuera a pegar el aura kitsch que la rodea. Está bien visto hablar de ella con cierta distancia, un poco irónica, no vaya a ser que a uno lo confundan con la mersada. Más que ninguna otra obra de Shakespeare, Romeo y Julieta es la niña mimada de las parodias,  que pueden revestir diversas formas: Julieta es fea –un bicho–, Romeo y Julieta se odian, Romeo y Julieta sobreviven a los planes perfectos de Fray Lorenzo y terminan como una pareja de viejos que no se aguantan y se la pasan peleando, etc. De todas estas opciones, la favorita es quizás la última, ya que responde a cierto rencor envidioso de los espectadores maduros: ‘sí claro, así, muriéndose después de la primera noche, cualquiera puede creer en el amor eterno; pero los quiero ver viviendo toda una vida juntos’. El propio Shakespeare, sin duda hubiera estado de acuerdo: su teatro no se caracteriza precisamente por cantar las delicias de la vida conyugal, y lo que sabemos de la suya puede explicar en parte el por qué – si hubo en su vida un modelo para Julieta, seguramente no se trató de AnneHathaway. Su representación más acabada y convincente de un matrimonio que funciona se da en Macbeth, con lo cual está todo dicho. Para Harold Bloom, la sabiduría pragmática de Shakespeare sobre las relaciones de pareja puede resumirse en una fórmula: o se mueren los amantes, o se muere el amor. Romeo y Julieta deben morir para que su amor sea eterno.

Pero esta eternidad no es la de la perduración en los siglos venideros, ni la de la inmortalidad del arte. La eternidad que se alcanza en el estado de amor es la del puro presente, sustraído al devenir del tiempo. ‘Que este momento dure para siempre’ es un deseo que sólo pueden formular un místico en presencia de Dios o un amante en presencia de su amado. El presente se expande, desplaza al pasado – no importa todo lo que hayamos sido –y al futuro– no importan, no importan para nada, las consecuencias que este momento de amor eterno puedan traer. El presente del amor ocupa entero el espacio del ser, liberándolo, por lo tanto, de la tiranía del tiempo – así como el alma, fundiéndose con otra en el amor, se libera de la tiranía del yo. 

El tiempo, y el yo, tarde o temprano regresan: con el día, con el mundo exterior, con los otros, con la vuelta de los enamorados a sus identidades separadas. La noche, refugio de los amantes, llega a su fin: por más que traten de negarlo, es la alondra y no el ruiseñor quien ha cantado. Por eso el hogar permanente de un amor así solo puede ser esa otra noche sin fin, la muerte – que trae la anulación definitiva del tiempo y el yo. La muerte, en Romeo y Julieta, no es enemiga del amor, sino su garantía, y el final trágico, tan fácilmente evitable a nivel de la acción – bastaba que el mensajero de Fray Lorenzo llegara a tiempo para que todo hubiera terminado bien – resulta ineludible en términos de la metafísica del amor que Shakespeare ensaya. Desde el prólogo se nos habla de un “amor signado por la muerte,” y ya en el primer acto Julieta, acabando de conocer a Romeo, exclama: “Si casado está / la tumba mi lecho nupcial será.” Las imágenes que igualan al amor con la muerte se agolpan en las últimas escenas, culminando en la metáfora de la muerte como amante y esposo, desvirgando a Julieta, poniéndole los cuernos a Romeo. La pasión de ambos se consuma, inevitablemente, en la cripta, y la tumba es su lecho nupcial:

 Ay, querida Julieta, / ¿por qué insistes en ser tan bella? ¿Tendré que creer / que la incorpórea muerte sabe amar, / que el escuálido y odioso monstruo te guarda / acá en la oscuridad, para que seas su amante? / Para prevenirlo me quedaré contigo / y nunca más saldré de este palacio de tenue luz. Acá, acá me voy a quedar / con los gusanos, tus damas de compañía.

La unidad esencial de sexo, amor y muerte (que a veces, para abreviar, llamamos erotismo) nunca había sido –ni sería– tan bien cantada en la literatura.

Por eso la mejor manera de acercarse a la tragedia de los jóvenes amantes sigue siendo con el corazón abierto, en un estado de candor e inocencia. Quienes se burlan, o toman distancia, lo hacen a su propio costo. Nuestro corazón – no importa la edad – siempre está listo para decirnos que ha llegado la hora de dejarlo todo– familia, casa, amistades, posición y posesiones – solo porque quiere pasar de piedra inerte a llama de amor viva, cambiar por un instante de dicha plena la sucesión entera de los días y los años. Shakespeare sabía que esta visión del amor no se limita a la juventud: años más tarde crearía en Antonio y Cleopatra un modelo similar para la edad madura. Sus protagonistas están bastante creciditos y tienen mucha vida encima, pero cuando están juntos se comportan como jóvenes enamorados, y al final, Antonio prefiere perder un imperio antes que perder a su reina, y ambos eligen suicidarse antes que vivir el uno sin el otro. Shakespeare no escribió una versión para la vejez: esa tarea quedaría para Gabriel García Márquez, que en El amor en los tiempos del cólera escribió el Romeo y Julieta de la tercera edad.

Sabemos que la versión de Arthur Brooke ofrecía una enseñanza definida. ¿Cuál es la que ofrece la de Shakespeare? No –de ninguna manera– el remanido clisé de que el amor vence todos los obstáculos. El sentimiento de amor puede ser invencible (aunque Geore Orwell, en 1984, haya hecho mucho por socavar esta convicción: la certeza de no haber traicionado a Julia es la tabla de salvación de Winston, pero al final, frente al terror, en lo más profundo de su corazón, la traiciona), pero su consumación no lo es, y en la tragedia de Shakespeare termina dándose en la muerte, y no en la vida. En su intento por triunfar en la vida, el amor de Romeo y Julieta es vencido por cada uno de los obstáculos con que se topa – desde el odio entre las familias, la autoridad paterna, la moral, la ambición, el egoísmo, el rencor, hasta la mala suerte pura y simple. Pero es justamente en su fragilidad que demuestra su fuerza, es en su derrota que triunfa. Porque todas estas fuerzas que lo destruyen, al hacerlo, se vuelven odiosas y pierden sentido. ¿Qué son el honor de la familia, la autoridad de los padres, la sabiduría de los mayores, el sentido común de los criados, las leyes del estado, si su confluencia destruye la felicidad y las vidas de dos jóvenes que se aman? Todo aquello en lo que creíamos con tanta fuerza deja de importarnos. Brooke quiso enseñarnos a juzgar el amor en nombre de todos esos principios, Shakespeare nos enseña a juzgarlos en nombre del amor.

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