viernes, 24 de septiembre de 2021

"Escritores que rara vez son poetas"

Este mes, el poeta y traductor Jorge Aulicino publicó Poesía y política, un volumen editado por Ediciones del Dock, donde, además de reunir sus columnas publicadas en el Periódico de Poesía, de la U.N.A.M., suma otras escritas especialmente y, hasta ahora, inéditas. La concepción del libro es amplia y aborda distintos aspectos del concepto de “política”. A modo de ejemplo, ofrecemos a continuación un breve artículo, más que pertinente, que deja en claro cuál es la posición de Aulicino –y del Administrador de este blog, entre muchos otros– respecto de la política de invitaciones de la gran mayoría de los festivales literarios y ferias del libro en el mundo entero.

Hacen bien en no invitar a Baudelaire a las mesas redondas

Habrán visto que las ciudades están llenas de mesas redondas, seminarios y congresos de escritores. De escritores que rara vez son poetas. De prosistas.

Buenos Aires está lleno de estas cosas, hoy. A veces de poetas –algunas veces–, pero eso sí, nunca de prosistas y poetas, si de lo que se trata es de hablar seriamente de literatura, del país o de la globalización o de la tecnología, o de otros ítems contemporáneos.

Los poetas, sin embargo, ha sabido discutir su oficio, y el mundo, desde los más distintos puntos de vista: políticos, culturales, económicos. Están genéticamente entrenados en ello. Lo hicieron siempre a lo largo de su existencia, al menos en la dura etapa de la modernidad, que los relegó a cenicientas de las letras.

La cuestión no es hoy que sean cenicientos: no se los considera literatos.

Ahora, vean esto: la mayor capacidad intelectual de renovación en el siglo XX estuvo en las vanguardias; las vanguardias fueron simplemente realizadas por los poetas y por los pintores. Gente toda a la que hoy se tiende a pensar sin cabeza: a los pintores porque solo conocen técnicas y texturas, a los poetas porque siguen embarcados en las profecías de la palabra, aunque se disfracen de prosaicos, de minimalistas.

Los poetas, claro, fueron y son la potencia intelectual de la literatura y de las letras en general, es decir, del idioma. Son los que piensan el idioma porque lo viven.

Pero vean un poco, no hablemos ya de a quiénes considera escritores la industria: si hay que discutir temas intelectuales, se llama a los prosistas, no a los poetas. Aunque el fundador de la palabra crítica, del discurso que abarca a un tiempo la circunstancia, la literatura y el arte en general no fue un prosista; no fue –lo siento– ni siquiera un prosista como Cervantes, como Balzac, como Tolstoi… Fue nuestro querido y nunca bien ponderado Baudelaire, amigo de todos cuantos escribimos poesía, lejano pariente, ardiente visitante de la polis. El modelo del intelectual que ha sabido usar el discurso, sus filos poéticos y críticos, para hablar de la moda, de política o de poesía, era un poeta. Porque los poetas entienden la integridad del discurso –Rimbaud pudo legítimamente decir que hablaba “en sentido literal y en todos los sentidos posibles”–. Son a su vez poetas, o entienden la poesía, los mejores prosistas. Quizá la entiendan alguna vez los ensayistas. Tal vez los pedagogos. Me temo que nunca los políticos.

La palabra del poeta, hoy que las redes virtuales la propagan, hoy que en cierto sentido se ha simplificado, pues la metáfora procura parecerse al lenguaje corriente, a la denotación, sigue pareciendo –a los políticos sobre todo– un galimatías. Corrijamos, seamos justos: no un galimatías propiamente, sino más bien el acertijo de la Esfinge. Se escucha al poeta como al chamán, como al poseído, poseedor de verdad, pero de una verdad políticamente inútil. En verdad, más bien un idiota que a veces acierta. Y el problema es que acierta en cosas de las que es mejor no hablar.

Baudelaire, el caminante urbano, vio en la ciudad la última forma de la verdad: la disolución de toda certeza sobre el porvenir. Esto, a derecha o izquierda, es mejor ocultarlo. Es mejor prometer un porvenir, incluso creer en él. Y es cierto que se cree en él, ya sea porque lo prometieron las leyes de la historia, o porque es cierto que el capitalismo en tres siglos ha mejorado, en términos generales, la vida de la humanidad. No para todos, pero para muchos más que hace –digamos– cinco siglos.

En términos históricos, hay avance.

Y sin embargo, los poetas insisten en señalar un gran vacío el medio de las cosas, que devora una y otra vez al caminante. Una ciudad entera, Nueva York, se jacta de sus multitudes, de su modo de vivir, de su ensimismamiento, de su indiferencia, de su modo de asumir aquel vacío en el que se movía el paseante de Baudelaire. Y con Nueva York, todas las grandes ciudades de América, Asia y Europa.

Es que tal vez eso sea Dios. Ese gran agujero.

El poeta se engaña tanto o más que cualquiera acerca de que mañana, sin dudas, volverá a amanecer. Su poesía, no. Su poesía pone en escena otra escena. Una escena peligrosa y que, para colmo, habla por sí misma. Entonces, tienen razón en no invitarlo a mesas redondas en las que se hable sobre la actualidad, la política y la tecnología. Baudelaire no hubiese tenido nada que hacer allí tampoco. 

4 comentarios:

  1. bravo, auli, por el libro. ardo en deseos... (en europa no se consigue).
    y adhiero fervientemente a ese último párrafo: "el poeta se engaña tanto o más que cualquiera [...]. su poesía, no". gran abrazo.

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    1. le agradezco el concepto, Sr Nariz, y me alegra este comentario de su parte. abrazo

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  2. Después de leer "Hacen bien en no invitar a Baudelaire a las mesas redondas", dan inmensas ganas de tener el libro de Jorge Aulicino. Gracias!

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